96

Reidar se sienta en el suelo con la espalda pegada a la pared, se pasa una mano trémula por la boca y se obliga a recuperar el recuerdo de su memoria. Eran las ocho cuando entró en la habitación de Felicia. La niña estaba leyendo en el suelo. Tenía el pelo revuelto y manchas de chocolate alrededor de la boca y en una mejilla. Para estar más cómoda, había enrollado la blusa y la falda recién planchadas y las estaba usando de cojín. Tenía una pierna metida en las medias de punto y seguía chupándose los dedos pringosos.

—Dentro de nueve minutos tenéis que estar en la bici —dijo él con seriedad—. Tu profesor ha dicho que este trimestre ya no puedes llegar tarde más veces.

—Ya lo sé —respondió ella en tono ausente sin apartar la vista del libro.

—Lávate la cara, la tienes toda sucia.

—Qué pesado —murmuró ella.

—No soy pesado —intentó decir—. No quiero que llegues tarde. ¿Lo entiendes?

—Eres tan pesado que casi tengo ganas de vomitar —replicó Felicia mirando el libro.

Reidar debía de estar sometido a la presión de la escritura y de los periodistas, que no lo dejaban en paz, porque de repente explotó. Se le acabó la paciencia. La agarró con fuerza del brazo y la llevó prácticamente en volandas al cuarto de baño, abrió el grifo y le frotó la cara sin ningún cuidado.

—¿Qué pasa contigo, Felicia? ¿Por qué tienes que hacerlo todo mal? —la abroncó—. Tu hermano está listo, te está esperando, llegará tarde por tu culpa. Pero tú no te enteras, eres como una mona sucia, no se te puede tener dentro de una casa limpia…

Felicia se puso a llorar, cosa que a él lo enfadó todavía más.

—¿Qué es lo que no entiendes? —continuó él, y sacó un cepillo—. Eres una inútil.

—Para —sollozó la niña—. ¡Eres malo, papá!

—¿Que yo soy malo? ¡Tú te comportas como una idiota! ¿Eres una idiota?

Reidar comenzó a desenredarle el pelo con brusquedad, empujado por la rabia. Ella gritaba y soltó una palabrota. Él se detuvo.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Nada —murmuró ella.

—Me ha parecido que has dicho algo.

—A lo mejor estás sordo —susurró ella.

Reidar la sacó a rastras del cuarto de baño, abrió la puerta de la calle y la echó afuera con tanta fuerza que la niña cayó de bruces sobre las baldosas de piedra.

Mikael estaba esperando en la rampa del garaje con las dos bicicletas. Reidar entendía que no quisiera irse sin su hermana.

Está sentado en el suelo del recibidor de la mansión y se tapa la cara con las dos manos. Felicia no era más que una niña y se comportaba como tal. Para ella el concepto del tiempo y el pelo enredado no significaban nada.

Recuerda la imagen de Felicia en bragas en la rampa. Le sangraba un poco la rodilla derecha, sus ojos estaban rojos e inundados de lágrimas y todavía tenía algo de cacao en polvo en el cuello. Reidar temblaba de rabia. Entró en casa, fue a buscar la blusa, la falda y la chaqueta y tiró las prendas al suelo delante de Felicia.

—¿Qué he hecho? —lloraba ella.

—Lo estropeas todo en esta familia —dijo él.

—Pero yo…

—Pide perdón, pide perdón ahora.

—Perdón —sollozó la niña—. Perdóname.

Reidar la miró mientras las lágrimas corrían por las mejillas de Felicia y se precipitaban desde su barbilla.

—Sólo si empiezas a cambiar —respondió él.

Miró cómo se vestía mientras tenía espasmos en los hombros debido al llanto, la vio secarse las lágrimas de las mejillas y subirse a la bici con la blusa medio metida por dentro de la falda y el abrigo abierto. Reidar se quedó allí mientras su rabia se enfriaba, escuchando los sollozos de su hija a medida que se alejaba pedaleando.

Escribió durante todo el día y quedó muy satisfecho. No se vistió, sino que estuvo todo el tiempo en bata delante del ordenador. No se cepilló los dientes, ni se afeitó, no hizo la cama ni recogió la mesa después del desayuno. Pensó que se lo contaría a Felicia, le reconocería que él era igual que ella, pero nunca tuvo la oportunidad de hacerlo.

