CAPÍTULO III

Hacia las seis de la mañana siguiente, la luz que bañaba el rostro de Magdalen la despertó en el cuarto de Rosemary Lane. Salió del reposo de la noche sin sueños con la dolorosa sensación de perplejidad que aqueja a cuantos despiertan en una cama extraña. «¡Norah!», llamó sin pensar cuando abrió los ojos. Al poco también despertó su cerebro y sus sentidos le dijeron la verdad. Miró a un lado y a otro de la mísera habitación reconociéndola con asco. El sórdido contraste que ofrecía aquel lugar con todo lo que estaba acostumbrada a ver en su dormitorio —el escaso mobiliario implicaba un abandono casi total de la elegante pureza de los hábitos personales a los que estaba acostumbrada desde la infancia— escandalizó ese sentido del respeto por el propio cuerpo que era una segunda naturaleza en una mujer refinada como Magdalen. Por despreciable que pareciera su influencia comparándola con su situación en aquel momento, la mera visión de la jarra y la jofaina en un rincón la llevaron a tomar su primera determinación de la mañana. En aquel mismo instante decidió marcharse de Rosemary Lane.

¿Cómo se marcharía? ¿Con el capitán Wragge o sin él? Magdalen se vistió evitando remilgadamente tocar nada de la habitación con las manos o la ropa y luego abrió la ventana. El aire otoñal era dulce y penetrante y el sol iluminaba ya con fuerza el pequeño fragmento de cielo que veía desde allí. Voces distantes de barqueros en el río y trinos de pájaros entre la maleza que coronaba la antigua muralla de la ciudad eran los únicos sonidos que quebraban el silencio matinal. Se sentó junto a la ventana e intentó recuperar el hilo de sus pensamientos perdido la noche anterior, cuando la venció el cansancio.

Lo primero que recordó fue al truhán del capitán Wragge.

El «agricultor moral» no había conseguido disipar la desconfianza de Magdalen por muy astutamente que hubiera intentado defender su causa confesando abiertamente las imposturas que había practicado con otros. Había elevado la opinión de Magdalen sobre sus habilidades, la había divertido con su buen humor, la había asombrado con su seguridad en sí mismo, pero la convicción primera de que era un granuja seguía tan intacta como en el momento de su encuentro. Si la única intención de Magdalen hubiera sido convertirse en actriz, habría rechazado de plano y de inmediato la más que dudosa ayuda del capitán Wragge.

Pero la peligrosa aventura en la que se había embarcado tenía otro objetivo a la vista, un objetivo oscuro y distante, un objetivo, con ocultos escollos en el camino muy distintos a los obstáculos superficiales que se interponían entre ella y el teatro. En la enigmática quietud de la mañana Magdalen volvió su atención hacia el segundo y más profundo de sus designios, y la despreciable figura del timador se alzó ante sus ojos con una nueva perspectiva.

Intentó cerrarle la puerta, volver a sentirse superior a él como hasta entonces.

Tras desabrocharse el vestido, se sacó del pecho la bolsa blanca de seda que había hecho con sus propias manos la noche de la despedida de Combe-Raven. Unos delicados cordones de seda ceñían la abertura. Lo primero que sacó al abrirla fue un mechón de cabellos de Frank atados con un trozo de hilo de plata; lo siguiente fue una hoja de papel que contenía los extractos copiados del testamento y la carta de su padre; lo último fue un apretado fajo de billetes de banco por valor de casi doscientas libras, el producto (como la señorita Garth había conjeturado acertadamente) de la venta de sus joyas y sus vestidos, en lo que la criada del pensionado la había ayudado secretamente. Guardó de nuevo los billetes con rapidez sin mirarlos y observó pensativamente el mechón de cabellos que tenía sobre el regazo.

—Sois mejor que nada —dijo, hablándoles con la caprichosa ternura de una niña—. Puedo sentarme y miraros de vez en cuando, hasta llegar a creer casi que estoy mirando a Frank. ¡Oh, amor mío, amor mío! —Su voz se quebró suavemente y se llevó el mechón de cabellos a los labios con languidez—. Se le cayó de los dedos al pecho. Sus mejillas se tiñeron de un encantador arrebol que se extendió hacia el cuello como si persiguiera los cabellos caídos. Magdalen cerró los ojos y dejó caer lentamente su hermosa cabeza. Olvidó el mundo y, por un mágico momento, el amor abrió las puertas del Paraíso a la hija de Eva.

