CAPÍTULO XI
El sol descendió en el cielo; la brisa del oeste filtraba su frescor en el interior de la casa. A medida que avanzaba la tarde, el alegre repicar del reloj de la aldea se acercaba cada vez más. Campos y jardín notaron el influjo de la hora y despidieron sus más dulces fragancias. Las aves de la pajarera de Norah tomaban el sol en la quietud del atardecer y cantaban su adiós agradecido al día agonizante.
Detenida solo por un momento, la implacable rutina de la casa se reanudó horriblemente como todos los días. Los criados, presas del pánico, se refugiaron ciegamente en los deberes propios de la hora. El lacayo, sin hacer ruido, puso la mesa para cenar. La doncella aguardó sentada, sumida en una duda absurda, con las jarras de agua caliente para los dormitorios alineadas como de costumbre junto a ella. El jardinero, a quien habían ordenado que se presentara ante su señor con los recibos de un dinero que había pagado de más, contraviniendo las instrucciones, afirmó que le tenía un gran afecto y dejó los recibos a la hora convenida. La costumbre, que jamás cede, y la muerte, que a nadie perdona, se encontraron en el naufragio de la felicidad humana, y la muerte le cedió el paso.
Las negras y tormentosas nubes de la tristeza pendían sobre la casa; ya eran negras, pero habían de serlo más aún. A las cinco había golpeado la calamidad dejando su conmoción. Antes de que hubiera pasado una hora, el descubrimiento de la súbita muerte del marido fue seguido por la incertidumbre del peligro mortal en que se hallaba la mujer. Una desvalida señora Vanstone yacía en su lecho de viuda; su vida y la vida del hijo no nacido pendían de un hilo.
Solo una persona mantuvo la posesión de sus facultades mentales; solo un espíritu guía supo moverse con utilidad en medio del luto.
Si en sus primeros años la señorita Garth hubiera gozado de la calma y la felicidad de los últimos en Combe-Raven, tal vez se habría desplomado bajo las crueles necesidades que exigía la circunstancia. Pero la señorita Garth había visto su juventud puesta a prueba por las desgracias familiares, y se enfrentó con sus terribles deberes con la valentía de una mujer que había aprendido a sufrir sin desfallecer. Ella sola pasó por el amargo trance de decir a las hijas que habían perdido a su padre. Ella sola se esforzó luego por sostenerlas cuando la espantosa certeza de su pérdida se grabó por fin en su espíritu.
Le preocupaba menos la hermana mayor. La agonía de la congoja se manifestó exteriormente en Norah con el alivio natural de las lágrimas. No fue así con Magdalen. Muda y con los ojos secos, Magdalen se sentó en la habitación en la que había recibido la noticia de la muerte de su padre; su rostro se hallaba petrificado de forma antinatural por el dolor estéril de una edad más avanzada, vacío, blanco, inmóvil, horrible de ver. Nada la sacó de este estado, nada consiguió ablandarla. Solo dijo: «No me habléis; no me toquéis. Dejadme sufrirlo en silencio» y calló de nuevo. La primera aflicción grave que había ensombrecido la vida de las jóvenes parecía haber alterado ya su carácter habitual.
Cayó el crepúsculo y se difuminó, y la noche estival llegó cuajada de estrellas. Cuando se encendió la primera luz, cuidadosamente atenuada en la habitación de la enferma, llegó el médico de Bristol al que habían llamado para consultar con el médico de la familia. No pudo ofrecerles el menor consuelo, únicamente decirles: «Solo nos queda esperar. El golpe recibido al oír la noticia de la muerte de su marido la ha privado de las fuerzas en el momento en que más las necesita. No se escatimarán esfuerzos para salvar su vida. Me quedaré aquí toda la noche».
