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La arena de los peldaños crepita bajo los zapatos de Joona cuando penetra en la oscuridad. Después de diecinueve escalones, llega a una habitación bastante espaciosa hecha de hormigón. La luz de la linterna ondea sobre paredes y techo. Hay un taburete casi en el centro del habitáculo y en una de las paredes hay una plancha de masonita con algunas grapas y una funda de plástico vacía.
Joona entiende que se encuentra en uno de los tantísimos refugios que se construyeron en Suecia durante la guerra fría.
Ahí abajo reina un silencio extraño.
La salita hace un ligero giro y al fondo del hueco de la escalera se ve una puerta robusta.
Ése debe de ser el lugar.
Joona asegura y enfunda la pistola para tener libres las dos manos. La puerta de acero está atravesada por unas barras que se bloquean de forma automática al hacer girar una rueda que hay en el centro.
Joona la empieza a girar en dirección contraria a las manecillas del reloj y el metal retumba cuando las barras de hierro salen de los cilindros.
La puerta es pesada de abrir, tiene una hoja de quince centímetros de grosor.
Ilumina el refugio y ve un colchón sucio en el suelo, un sofá y un grifo en la pared.
No hay nadie.
Huele a orín viejo.
Enfoca hacia el sofá otra vez y se acerca con cuidado. Escucha y sigue avanzando.
A lo mejor se está escondiendo.
De pronto, tiene la sensación de que alguien lo sigue. Podría quedarse encerrado en el mismo cuartito que ella. Se da la vuelta y ve que la gran puerta se está cerrando. Las bisagras suenan. Joona reacciona al instante, se abalanza sobre la puerta y logra meter la linterna en la ranura, detiene por un momento la gruesa hoja de hierro, se oye un crujido y el cristal se parte.
Joona empuja la puerta con el hombro, desenfunda el arma otra vez y sale a la oscura antesala.
Allí no hay nadie.
El hombre de arena se ha movido en asombroso silencio.
Unas extrañas formaciones de luz parpadean ante sus ojos cuando intenta acostumbrarse a la oscuridad.
La linterna apenas da un puntito incandescente de luz. El resplandor que emite es prácticamente nulo.
Lo único que oye son sus pasos y su respiración.
Se vuelve para mirar el final de la escalera. La trampilla sigue abierta.
Zarandea la linterna, pero la luz se hace cada vez más débil.
De pronto, Joona oye un suave tintineo, piensa en las puntas de los dedos de porcelana y contiene la respiración en un acto reflejo. Al instante siguiente, nota un paño húmedo que le tapa la boca y la nariz.
Joona gira sobre sí mismo y golpea fuerte, pero no alcanza a nadie y se tambalea.
Hace un barrido en el aire con la pistola, la boca del cañón sólo rasca la pared de hormigón.
Apoya la espalda en la pared y apunta a la oscuridad con la linterna.
El tintineo ha debido de ser el ruido que han hecho las botellitas de narcótico cuando el hombre de arena ha empapado el paño con el líquido.
Joona se siente mareado, traga fuerte y reprime el impulso de vaciar el cargador en la oscuridad.
Tiene que salir al exterior, pero se obliga a quedarse donde está.
Todo sigue en silencio, allí no hay nadie.
Joona espera unos segundos y regresa a la cápsula. Le da la impresión de que sus movimientos están ralentizados y que sus ojos se deslizan de forma involuntaria hacia un lado. Antes de entrar, gira la rueda en sentido contrario para que las barras se extiendan y la puerta no pueda cerrarse.
Al tenue resplandor de la linterna se mete de nuevo. La luz se mueve por las paredes grises. Joona topa con el sofá, lo aparta con cuidado de la pared y ve a una mujer delgada que yace en el suelo.
—¿Felicia? Soy policía —susurra—. Te voy a ayudar a salir de aquí.
Cuando la toca se da cuenta de que está hirviendo. Tiene mucha fiebre y está inconsciente. En el mismo momento en que Joona empieza a levantarla del suelo, la chica empieza a tener convulsiones febriles.
Joona sube corriendo la escalera con la chica en brazos. Se le escapa la linterna y oye cómo cae escalera abajo. Sabe que Felicia morirá pronto si no consigue bajarle la fiebre. Vuelve a tener el cuerpo flácido. Cuando pasa por la trampilla no sabe si todavía respira.
Joona sale corriendo del agujero, abre la puerta de una patada, la suelta directamente en la nieve y ve que respira.
—Felicia, tienes mucha fiebre…, pequeña…
Le echa nieve encima, la consuela y la tranquiliza, pero en ningún momento deja de apuntar a la puerta de la casa con la pistola.
—La ambulancia llegará en cualquier momento —dice—. Todo saldrá bien, te lo prometo, Felicia. Tu hermano y tu padre se pondrán muy contentos, te han echado tanto de menos…, ¿me oyes?