Los ruidos triviales de la calle, en aumento a medida que avanzaba la mañana, la obligaron a regresar a la cruda realidad del presente. Alzó la cabeza con un hondo suspiro y abrió los ojos una vez más a la pequeña, sórdida y miserable habitación.

Los extractos del testamento y la carta —los últimos recuerdos de su padre, tan íntimamente asociados con el propósito que albergaba en su pensamiento— se hallaban aún ante ella. El color transitorio desapareció de su rostro cuando desplegó el pequeño manuscrito sobre la falda. Los fragmentos del testamento encabezaban la página; se limitaban a aquellas pocas palabras conmovedoras en las que su difunto padre suplicaba el perdón de las hijas por la mancha de su nacimiento y les imploraba que recordasen el amor y el cariño constantes con que se había esforzado por expiar su falta. Les seguía el extracto de la carta al señor Pendril. Magdalen leyó en voz alta las últimas frases llenas de melancolía: «Por amor de Dios, venga el mismo día en que reciba esta carta; venga y líbreme del horrible pensamiento de que mis dos queridas hijas se hallan desamparadas en este momento. Si algo me ocurriera y mi deseo de hacer justicia a su madre acabara (debido a mi lamentable desconocimiento de la ley) dejando a Norah y a Magdalen desheredadas, ¡no podría descansar en la tumba!». Bajo estas líneas, cerca del final de la página, se leía el terrible comentario sobre la carta que había escapado de labios del señor Pendril: «Las hijas del señor Vanstone no son hijas de nadie, y la ley las deja desvalidas a merced de su tío». Desvalidas cuando aquellas palabras fueron pronunciadas, desvalidas aún después de lo que ella había resuelto, después de todo lo que había sacrificado. La reivindicación de sus derechos naturales y los de su hermana, sancionados por la expresión directa de la última voluntad de su padre; el regreso de Frank desde la China; la justificación de haber abandonado a Norah; todo dependía de su desesperado propósito de recuperar a toda costa la herencia perdida de manos del hombre que había insultado a las hijas de su hermano y las había dejado en la miseria. ¡Y ese hombre seguía siendo una sombra para ella! Tan poco sabía de él que ignoraba incluso dónde residía en aquel momento.

Se levantó y paseó por la habitación con la gracia silenciosa y descuidada de una criatura salvaje en una jaula.

«¿Cómo llegar hasta él en la oscuridad? —dijo para sí—. ¿Cómo descubrir?». Se interrumpió de repente. Antes de que la pregunta hubiera adoptado la forma definitiva en su cabeza, recordó de nuevo al capitán Wragge. Era un hombre acostumbrado a trabajar en la sombra, un hombre con infinitos recursos, ingenio y audacia, un hombre que no vacilaría ante el ofrecimiento de un trabajo sucio si con él se llenaba los bolsillos: ¿era ese el instrumento que aguardaba su mano en aquel momento de necesidad? Magdalen tenía muy presentes dos de las necesidades que debía cubrir para poder avanzar un solo paso: la de saber más sobre el hermano de su padre de lo que sabía entonces y la de hacerle bajar la guardia disfrazándose mientras durara el proceso de investigación. Pese a su resuelta independencia, el inevitable trabajo preliminar de espionaje había de ser delegado en otra persona. En su situación, ¿había algún otro ser humano disponible además del truhán del piso de abajo? Ni uno solo. Reflexionó sobre ello con impaciencia durante largo rato. ¡Ni uno solo! Tenía ante sí una disyuntiva clara: o aceptaba al granuja, o le daba la espalda a su propósito.

Se detuvo en el centro de la habitación.

«¿Qué sería lo peor que podría hacerme? —se dijo—. Engañarme. ¡Bien! Si mi dinero sirve para tenerlo dominado, ¿qué más da? ¡Qué se quede con mi dinero!». Volvió mecánicamente al asiento junto a la ventana. Al cabo de unos instantes estaba decidida. Poco después daba su fatal primer paso cuesta abajo: resolvía correr el riesgo y probar con el capitán Wragge.

A las nueve la patrona llamó a la puerta de Magdalen y le comunicó (con los amables saludos del capitán) que el desayuno estaba listo.

Magdalen encontró a la señora Wragge sola, envuelta en una voluminosa bata holandesa marrón, con la capa flácida y adornos de sucias cintas de color rosa. La antigua camarera del restaurante Darch estaba absorta en la contemplación de un gran plato que contenía una sustancia con aspecto de cuero, de un color amarillo moteado, profusamente salpicada de manchitas negras.