Mientras hablaba, abrió una de las ventanas para que entrara más aire. La ventana daba al sendero de entrada de carruajes y a la carretera. Unas cuantas personas en pequeños grupos contemplaban la casa desde la verja. «Si esas personas hacen ruido —dijo el médico—, deben advertirles que se vayan». No hubo necesidad de advertirles; eran tan solo los braceros que trabajaban en la finca del difunto, y aquí y allá algunas mujeres y niños de la aldea. Todos pensaban en él —algunos hablaban de él— y sus cerebros perezosos se estimulaban viendo la casa. Los señores de los alrededores eran buenos con ellos en su mayor parte (decían los hombres), pero no había nadie como él. Las mujeres comentaban en susurros los modales tranquilizadores que mostraba cuando visitaba sus humildes hogares. «Era un hombre alegre, pobre; y también era muy atento con nosotros: no entraba nunca y se quedaba mirando durante las comidas; los demás nos ayudan y nos regañan; lo único que él nos decía era: irá mejor la próxima vez». De este modo continuaron hablando de él y contemplando su casa y su jardín, y se alejaron torpemente en grupos de dos y de tres, con la vaga sensación de que su agradable rostro no volvería a servirles de consuelo. El más lerdo entre ellos supo esa noche que las penurias de la pobreza serían más duras de sobrellevar ahora que el señor se había ido.
Un poco más tarde llegó a la puerta del dormitorio la noticia de que el señor Clare padre había llegado solo a la casa y aguardaba en el vestíbulo para informarse de la opinión del médico. La señorita Garth no pudo bajar en persona y envió un mensaje. El señor Clare dijo al criado: «Volveré a preguntar dentro de dos horas», y se fue caminando lentamente. Al contrario que otros hombres en circunstancias parecidas, la repentina muerte de su viejo amigo no había producido ningún cambio visible en él. Los sentimientos que implicaba el haberse desplazado para inquirir por la señora Vanstone constituyeron la única muestra de compasión humana que dejó entrever aquel viejo rudo e impenetrable.
Volvió cuando expiró el plazo de dos horas, y esta vez la señorita Garth salió a recibirlo.
Se estrecharon la mano en silencio. Ella aguardó; hizo acopio de energías para oírle hablar del amigo perdido. No; el señor Clare no mencionó en ningún momento el trágico accidente, jamás aludió a la espantosa muerte. Pronunció estas palabras:
—¿Está mejor o peor? —Y no dijo más. ¿Estaba el tributo de su pesar por el marido severamente contenido bajo la expresión de su inquietud por la mujer? La naturaleza de aquel hombre, inflexible antagonista del mundo y sus costumbres, podía muy bien justificar tal interpretación de su conducta. Repitió la pregunta—: ¿Está mejor o peor?
—Mejor no —respondió la señorita Garth—; si algún cambio hay es para peor.
Intercambiaron estas frases junto a la ventana de la salita que se abría al jardín. El señor Clare hizo una pausa tras escuchar la respuesta a su pregunta, salió al sendero del jardín, luego se volvió de repente y volvió a hablar:
—¿La ha desahuciado ya el médico? —preguntó.
—No nos ha ocultado que su vida corre peligro. Solo nos queda rezar por ella.
El viejo posó la mano sobre el brazo de la señorita Garth mientras esta le respondía y la miró atentamente a la cara.
—¿Cree usted en las plegarias? —dijo.
La señorita Garth se apartó de él con pesadumbre.
—Podría usted haberme ahorrado esa pregunta, señor, en un momento como este.
Él no hizo caso de su respuesta; seguía con la mirada fija en su rostro.
—¡Rece! —dijo—. Rece como no ha rezado jamás hasta ahora, por la vida de la señora Vanstone.
El señor Clare se fue. Su voz y su actitud daban a entender algún indecible temor sobre el futuro que sus palabras no habían confesado. La señorita Garth lo siguió hasta el jardín y lo llamó. Él la oyó, pero no se dio la vuelta; aligeró el paso, como si quisiera evitarla. Ella lo contempló alejarse bajo la luz de la luna del cálido verano. Vio sus manos blancas y arrugadas, las vio de repente recortadas sobre el fondo negro de la arboleda, alzadas, retorciéndose por encima de su cabeza. Las dejó caer; los árboles lo sumieron en la oscuridad; se había ido.
La señorita Garth regresó junto a la enferma con la carga de una preocupación más sobre sus hombros.
