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Reidar se sienta en el suelo con la espalda pegada a la pared, se pasa una mano trémula por la boca y se obliga a recuperar el recuerdo de su memoria. Eran las ocho cuando entró en la habitación de Felicia. La niña estaba leyendo en el suelo. Tenía el pelo revuelto y manchas de chocolate alrededor de la boca y en una mejilla. Para estar más cómoda, había enrollado la blusa y la falda recién planchadas y las estaba usando de cojín. Tenía una pierna metida en las medias de punto y seguía chupándose los dedos pringosos.
—Dentro de nueve minutos tenéis que estar en la bici —dijo él con seriedad—. Tu profesor ha dicho que este trimestre ya no puedes llegar tarde más veces.
—Ya lo sé —respondió ella en tono ausente sin apartar la vista del libro.
—Lávate la cara, la tienes toda sucia.
—Qué pesado —murmuró ella.
—No soy pesado —intentó decir—. No quiero que llegues tarde. ¿Lo entiendes?
—Eres tan pesado que casi tengo ganas de vomitar —replicó Felicia mirando el libro.
Reidar debía de estar sometido a la presión de la escritura y de los periodistas, que no lo dejaban en paz, porque de repente explotó. Se le acabó la paciencia. La agarró con fuerza del brazo y la llevó prácticamente en volandas al cuarto de baño, abrió el grifo y le frotó la cara sin ningún cuidado.
—¿Qué pasa contigo, Felicia? ¿Por qué tienes que hacerlo todo mal? —la abroncó—. Tu hermano está listo, te está esperando, llegará tarde por tu culpa. Pero tú no te enteras, eres como una mona sucia, no se te puede tener dentro de una casa limpia…
Felicia se puso a llorar, cosa que a él lo enfadó todavía más.
—¿Qué es lo que no entiendes? —continuó él, y sacó un cepillo—. Eres una inútil.
—Para —sollozó la niña—. ¡Eres malo, papá!
—¿Que yo soy malo? ¡Tú te comportas como una idiota! ¿Eres una idiota?
Reidar comenzó a desenredarle el pelo con brusquedad, empujado por la rabia. Ella gritaba y soltó una palabrota. Él se detuvo.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
—Nada —murmuró ella.
—Me ha parecido que has dicho algo.
—A lo mejor estás sordo —susurró ella.
Reidar la sacó a rastras del cuarto de baño, abrió la puerta de la calle y la echó afuera con tanta fuerza que la niña cayó de bruces sobre las baldosas de piedra.
Mikael estaba esperando en la rampa del garaje con las dos bicicletas. Reidar entendía que no quisiera irse sin su hermana.
Está sentado en el suelo del recibidor de la mansión y se tapa la cara con las dos manos. Felicia no era más que una niña y se comportaba como tal. Para ella el concepto del tiempo y el pelo enredado no significaban nada.
Recuerda la imagen de Felicia en bragas en la rampa. Le sangraba un poco la rodilla derecha, sus ojos estaban rojos e inundados de lágrimas y todavía tenía algo de cacao en polvo en el cuello. Reidar temblaba de rabia. Entró en casa, fue a buscar la blusa, la falda y la chaqueta y tiró las prendas al suelo delante de Felicia.
—¿Qué he hecho? —lloraba ella.
—Lo estropeas todo en esta familia —dijo él.
—Pero yo…
—Pide perdón, pide perdón ahora.
—Perdón —sollozó la niña—. Perdóname.
Reidar la miró mientras las lágrimas corrían por las mejillas de Felicia y se precipitaban desde su barbilla.
—Sólo si empiezas a cambiar —respondió él.
Miró cómo se vestía mientras tenía espasmos en los hombros debido al llanto, la vio secarse las lágrimas de las mejillas y subirse a la bici con la blusa medio metida por dentro de la falda y el abrigo abierto. Reidar se quedó allí mientras su rabia se enfriaba, escuchando los sollozos de su hija a medida que se alejaba pedaleando.
Escribió durante todo el día y quedó muy satisfecho. No se vistió, sino que estuvo todo el tiempo en bata delante del ordenador. No se cepilló los dientes, ni se afeitó, no hizo la cama ni recogió la mesa después del desayuno. Pensó que se lo contaría a Felicia, le reconocería que él era igual que ella, pero nunca tuvo la oportunidad de hacerlo.
Por la noche asistió a una cena con su editorial alemana y cuando llegó a casa, los niños ya se habían ido a dormir. Hasta la mañana siguiente no descubrieron que las camas estaban vacías. No hay nada en toda su vida de lo que se arrepienta tanto como de la forma injusta en que trató a Felicia.
Le resulta insoportable imaginársela sentada en aquel horrible habitáculo creyendo que a él no le importaba nada, que sólo se molestaría en buscar a Mikael.