—¡Aquí está! —dijo la señora Wragge—. Tortilla a las hierbas. La patrona me ha ayudado. Y esto es lo que nos ha salido. No le pida al capitán que le de un poco cuando venga; no, es un alma bendita. La tortilla no está buena. Ha sufrido algunos accidentes. Ha estado bajo la parrilla. Se ha caído en las escaleras. Ha escaldado al niño pequeño de la patrona, que se ha sentado encima. ¡Válgame Dios, no sabe ni la mitad de bien de lo que parece! No pida nada. Quizá él no se dé cuenta si usted no dice nada. ¿Qué le parece mi bata? Me gustaría tanto tener una blanca… ¿Tiene usted una bata blanca? ¿Qué adornos lleva? ¡Cuénteme!

La formidable entrada del capitán dejó suspendida de sus labios la siguiente pregunta. Afortunadamente para la señora Wragge, su marido estaba demasiado impaciente por conocer la decisión que Magdalen había prometido comunicarle para prestar su acostumbrada atención a las cuestiones culinarias. Cuando concluyó el desayuno, despidió a la señora Wragge y se refirió a la tortilla únicamente para decirle que tenía su permiso para «dársela al perro».

—¿Qué le parece mi pequeña proposición a la luz del día? —preguntó tras colocar unas sillas para Magdalen y para él—. ¿Qué será: «Capitán Wragge, hágase cargo de mí», o «Capitán Wragge, buenos días»?

—Le responderé en seguida —contestó Magdalen—. Primero tengo que explicarle algo. Anoche le dije que tenía otro objetivo aparte del de ganarme la vida en el teatro…

—Discúlpeme —le interrumpió el capitán Wragge—. ¿Ganarse la vida ha dicho?

—Ciertamente. Mi hermana y yo dependemos de nuestros propios esfuerzos para ganarnos el pan.

—¡¡¡Qué!!! —exclamó el capitán poniéndose en pie—. ¿Las hijas de mi próspero y llorado pariente por matrimonio, reducidas a ganarse la vida? ¡Imposible! ¡Es una locura, una extravagancia! —Volvió a sentarse y miró a Magdalen como si le hubiera infligido una afrenta personal.

—No conoce usted el alcance exacto de nuestra desgracia —dijo ella tranquilamente—. Le contaré lo que ha ocurrido antes de continuar: —Se lo explicó de inmediato en los términos más sencillos que pudo encontrar y con la menor cantidad de detalles posible.

El absoluto asombro del capitán Wragge centró sus pensamientos en el único resultado del relato que contaba para él. La recompensa de cincuenta libras que ofrecía el abogado por la señorita desaparecida ascendía rápidamente a un lugar en su estima que no había ocupado hasta entonces en ningún momento.

—¿Debo entender —preguntó—, que está usted privada por completo de recursos en la actualidad?

—He vendido mis joyas y mis vestidos —dijo Magdalen, exasperada por la mezquina insistencia del capitán en el aspecto pecuniario—. Si mi falta de experiencia me impide trabajar en el teatro, puedo esperar hasta que el teatro pueda permitirse pagarme.

El capitán Wragge tasó mentalmente anillos, pulseras y collares, sedas, rasos y encajes de la hija de un caballero de fortuna en, digamos, un tercio de su valor real. Segundos después la recompensa de cincuenta libras volvía a hundirse en las profundidades de la estimación de aquel hombre juicioso.

—Perfectamente —dijo él con su tono más profesional—. No debe temer en absoluto, mi querida niña, que no pueda trabajar en el teatro si posee recursos financieros y si saca provecho de mi ayuda.

—Habrá de ser más ayuda de la que ya me ha ofrecido, o ninguna —dijo Magdalen—. Tengo ante mí dificultades más graves que la de abandonar York y la de abrirme camino en la escena.

—¡No me diga! Soy todo oídos. ¡Explíquese, se lo ruego!

Magdalen meditó cuidadosamente sus palabras antes de pronunciarlas.

—Estoy interesada —dijo— en hacer ciertas averiguaciones. Si las realizo yo misma despertaría las sospechas de la persona sobre la que quiero indagar y poco o nada conseguiría saber. Si pudiera hacerlas un desconocido sin que yo apareciera en el asunto, sería para mí un servicio de una importancia mucho mayor que la que usted me ofreció anoche.

El rostro truhanesco del capitán Wragge se tornó grave y expresó la mayor atención.