Pasaban entonces de las once. Había transcurrido un buen rato desde que viera a las hermanas y hablara con ellas. Con las preguntas que dirigió a una de las criadas solo consiguió extraer la información de que ambas se hallaban en sus respectivas habitaciones. Demoró su vuelta junto al lecho de la madre para decir las últimas palabras de consuelo a las hijas antes de que estas se retiraran a dormir. La habitación de Norah era la más cercana. La señorita Garth abrió la puerta con suavidad y se asomó al interior. La figura arrodillada junto al lecho le sugirió que la ayuda de Dios había acudido a la hija huérfana en aquel momento de aflicción. Lágrimas de gratitud acudieron a sus ojos mientras la miraba; suavemente cerró la puerta y continuó hasta la habitación de Magdalen. Allí la duda detuvo sus pasos en el umbral y aguardó unos instantes antes de entrar.
Su oído captó un sonido en la estancia —el monótono frufrú del vestido de una mujer, ahora distante, ahora cercano, sonando sin cesar por el suelo—, un sonido que le indicó que Magdalen se paseaba de un lado a otro en la intimidad de su cuarto. La señorita Garth llamó a la puerta. El frufrú cesó, la puerta se abrió y el triste rostro juvenil apareció ante ella, encerrado en su fría desesperanza; los grandes ojos claros la miraron como un autómata, tan vacíos y secos como antes.
Esa mirada le partió el corazón a la fiel mujer que había sido su maestra y la había amado desde que era niña. Abrazó a Magdalen con ternura.
—Oh, cariño mío —dijo—, ¡aún sin lágrimas! ¡Oh, si pudiera verte a ti como he visto a Norah! Háblame, Magdalen; prueba a hablar conmigo.
Magdalen lo intentó y habló:
—Norah no siente remordimientos. Papá no atendía a sus intereses cuando fue al encuentro de la muerte, sino a los míos.
Después de tan terrible respuesta, posó los fríos labios sobre la mejilla de la señorita Garth.
—Déjeme sufrir a solas —dijo, y cerró la puerta despacio.
Una vez más la señorita Garth se quedó esperando en el umbral, y de nuevo el frufrú del vestido se oyó de un lado a otro —ahora lejos, ahora cerca— con una regularidad mecánica y cruel que enfriaba la más cálida compasión y desalentaba la esperanza más osada.
Pasó la noche. Se había acordado que, si por la mañana no había muestras de mejoría, se llamaría para el día siguiente al médico de Londres a quien la señora Vanstone había consultado unos meses atrás. No hubo mejoría, y se envió a buscar al médico.
Avanzada la mañana, llegó Frank para hacer averiguaciones. ¿Había confiado el señor Clare a su hijo el deber que él personalmente había cumplido el día anterior, reacio a volver a ver a la señorita Garth después de lo que le había dicho? Tal vez. Frank no pudo arrojar luz sobre el asunto; su padre no se lo había comunicado. Frank estaba pálido y desencajado. Sus primeras preguntas sobre Magdalen mostraron hasta qué punto su débil naturaleza había flaqueado ante la desgracia. No era capaz de formular sus propias preguntas, las palabras vacilaban en sus labios y lágrimas fáciles brotaban de sus ojos. La señorita Garth lo miró con simpatía por primera vez. El dolor tiene en sí esta nobleza: acepta toda compasión, provenga de donde provenga. Animó al joven con unas cuantas palabras amables y le estrechó la mano al despedirse.
Frank regresó con un segundo mensaje antes del mediodía. Su padre deseaba saber si se esperaba al señor Pendril en Combe-Raven ese mismo día. En caso de que aguardaran la llegada del abogado, Frank tenía instrucciones de ir a recibirlo a la estación y llevarlo a la casa del señor Clare, donde tendría una cama a su disposición. Este mensaje tomó a la señorita Garth por sorpresa. Demostraba que el señor Clare conocía el propósito de su difunto amigo de convocar al señor Pendril. ¿Era la hospitalaria oferta del viejo señor Clare otra expresión indirecta de la natural y humana aflicción que él se empecinaba en ocultar?, ¿o tal vez conocía la secreta necesidad que suponía la presencia del señor Pendril y que la desconsolada familia ignoraba por completo? La señorita Garth estaba demasiado abatida y desesperada para detenerse a pensar en ello. Dijo a Frank que esperaban al señor Pendril a las tres y le envió a su casa dándole las gracias.
