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Todavía faltan varias horas para que amanezca cuando Saga llega a la mansión. La vieja casa duerme en el frío y la profundidad negra de la mañana. La única ventana que tiene luz es una de la planta baja.
Saga desciende del coche y cruza el patio tiritando. La nieve está intacta y la oscuridad se extiende infinita sobre los pastos.
Ni siquiera las estrellas se divisan en el cielo.
Lo único que se oye es el borboteo de un torrente de agua.
Saga se acerca a la casa y ve a un hombre sentado a la mesa de la cocina, de espaldas a la ventana. Hay un libro a su lado, encima de la mesa. El hombre bebe sin prisa de una taza blanca.
Saga continúa por el patio, sube la escalinata hasta la gran puerta y llama al timbre. Al cabo de un ratito, la puerta se abre y ve al hombre que estaba en la cocina.
Es Reidar Frost.
Lleva pijama de rayas y una camiseta. Luce una barba blanca de pocos días y tiene la cara desvelada y cansada.
—Hola, me llamo Saga Bauer y trabajo en la policía secreta.
—Pase —dice él con una voz que no suena del todo sólida.
Saga da un par de pasos en el oscuro recibidor, donde nace la escalera que sube al piso de arriba. Reidar se aparta. Su barbilla ha empezado temblar y se lleva una mano a la boca.
—No, Felicia no, ella no…
—La hemos encontrado —se apresura a decir Saga—. Está viva, va a ponerse bien…
—Tengo que…, tengo…
—Está muy enferma —le explica Saga—. Su hija sufre un estado de legionelosis muy avanzado, pero se salvará.
—Se pondrá bien —susurra Reidar—. Tengo que irme, tengo que ir a verla.
—A las siete la trasladan de cuidados intensivos a la sección de infecciosos.
Reidar la mira con lágrimas en las mejillas.
—Entonces me da tiempo de vestirme y despertar a Mikael y…
Saga lo sigue por los salones hasta la cocina que hace un momento estaba viendo por la ventana. La luz del techo desprende una luminosidad agradable sobre la mesa con la taza de café.
Una música lenta de piano suena en una pequeña radio.
—Hemos intentado llamarlo —dice ella—, pero su teléfono…
—Es culpa mía —la interrumpe Reidar, y se seca las mejillas—. He tenido que apagar el móvil por las noches. Es que me llaman tantos lunáticos para darme pistas, gente que…
—Lo entiendo.
—Felicia está viva —dice Reidar dudando.
—Sí —responde Saga.
Él esboza una amplia y descontrolada sonrisa y la mira con los ojos enrojecidos. Es como si quisiera preguntarle algo otra vez, pero niega con la cabeza. Coge una gran jarra de cobre de los fogones y le sirve un café a Saga.
—¿Leche caliente?
—No, gracias —dice ella y toma la taza.
—Sólo voy a despertar a Mikael…
Empieza a caminar hacia el recibidor, pero se detiene y se vuelve otra vez hacia Saga.
—Necesito saber si han cogido… ¿Han atrapado al hombre de arena? —pregunta—. Al que Mikael llama…
—Tanto él como Jurek están muertos —responde Saga—. Eran gemelos.
—¿Gemelos?
—Sí, colaboraban a la hora de…
De pronto se apaga la luz de la cocina y la música de la radio desaparece. Todo queda a oscuras y en completo silencio.
—Corte eléctrico —murmura Reidar y prueba el interruptor un par de veces—. Creo que tengo velas en el armario.
—Felicia estaba encerrada en un antiguo refugio —le explica Saga.
Al cabo de un momento el reflejo de la nieve penetra en la cocina y Saga puede ver a Reidar acercarse a tientas a un gran armario.
—¿Dónde estaba el refugio? —pregunta él.
Reidar hurga en un cajón y Saga oye un ruido como de palos de madera.
—En la vieja cantera de grava de Rotebro —responde.
Saga ve cómo Reidar da un respingo, echa un paso atrás y se vuelve.
—Yo soy de allí —dice con calma—. Y recuerdo a los gemelos. No lo entiendo, pero tienen que haber sido Jurek Walter y su hermano… Estuve jugando con ellos unas semanas cuando era pequeño… pero ¿por qué…?, ¿por qué han…?
Se queda callado y deja la mirada suspendida en la oscuridad.
—No sé si hay respuestas —dice ella.
Reidar encuentra unas cerillas y enciende una vela.
—Yo vivía bastante cerca de la cantera cuando era niño —le cuenta él—. Los gemelos debían de tener un año más que yo. Un día estaba pescando gobios… en el río que desemboca en el lago Edssjön… y ellos estaban sentados detrás de mí en la hierba.
Reidar encuentra una botella de vino vacía debajo del fregadero, introduce una vela encendida y deja la botella en la mesa.
—Eran un poco raros…, pero empezamos a jugar y yo los acompañé a su piso, recuerdo que era primavera, me dieron una manzana…
La luz de la botella se esparce por la cocina y vuelve las ventanas negras y opacas.
—Me llevaron a la cantera —continúa Reidar a medida que va recordando—. No podíamos estar allí, estaba prohibido, pero habían encontrado un agujero en la malla metálica y empezamos a ir allí cada tarde a jugar. Era emocionante, nos subíamos a los montículos y bajábamos rodando por la arena…
Reidar se queda callado.
—¿Qué iba a decir?
—Nunca he pensado en eso, pero una tarde oí que cuchicheaban algo de prisa y luego se esfumaron… Yo bajé rodando y empecé a caminar cuando, de pronto, apareció el capataz. Me agarró del brazo y gritó…, ya sabe, que iba a hablar con mis padres y todo eso… Yo me cagué de miedo y le dije que no sabía que estaba prohibido andar por allí, que los chicos me habían dicho que podíamos jugar en esa zona… Él me preguntó por ellos y yo señalé la casa…
Reidar enciende otra vela con la llama de la primera. El resplandor va de las paredes al techo. El aroma a cera inunda la cocina.
—No volví a ver a los gemelos después de aquello —dice Reidar, y sale de la cocina para ir a despertar a Mikael.