—Puedo preguntarle —dijo—, ¿cuál sería la naturaleza de tales indagaciones?

Magdalen dudó. Naturalmente había tenido que mencionar el nombre de Michael Vanstone para informar al capitán sobre la pérdida de su herencia. Era inevitable volver a mencionarlo ahora si quería hacer uso de sus servicios. Sin duda lo descubriría él mismo por un sencillo proceso deductivo antes de que Magdalen dijera muchas más palabras, por mucho cuidado que pusiera al elegirlas. En aquellas circunstancias, ¿existía alguna razón inteligible para evitar la referencia directa? No y, sin embargo, prefería evitarla.

—Por ejemplo —continuó el capitán Wragge—, si se trata de indagaciones sobre un hombre o una mujer, sobre un amigo o un enemigo…

—Un enemigo —dijo ella rápidamente.

Su respuesta habría seguido manteniendo al capitán en la ignorancia, pero sus ojos le iluminaron. «Michael Vanstone —pensó el cauteloso Wragge—. Parece peligrosa; tantearé un poco más el terreno».

—Ahora, con respecto a la persona objeto de esas indagaciones —prosiguió—, ¿está usted completamente segura de lo que quiere saber?

—Absolutamente —contestó Magdalen—. Para empezar quiero saber dónde vive.

—¿Sí? ¿Y qué más?

—Quiero conocer sus costumbres, las personas con las que se relaciona, quiero saber qué hace con su dinero… —Reflexionó—. Y una cosa más —dijo—. Quiero saber si en su casa hay alguna mujer, una pariente o un ama de llaves, que tenga influencia sobre él.

—Todo bastante inofensivo por el momento —dijo el capitán—. ¿Y después qué?

—Nada. El resto es mi secreto.

Las nubes que ensombrecían la faz del capitán Wragge se disiparon una vez más. Volvió a su acostumbrada exposición de disyuntivas con su precisión habitual. «Esas indagaciones suyas —pensó—, significan una de dos cosas: ¡malas intenciones o dinero! Si son malas intenciones, me esfumaré. Si es dinero, me haré útil para ella pensando en el futuro».

Los ojos vigilantes de Magdalen observaron con recelo el curso de sus reflexiones.

—Capitán Wragge —dijo—, si necesita tiempo para pensarlo, dígamelo claramente.

—No necesito ni un segundo más —replicó el capitán—. Deje su partida de York, su carrera teatral y sus indagaciones personales en mis manos. Aquí me tiene, a su disposición sin reservas. Dígame, ¿me acepta?

El corazón de Magdalen latía deprisa; los labios se le quedaron secos, pero lo dijo.

—Sí.

Hubo una pausa. Magdalen permaneció en silencio, luchando contra un vago temor sobre el futuro que su propia respuesta había despertado. Por su parte el capitán Wragge parecía absorto en la reflexión de una nueva serie de alternativas. Se llevó las manos a los bolsillos vacíos y tanteó proféticamente su capacidad como receptáculos para el oro y la plata. El brillo de los metales preciosos se reflejaba en su cara y la suavidad se reflejaba en su voz cuando se pertrechó de una nueva batería de frases y reanudó la conversación.

—La siguiente cuestión —dijo— es el tiempo. ¿Esas investigaciones confidenciales requieren nuestra atención inmediata o pueden esperar?

—De momento pueden esperar —contestó Magdalen—. Quiero asegurarme de que estaré libre de injerencias por parte de mis allegados antes de que se realicen.

—Muy bien. El primer paso para conseguirlo es batirse en retirada, disculpe la metáfora profesional de un militar, batirse en retirada de York mañana. Hasta ahí lo tengo todo muy claro, pero no doy en el blanco, como solíamos decir en la milicia, en cuanto a sus siguientes órdenes para ponerme en marcha. La dirección que tomemos debería ser escogida pensando en lograr sus objetivos en el teatro. Me hallará presto cuando sepa cuáles son esos objetivos. ¿Cómo se le ocurrió la idea del teatro? Intuyo el fuego sagrado ardiendo en su interior; dígame, ¿quién lo encendió?

Magdalen solo podía contestarle de un modo. Solo podía recordar tiempos que no volverían jamás y relatarle la historia de sus primeros pasos sobre las tablas en Evergreen Lodge. El capitán Wragge escuchó con su cortesía habitual, pero fue evidente que no sacaba una impresión satisfactoria de lo que oía. Un público compuesto por amigos era un público en el que él personalmente no confiaba, y la opinión del regidor era la de un hombre que hablaba con unos honorarios en el bolsillo y el ojo puesto en un futuro compromiso.