Poco después de su partida, toda la inquietud que en aquellos momentos podía sentir por Magdalen recibió el alivio de una noticia mejor de lo que su experiencia de la pasada noche le habría inducido a esperar. Norah había ejercido su influencia para ayudar a su hermana, y esa paciente comprensión de Norah le había hecho liberar el dolor contenido. Magdalen había sufrido grandemente —había sufrido lo inevitable en una naturaleza como la suya— con ese esfuerzo que la aliviaba. Las reparadoras lágrimas no habían brotado con suavidad; habían surgido en un torrente con vehemencia torturadora y apasionada, pero Norah no se había apartado de su lado hasta que, concluida la lucha, había llegado la calma. Estas nuevas animaron a la señorita Garth a retirarse a su dormitorio y procurarse el descanso que tanto necesitaba. Exhaustos el cuerpo y la mente, se durmió de puro agotamiento; durmió pesadamente, sin soñar, durante unas horas. Eran entre las tres y las cuatro de la tarde cuando la despertó una de las criadas. La mujer llevaba una nota en la mano; una nota que había dejado el señor Clare hijo con el deseo de que se la hicieran llegar a la señorita Garth de inmediato. El nombre escrito en la esquina inferior del sobre era «William Pendril». El abogado había llegado.
La señorita Garth abrió la nota. Tras unas cuantas breves frases de condolencia, el abogado anunciaba su llegada a casa del señor Clare y luego continuaba, aparentemente en su calidad de abogado, formulando una sorprendente petición.
«Si —escribía—, se produjera alguna mejoría en el estado de la señora Vanstone —tanto si es una mejoría pasajera, como si es la mejoría permanente que todos esperamos—, en cualquier caso, le ruego que me lo hagan saber de inmediato. Es de la máxima importancia que la vea en el caso de que recobre las fuerzas suficientes para prestarme su atención cinco minutos y la capacidad de firmar al cabo de ese tiempo. ¿Puedo rogarle que transmita mi petición, de manera estrictamente confidencial, a los médicos que la atienden? Ellos comprenderán y usted comprenderá la importancia vital que concedo a esa entrevista cuando le diga que por su causa he aplazado cualquier otro asunto que reclamase mi atención y que estoy preparado para acudir a su llamada a cualquier hora del día o de la noche». De esta forma concluía la carta. La señorita Garth la leyó dos veces de cabo a rabo. En la segunda lectura, la petición que le hacía el abogado y las palabras de despedida que habían escapado de los labios del señor Clare el día anterior se relacionaron vagamente en sus pensamientos. Existía algún otro grave asunto pendiente que conocían el señor Pendril y el señor Clare, aparte del interés primero y principal, que era el restablecimiento de la señora Vanstone. ¿A quién afectaba? ¿A las hijas? ¿Se hallaban estas amenazadas por alguna nueva calamidad que la firma de su madre podría detener? ¿Qué quería decir eso? ¿Quería decir que el señor Vanstone había muerto sin testar?
La angustia y la confusión no permitían a la señorita Garth discurrir como hubiera hecho en tiempos mejores. Se dirigió presurosa a la antecámara del dormitorio de la señora Vanstone y, tras explicar la posición del señor Pendril en la familia, depositó su carta en manos de los médicos. Ambos ofrecieron idéntica respuesta sin titubeos. El estado de la señora Vanstone hacía totalmente imposible la entrevista que el abogado deseaba. Si salía de su postración, la señorita Garth sería informada de inmediato. Mientras tanto, la respuesta al señor Pendril podía resumirse en una sola palabra: imposible.
—¿Comprenden ustedes la importancia que atribuye el señor Pendril a la entrevista? —dijo la señorita Garth.
Sí, ambos médicos lo comprendían.
—Estoy perdida y confusa, caballeros, por la incertidumbre. ¿Adivina alguno de ustedes por qué se necesita la firma, o cuál puede ser el motivo de la entrevista? Yo solo he visto al señor Pendril cuando ha venido aquí en alguna otra ocasión; no tengo derecho a interrogarle. ¿Quieren volver a leer la carta? ¿Creen ustedes que da a entender que el señor Vanstone no hizo testamento?