Por la noche asistió a una cena con su editorial alemana y cuando llegó a casa, los niños ya se habían ido a dormir. Hasta la mañana siguiente no descubrieron que las camas estaban vacías. No hay nada en toda su vida de lo que se arrepienta tanto como de la forma injusta en que trató a Felicia.

Le resulta insoportable imaginársela sentada en aquel horrible habitáculo creyendo que a él no le importaba nada, que sólo se molestaría en buscar a Mikael.

El hombre de arena
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Prologo.html
Cap_001.html
Cap_002.html
Cap_003.html
Cap_004.html
Cap_005.html
Cap_006.html
Cap_007.html
Cap_008.html
Cap_009.html
Cap_010.html
Cap_011.html
Cap_012.html
Cap_013.html
Cap_014.html
Cap_015.html
Cap_016.html
Cap_017.html
Cap_018.html
Cap_019.html
Cap_020.html
Cap_021.html
Cap_022.html
Cap_023.html
Cap_024.html
Cap_025.html
Cap_026.html
Cap_027.html
Cap_028.html
Cap_029.html
Cap_030.html
Cap_031.html
Cap_032.html
Cap_033.html
Cap_034.html
Cap_035.html
Cap_036.html
Cap_037.html
Cap_038.html
Cap_039.html
Cap_040.html
Cap_041.html
Cap_042.html
Cap_043.html
Cap_044.html
Cap_045.html
Cap_046.html
Cap_047.html
Cap_048.html
Cap_049.html
Cap_050.html
Cap_051.html
Cap_052.html
Cap_053.html
Cap_054.html
Cap_055.html
Cap_056.html
Cap_057.html
Cap_058.html
Cap_059.html
Cap_060.html
Cap_061.html
Cap_062.html
Cap_063.html
Cap_064.html
Cap_065.html
Cap_066.html
Cap_067.html
Cap_068.html
Cap_069.html
Cap_070.html
Cap_071.html
Cap_072.html
Cap_073.html
Cap_074.html
Cap_075.html
Cap_076.html
Cap_077.html
Cap_078.html
Cap_079.html
Cap_080.html
Cap_081.html
Cap_082.html
Cap_083.html
Cap_084.html
Cap_085.html
Cap_086.html
Cap_087.html
Cap_088.html
Cap_089.html
Cap_090.html
Cap_091.html
Cap_092.html
Cap_093.html
Cap_094.html
Cap_095.html
Cap_096.html
Cap_097.html
Cap_098.html
Cap_099.html
Cap_100.html
Cap_101.html
Cap_102.html
Cap_103.html
Cap_104.html
Cap_105.html
Cap_106.html
Cap_107.html
Cap_108.html
Cap_109.html
Cap_110.html
Cap_111.html
Cap_112.html
Cap_113.html
Cap_114.html
Cap_115.html
Cap_116.html
Cap_117.html
Cap_118.html
Cap_119.html
Cap_120.html
Cap_121.html
Cap_122.html
Cap_123.html
Cap_124.html
Cap_125.html
Cap_126.html
Cap_127.html
Cap_128.html
Cap_129.html
Cap_130.html
Cap_131.html
Cap_132.html
Cap_133.html
Cap_134.html
Cap_135.html
Cap_136.html
Cap_137.html
Cap_138.html
Cap_139.html
Cap_140.html
Cap_141.html
Cap_142.html
Cap_143.html
Cap_144.html
Cap_145.html
Cap_146.html
Cap_147.html
Cap_148.html
Cap_149.html
Cap_150.html
Cap_151.html
Cap_152.html
Cap_153.html
Cap_154.html
Cap_155.html
Cap_156.html
Cap_157.html
Cap_158.html
Cap_159.html
Cap_160.html
Cap_161.html
Cap_162.html
Cap_163.html
Cap_164.html
Cap_165.html
Cap_166.html
Cap_167.html
Cap_168.html
Cap_169.html
Cap_170.html
Cap_171.html
Cap_172.html
Cap_173.html
Cap_174.html
Cap_175.html
Cap_176.html
Cap_177.html
Cap_178.html
Cap_179.html
Cap_180.html
Cap_181.html
Cap_182.html
Cap_183.html
Epilogo.html
autor.xhtml