—Interesante, tremendamente interesante —dijo, cuando Magdalen concluyó—. Pero no es terminante para un hombre práctico. Necesito un ejemplo de sus dotes. Yo también he hecho teatro; conozco la comedia de Los rivales de principio a fin. Una muestra es todo lo que pido, si no ha olvidado el texto; una muestra de Lucy y una muestra de Julia.

—No he olvidado el texto —dijo Magdalen con pesar—, y conservo los libritos de mis diálogos. No me he separado de ellos; me recuerdan un tiempo… —Le tembló el labio y una punzada de angustia la hizo enmudecer.

—Nerviosa —comentó el capitán con tono indulgente—. No es una mala señal. Las más grandes actrices teatrales son nerviosas. Siga su ejemplo y sobrepóngase. ¿Dónde tiene esos papeles? ¡Oh, aquí están! Muy bien escritos y extraordinariamente pulcros. Yo le daré los pies; todo habrá terminado en un momento (como dicen los dentistas). Piense que la salita de atrás es el escenario y que yo soy el público. Suena la campanilla, se alza el telón, orden en el gallinero, silencio en el patio de butacas, ¡entra Lucy!

Magdalen intentó dominarse con todas sus fuerzas; reprimió la pena —la pena inocente, humana y natural por los ausentes y los muertos— que le suplicaba mil veces las lágrimas que ella rechazaba. Con resolución, con las manos frías apretadas, intentó comenzar. Cuando pronunció las primeras palabras familiares, el recuerdo de Frank volvió desde el mar y el rostro de su difunto padre la contempló con la sonrisa de viejos tiempos felices. Las voces de su madre y de su hermana charlaron tranquilamente en la fragante quietud campestre y los paseos del jardín de Combe-Raven se abrieron una vez más a sus ojos. Se desplomó en una silla con un débil gemido, dejó caer la cabeza sobre la mesa y estalló en ardientes sollozos.

El capitán Wragge se levantó al punto. Ella se estremeció cuando notó que se le acercaba y lo alejó con un ademán vehemente.

—¡Déjeme! —exclamó—. ¡Déjeme a solas un momento! —El acomodaticio Wragge se retiró a la habitación de delante, miró por la ventana y silbó por lo bajo.

—¡El espíritu familiar de nuevo! —dijo—. Agravado por el histerismo.

Tras aguardar un par de minutos volvió para mostrar su interés.

—¿Puedo ofrecerle alguna cosa? —preguntó—. ¿Agua fría? ¿Plumas quemadas? ¿Sales aromáticas? ¿Asistencia médica? ¿Llamo a la señora Wragge? ¿Lo posponemos hasta mañana?

Magdalen se puso en pie, arrebatada y encendida, con un desesperado dominio de sí misma en la expresión y una furiosa determinación en la actitud.

—¡No! —exclamó—. ¡Debo endurecerme y lo haré! Siéntese de nuevo y véame actuar.

—¡Bravo! —exclamó el capitán—. ¡Láncese, hermosa mía, y solo será un momento!

Magdalen se lanzó con un furioso desprecio por sí misma, con voz chillona y las mejillas encendidas como por la fiebre. Todo el encanto natural y juvenil de su actuación en tiempos mejores y más felices había desaparecido. El talento dramático que poseía emergió, directo y audaz, a la superficie, despojado de todo el atractivo que antes lo suavizaba y adornaba. Hubiera entristecido y decepcionado a un hombre con una mínima delicadeza de sentimientos. Al capitán Wragge lo dejó absolutamente electrizado. El capitán olvidó su cortesía y sus palabras largas. El espíritu innato de toda una vida de truhán brotó de él de forma irresistible en su primera exclamación.

—¿Quién demonios lo hubiera pensado? ¡Resulta que sabe actuar! —En el instante mismo en que se le escapaban estas palabras, recobró su aplomo y volvió a su canales coloquiales de costumbre. Magdalen le interrumpió en medio de su primer cumplido.

—No —dijo—, por una vez le he sacado la verdad. No necesito nada más.

—Perdóneme —dijo el incorregible Wragge—. Necesita un poco de instrucción, y yo soy el hombre que puede dársela.

Tras esta réplica colocó una silla para Magdalen y procedió a explicarse.