—Creo que difícilmente puede dar a entender eso —dijo uno de los médicos—. Pero aun suponiendo que el señor Vanstone hubiera muerto sin testar, la ley se hace cargo de los intereses de su viuda y sus hijos…
—¿Sería así —interpuso el otro médico—, si los bienes resultaran ser bienes raíces?
—No estoy seguro. ¿Sabe usted por casualidad, señorita Garth, si los bienes del señor Vanstone consistían en tierras o en dinero?
—En dinero —respondió la señorita Garth—. Se lo oí decir en más de una ocasión.
—Entonces puedo calmar su inquietud hablando por experiencia propia. Si ha muerto sin testar, la ley otorgará un tercio de su propiedad a su viuda, y dividirá el resto entre sus hijos a partes iguales.
—Pero ¿y si la señora Vanstone…?
—Si la señora Vanstone muriera —continuó el médico, completando la pregunta que la señorita Garth no había tenido ánimos para acabar por sí misma—, creo estar en lo cierto al afirmar que por ley los bienes pasarían a los hijos. Sea cual sea el motivo para la entrevista que solicita el señor Pendril, no veo razón alguna para relacionarlo con la suposición de que el señor Vanstone haya muerto sin testar. Pero no dude en formular la pregunta al propio señor Pendril para quedarse más tranquila.
La señorita Garth renunció a seguir directamente el consejo del médico. Tras comunicar al señor Pendril la decisión médica que por el momento le negaba la entrevista que pedía, añadió un breve resumen de la cuestión legal que les había planteado e insinuó con delicadeza la natural impaciencia que sentía por conocer los motivos que habían llevado al abogado a hacer su petición. Recibió una respuesta extremadamente precavida, que no le proporcionó una impresión favorable del señor Pendril. El abogado confirmaba la interpretación de la ley que hacían los médicos solo en términos generales; expresaba su intención de aguardar en casa del señor Clare con la esperanza de que una posible mejoría le permitiera ver a la señora Vanstone y concluía la carta sin la menor explicación de sus motivos y sin una sola palabra referente a la cuestión de la existencia o inexistencia del testamento del señor Vanstone.
La apreciable cautela de la respuesta del abogado mantuvo a la señorita Garth sumida en la zozobra hasta que el tan esperado acontecimiento de aquel día hizo que todos sus pensamientos se concentraran en la preocupación por la señora Vanstone.
Al anochecer llegó el médico de Londres. Contempló a la enferma durante largo rato; consultó con sus colegas durante un intervalo más largo aún; volvió a la habitación de la enferma antes de que la señorita Garth pudiera convencerle de que le comunicara la opinión que se había formado.
Cuando el médico salió a la antecámara por segunda vez, se sentó en silencio junto a ella. La señorita Garth le miró a la cara y su última y débil esperanza murió en ella antes de que el médico abriera los labios.
—Debo decirle la cruda realidad —dijo amablemente—. Todo lo que podía hacerse se ha hecho. En las próximas veinticuatro horas como máximo se despejará la incertidumbre. Si la naturaleza no hace un esfuerzo en ese tiempo, lamento tener que decirle que ha de prepararse para lo peor.
Esas palabras lo dijeron todo; fueron proféticas.
Pasó la noche, y ella sobrevivió. Llegado el día siguiente, aguantó hasta que el reloj señaló las cinco. A esa hora la noticia de la muerte de su marido había asestado el golpe mortal. Cuando volvió a ser esa misma hora, la misericordia de Dios permitió que la señora Vanstone se reuniera con su marido en el otro mundo. Sus hijas se hallaban arrodilladas junto a su lecho en el momento de fallecer. Las dejó sin ser consciente de su presencia; por fortuna y por misericordia, fue insensible al dolor del último adiós.
Su hijo le sobrevivió hasta el final de la tarde, cuando el crepúsculo brillaba tenuemente en el silencioso cielo de occidente. Al anochecer, la luz de aquella vida frágil y menuda —débil desde el principio— vaciló y se extinguió. Los restos mortales de la madre y el hijo yacieron esa noche sobre la misma cama. El Ángel de la Muerte había cumplido su espantosa tarea, y las dos hermanas quedaron solas en el mundo.