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Saga Bauer se despierta por la mañana porque la luz del techo está encendida. Tiene la cabeza muy espesa y le cuesta mucho enfocar la vista. Se queda tumbada debajo de la manta y comprueba con la punta de los dedos entumecidos que el micrófono sigue escondido en la cinturilla del pantalón.
La mujer de los piercings en las mejillas está detrás de la puerta gritando que es la hora del desayuno.
Saga se incorpora, toma la estrecha bandeja por la trampilla y se sienta en la cama. Poco a poco se obliga a comerse los sándwiches mientras piensa que la situación está a punto de volverse insostenible.
No podrá aguantarla mucho más tiempo.
Con cuidado, tantea el micrófono y piensa en que podría pedir que abortaran la misión.
Después de comer, se acerca con paso aletargado al lavamanos, se cepilla los dientes y se enjuaga la cara con agua helada.
«No puedo abandonar a Felicia», piensa.
Saga se sienta de nuevo en la cama y mira la puerta de la salita de recreo hasta que oye la cerradura que separa su celda de la sala contigua. Luego suena un chasquido y el pasaje queda abierto. Saga cuenta hasta cinco, se levanta, bebe agua del grifo para no parecer impaciente. Con un gesto cansado, se seca los labios con el reverso de la mano y luego va directa a la salita de recreo.
Es la primera en entrar, pero la tele ya está encendida detrás del cristal blindado, como si nunca la hubieran llegado a apagar. Unos gritos rabiosos salen de la celda de Bernie Larsson. Parece que esté intentando romper la mesa. La bandeja de comida se estrella contra el suelo. El tipo grita y destroza la silla de plástico contra la pared.
Saga se sube a la cinta para correr, la pone en marcha, da unos pasos, la detiene, se sienta en el borde de la máquina, bien cerca de la palmera, se quita una zapatilla y hace ver que tiene algo debajo de la suela. Tiene los dedos fríos y todavía un poco entumecidos. Sabe que debe darse prisa, pero al mismo tiempo no puede hacer movimientos demasiado rápidos. Tapa la cámara con el cuerpo y con una mano temblorosa saca el micrófono de la cinturilla.
—¡Malditas putas! —grita Bernie.
Saga quita la tira protectora del micrófono diminuto. El pequeño objeto se le escurre entre los dedos adormecidos. Lo caza contra el muslo y lo gira hasta ponerlo en la posición correcta sobre la mano. Bernie está a punto de salir. Los pasos retumban en el suelo. Saga se inclina hacia adelante y pega el micrófono en la cara inferior de una hoja. Lo aguanta un momento, espera unos segundos y luego lo suelta.
Bernie abre la puerta de un bandazo y entra en la salita de recreo. La hoja de la palmera todavía se mece tras el contacto de Saga, pero el micrófono por fin está en su sitio.
—Obrahiim —susurra Bernie, y para en seco cuando ve a Saga.
Saga se queda donde está, estira el calcetín, alisa las arrugas y se pone la zapatilla otra vez. Se levanta, pone en marcha la cinta y comienza a caminar.
—Joder —dice él, y tose.
Saga no mira la palmera bajo ningún concepto. Le tiemblan las piernas y los latidos de su corazón son más intensos de lo habitual.
—Me han quitado las fotos —sigue Bernie y se sienta jadeando en el sofá—. Odio a esas putas…
Saga siente el cuerpo muy cansado, el sudor le corre por la espalda y el pulso le bombea en las sienes. Debe de ser por la medicina. Reduce la velocidad de la cinta, pero aun así le cuesta mantener el ritmo.
Bernie está en el sofá con los ojos cerrados y haciendo botar la pierna.
—¡Maldición! —grita de repente.
Se levanta, se tambalea, se acerca a la cinta y se pone delante de Saga, muy cerca.
—Era el mejor de la clase —dice y salpica a Saga con saliva—. Mi profesora me daba pasas a la hora del recreo.
—Bernie Larsson mantiene la distancia —pronuncia una voz por los altavoces.
Bernie se hace a un lado y se apoya en la pared, tose, da un paso atrás y se mete de lleno en la palmera que tiene el micrófono pegado en una de las hojas inferiores.