Ella se sentó en silencio. En sus maneras apuntó una hosca indiferencia, sus mejillas volvieron a palidecer y fijó una mirada vacía y cansada en la pared que tenía delante. El capitán Wragge percibió estos síntomas de desánimo y descontento consigo misma tras el esfuerzo realizado y comprendió la importancia de animarla hablando claro y sin rodeos por una vez. Magdalen se había dado a sí misma un nuevo valor a los ojos mercenarios del capitán. Le había sugerido una especulación basada en su juventud, su belleza y su notable aptitud para la escena, que no se le había ocurrido antes de verla actuar. El viejo miliciano cambió de posición rápidamente. Él y sus planes habían dado media vuelta cuando Magdalen se sentó para oír lo que tenía que decirle.

—Comparto la opinión del señor Huxtable —empezó el capitán—. Es usted una actriz innata, pero debe ser educada antes de poder dedicarse al teatro. Estoy libre de compromiso, soy competente, he enseñado a otros, puedo enseñarle a usted. No confíe en mi palabra, confíe en el celo que pongo en mis propios intereses. Me interesa esmerarme con usted y hacerlo rápido. Podrá pagarme por mis enseñanzas de sus ganancias en el teatro. La mitad de su salario el primer año, un tercio de su salario el segundo y la mitad de la primera suma que cobre de los beneficios en un teatro londinense. ¿Qué me dice? ¿Me interesa o no me interesa ayudarla?

Según las apariencias y tal como funcionaba el teatro, era evidente que el capitán había ligado sus intereses a los de Magdalen. Esta así se lo expresó brevemente, aguardando a oír más.

—Cuatro o seis semanas de estudio —prosiguió el capitán— me darán una idea razonable de sus posibilidades reales. Todo talento se cultiva con la práctica y práctica es lo que el suyo no tiene. No podrá hallarla aquí, pues no podemos mantenerla prisionera en Rosemary Lane durante semanas. Lo que necesita es un mes al menos en un tranquilo lugar del campo, lejos de toda interferencia e interrupción. Confíe en mis conocimientos sobre Yorkshire y dé el lugar por encontrado. No veo dificultad alguna salvo la de batirnos en retirada mañana.

—Creía que había trazado sus planes anoche —dijo Magdalen.

—Muy cierto —convino el capitán—. Anoche los tracé y estos son. No podemos irnos en tren, puesto que sin duda el pasante vigila la estación de York esperando que usted aparezca. Muy bien, usemos la carretera y partamos en un carruaje. ¿Dónde demonios lo conseguimos? Nos lo proporciona el hermano de la patrona, que tiene un tílburi y un caballo para alquilar. El tílburi llegará a la boca de Rosemary Lane mañana temprano. Yo saco a pasear a mi mujer y a mi sobrina para mostrarles las hermosas vistas de los alrededores. Llevamos con nosotros una cesta de merienda para indicar nuestro propósito a la vista de todos. Usted se disfraza con un chal, un sombrero y un velo de la señora Wragge, nos despedimos de York y partimos para pasar un agradable día de excursión, usted y yo en el asiento delantero, la señora Wragge y la cesta detrás. Bien. Una vez en la carretera, ¿qué hacemos? Continuar hasta la primera estación después de York hacia el norte, el sur o el este, según se determine posteriormente. Allí no habrá ningún pasante esperándola. Usted y la señora Wragge se apean después de abrir la cesta en la primera ocasión. En lugar de contener pollos y champán, contiene una bolsa de viaje con lo que necesitan para pasar la noche. Compran los billetes para un lugar previamente decidido y yo me vuelvo a York en el tílburi. Al llegar de nuevo a esta casa, recojo el resto del equipaje y mando llamar a la patrona. «Las señoras están tan entusiasmadas con tal lugar (un lugar falso, claro está) que han decidido quedarse allí. Le ruego que acepte el alquiler de una semana como se acostumbra en lugar de un aviso con una semana de antelación. Buenos días». ¿Me espera a mí el pasante en la estación de York? Ni hablar. Compro el billete delante de sus narices, las sigo a ustedes con el equipaje, ¿y dónde queda el rastro de su partida? En ningún sitio. El hada se ha desvanecido y las autoridades se quedan con dos palmos de narices.

—¿Por qué habla de dificultades? —preguntó Magdalen—. Las dificultades parecen soslayadas.

—Todas menos una —dijo el capitán Wragge poniendo un ominoso énfasis en la última palabra—. La gran dificultad de la Humanidad desde la cuna hasta la tumba: el dinero. —Lentamente guiñó el ojo verde, suspiró con hondo sentir y enterró sus insolventes manos en sus improductivos bolsillos.

—¿Para qué quiere el dinero? —inquirió Magdalen.

—Para pagar mis facturas —respondió el capitán con sencillez conmovedora—. ¡Compréndalo, se lo ruego! Nunca he mostrado y nunca mostraré deseos de pagar ni un solo cuarto de penique a criatura humana que habite el globo. Hablo en su provecho, no en el mío.

—¿En mi provecho?

—Ciertamente. Usted no puede irse tranquilamente de York mañana sin el tílburi y yo no puedo conseguir el tílburi sin dinero. El hermano de la patrona solo me lo alquilará si ve el recibo de la factura de su hermana y si cobra el alquiler del día por adelantado. Permítame que sitúe la transacción desde un punto de vista comercial. Hemos acordado que me remunerará el curso de enseñanza dramática con sus futuras ganancias en el teatro. Muy bien. Me limito a recurrir a mis perspectivas futuras y usted, de quien dependen esas perspectivas, naturalmente es mi banquero. Supongamos que mi parte de su primer año de salario se eleva a la suma totalmente inadecuada de cien libras. Divida esa suma por la mitad; divídala por cuatro…

—¿Cuánto quiere? —preguntó Magdalen con impaciencia.

El capitán Wragge sintió la fuerte tentación de tomar la recompensa que encabezaba los carteles como base para sus cálculos, pero comprendió la gran importancia de moderarse entonces para el futuro y, necesitando en realidad unas doce o trece libras, se limitó a doblar la cantidad y dijo:

—Veinticinco.

Magdalen se sacó la bolsita de la pechera y le entregó el dinero maravillándose con desprecio por la cantidad de palabras que había malgastado el capitán para un timo a tan pequeña escala. En los viejos tiempos de Combe-Raven, veinticinco libras fluían de un golpe de pluma de su padre hacia las manos de cualquiera de la casa que las pidiera.

Los ojos del capitán Wragge se regodearon en la bolsita como los ojos de los enamorados se regocijan en sus amantes.

—¡Feliz bolsita! —musitó, cuando Magdalen la devolvió a su sitio. El capitán se levantó, se precipitó a un rincón del cuarto, sacó su pulcro maletín y lo abrió solemnemente sobre la mesa entre ambos.

—La naturaleza del hombre, mi querida niña, la naturaleza del hombre —dijo, abriendo uno de sus gruesos libritos encuadernados en piel de becerro y papel vitela—. Hemos realizado una transacción. He de consignarla por escrito. —Abrió el librito por una página en blanco y escribió en la parte superior con esmerada letra mercantil: «La menor de las señoritas Vanstone: En relación con Horatio Wragge, antiguo miembro de la Milicia Real. Debe/Haber. 24 de septiembre de 1846 Debe: Valor estimado del interés de H. Wragge en el primer año de salario de la señorita Vanstone, digamos, £200. Haber: Pagado a cuenta £25». Tras completar la entrada (y haber demostrado además al doblar su estimación primera en la columna del debe que no había pasado por alto la facilidad con que Magdalen había accedido a su petición), el capitán apretó el papel secante sobre la tinta mojada y guardó el librito con el aire de un hombre que había obrado virtuosamente y que es incapaz de alardear de ello—. Perdóneme por abandonarla tan bruscamente —dijo—. Tenemos poco tiempo; debo asegurarme los servicios del tílburi. Si entra la señora Wragge, no le diga nada, no es lo bastante sagaz para confiar en ella. Si se toma la libertad de hacer preguntas, hágala callar inmediatamente. Solo tiene que hablar muy alto. ¡Le ruego que haga suya mi autoridad y le hable tan alto como yo mismo! —Cogió su sombrero de copa, hizo una reverencia, sonrió y abandonó el cuarto.

Consciente de poco más aparte del alivio de quedarse sola, y no sintiendo impresión más clara que la vaga sensación de que se había producido un importante cambio en sí misma y en su situación, Magdalen dejó que los acontecimientos matinales vagaran como sombras por su cabeza y aguardó cansadamente lo que pudiera depararle el resto del día. Después de un rato, se abrió la puerta con suavidad. La figura gigantesca de la señora Wragge entró majestuosamente en la habitación y se detuvo frente a Magdalen con asombro solemne.

—¿Dónde están sus cosas? —preguntó la señora Wragge en un estallido de impaciencia incontrolable—. He estado arriba mirando sus cajones. ¿Dónde están los camisones y los gorros de dormir, y las enaguas y las medias, y las horquillas y la grasa de oso y todo el resto?

—Dejé mi equipaje en la estación de ferrocarril —contestó Magdalen.

El rostro lunar de la señora Wragge se iluminó levemente. El inextirpable instinto de la curiosidad femenina intentó brillar en sus desvaídos ojos azules, vaciló lastimosamente y se extinguió.

—¿Cuánto equipaje? —preguntó en tono confidencial—. El capitán se ha ido. ¡Vayamos a buscarlo!

—¡Señora Wragge! —gritó una voz terrible desde la puerta.

Por primera vez en la experiencia de Magdalen, la señora Wragge hizo oídos sordos al acostumbrado estímulo. En realidad aventuró una débil protesta en presencia de su marido.

—¡Oh, deje que se quede con sus cosas! —imploró la señora Wragge—. ¡Oh, pobrecilla, deje que se quede con sus cosas!

El índice inexorable del capitán señaló un rincón, bajó lentamente cuando su mujer se retiró siguiendo su dirección y se detuvo de repente en la región de los zapatos.

—¿Oigo un taconeo en el suelo? —exclamó el capitán Wragge con expresión de horror—. Sí, lo oigo. ¡Otra vez con los zapatos en chancletas! El zapato izquierdo esta vez. ¡Cálcelo bien, señora Wragge, cálcelo bien! El tílburi estará aquí mañana a las nueve de la mañana —continuó, dirigiéndose a Magdalen—. No podemos arriesgarnos de ninguna manera a recuperar su baúl. Aquí tiene papel. Escriba una lista de lo que necesite. Yo mismo iré a la tienda, pagaré la cuenta por usted y volveré con el paquete. Debemos sacrificar el baúl; es realmente necesario que lo sacrifiquemos.

Mientras su marido hablaba a Magdalen, la señora Wragge había vuelto a salir sigilosamente de su rincón y se había atrevido a acercarse lo suficiente al capitán para oír las palabras «tienda» y «paquete». Dio una palmada con irrefrenable excitación y perdió inmediatamente todo dominio de sí misma.

—¡Oh, si se ha de comprar, déjeme hacerlo a mí! —exclamó la señora Wragge—. ¡Va a salir a comprar sus cosas! ¡Oh, déjeme ir con ella, por favor, déjeme ir con ella!

—¡Siéntese! —gritó el capitán—. ¡Recta! Más a la derecha, más. ¡Quédese donde está!

La señora Wragge cruzó las manos impotentes sobre el regazo y se deshizo mansamente en lágrimas.

—Me gusta tanto ir de compras —se defendió la pobre criatura—, ¡y tengo tan pocas ocasiones de hacerlo ahora!

Magdalen completó su lista y el capitán Wragge salió inmediatamente con ella.

—No permita que mi mujer la moleste —dijo con tono agradable al salir—. ¡Córtela en seco, pobrecilla, córtela en seco!

—No llore —dijo Magdalen, intentando consolar a la señora Wragge con palmaditas en el hombro—. Cuando llegue el paquete lo abrirá usted.

—Gracias, querida —dijo la señora Wragge, enjugándose los ojos dócilmente—. Gracias de corazón. No se fije en mi pañuelo, por favor. ¡Es tan pequeño! En otro tiempo tenía un montón de pañuelos preciosos con ribetes de encaje. Ya no me queda ninguno. ¡No importa! Me consolará desempaquetar sus cosas. Es usted muy buena conmigo. Me gusta. Escuche, no se enfadará, ¿verdad? Démonos un beso.

Magdalen se agachó hacia ella con la gracia sincera y la bondad de días pasados y rozó su mejilla descolorida. «¡Hagamos algo inofensivo! —pensó con una punzada en el corazón—. ¡Oh, hagamos algo inocente y bueno por los viejos tiempos!».

Notó que se le humedecían los ojos y se apartó en silencio.

Esa noche no pudo descansar. Esa noche las fuerzas desatadas del Bien y del Mal libraron una terrible batalla por su alma, y la batalla quedó todavía pendiente por la mañana. Cuando el reloj de la catedral de York dio las nueve, siguió a la señora Wragge hasta el tílburi y ocupó su asiento junto al capitán. Un cuarto de hora más tarde, York se perdía en la distancia y la carretera se abría ante ellos brillante y desierta a la luz del sol.

FIN DE LA SEGUNDA ESCENA