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Joona cerró la puerta a conciencia cuando llegó a casa, a las cuatro y media de la madrugada. Con el corazón desbocado por la ansiedad, apartó el cuerpo caliente y húmedo de Lumi hacia el centro de la cama antes de tumbarse y rodearla con el brazo, tanto a ella como a Summa. Sabía que no podría dormir, pero necesitaba estar tumbado junto a su familia.
A las siete en punto ya estaba de vuelta en el bosque de Lill-Jansskogen. La zona permanecía acordonada y vigilada, pero la nieve alrededor de la tumba estaba tan pisoteada por policías, perros y personal médico que el rastreo de huellas de un posible cómplice era inútil.
A las diez, un perro policía ya había marcado un sitio cerca de la cisterna de Ugglevik, a tan sólo doscientos metros del lugar en el que había estado enterrada la mujer. Los técnicos de la científica y demás agentes que estaban analizando la escena del crimen fueron convocados y dos horas más tarde desenterraron los restos de un hombre de mediana edad y un chico de quince años. Ambos estaban metidos a presión en un tonel de plástico azul. El análisis forense indicó que habían sido enterrados hacía casi cuatro años. No sobrevivieron demasiadas horas en el tonel a pesar de que éste contaba con un conducto de ventilación.
Jurek Walter estaba empadronado en la calle Björnövägen, del barrio de Hovsjö, en Södertälje. Era su única dirección. Según el registro civil, no había vivido en ningún otro sitio desde que llegó a Suecia en 1994, procedente de Polonia, y solicitó el permiso de trabajo.
Jurek Walter trabajaba como mecánico en el taller de la pequeña empresa Menges, donde reparaba cajas de cambios de trenes y renovaba motores diesel.
Todo apuntaba a que había llevado una vida tranquila y completamente solitaria.
La calle Björnövägen formaba parte del homogéneo complejo residencial que se había construido a principios de los años setenta en el paraje natural de Hovsjö, en Södertälje.
Joona y Samuel y los dos técnicos no sabían qué iban a encontrar en el piso de Jurek Walter. ¿Una sala de torturas o una colección de trofeos, tarros con formalina, arcones congelador con restos humanos, estanterías con material fotográfico?
La policía había acotado el perímetro del bloque de pisos y toda la planta baja.
Se pusieron ropa protectora, abrieron la puerta y comenzaron a colocar láminas adhesivas para poder pisar sin dejar huellas.
Jurek Walter vivía en un piso de treinta y tres metros cuadrados de un solo ambiente.
En el suelo, bajo la boca del buzón de la puerta, había propaganda. El recibidor estaba vacío. No había ni zapatos ni ropa en el armario junto a la puerta.
Entraron sin prisa.
Joona se había concienciado de que podía haber alguien esperándolos dentro del apartamento, pero todo parecía estar suspendido, como si el tiempo le hubiera dado la espalda a aquel lugar.
Las persianas estaban bajadas. El piso olía a hollín y polvo.
No había muebles en la cocina. La nevera estaba abierta y desenchufada. No había indicios de que se hubiera usado nunca. Las planchas de la cocina eléctrica se habían oxidado un poco. En el horno, sobre la bandeja sin estrenar, había un manual de instrucciones Electrolux. La única comida que encontraron en los armaritos fueron dos latas de piña en almíbar.
En el dormitorio había una cama estrecha sin sábanas y en el armario, una camisa limpia colgada de una percha.
Eso era todo.
Joona intentó comprender qué significaba el piso vacío. Era obvio que Jurek no había vivido allí.
A lo mejor sólo lo usaba para tener una dirección postal.
No había nada allí dentro que les permitiera avanzar en el caso. Las únicas huellas que encontraron fueron las de Jurek.
No había ni una sola línea sobre él en el registro de antecedentes penales, ni en el de sospechosos ni en el de los servicios sociales. Jurek Walter no estaba asegurado, nunca había pedido un crédito, los impuestos se le habían descontado del sueldo antes de cobrarlo y jamás había solicitado una deducción.
Hay innumerables clases de registros. Sólo las leyes sobre privacidad comprenden más de trescientos. Jurek Walter sólo aparecía en aquéllos que ningún ciudadano puede esquivar.
Por lo demás, era invisible.
Nunca había estado de baja por enfermedad, jamás había ido al médico ni al dentista.
No salía en los registros de armas, vehículos o escolarización, en los políticos ni en el de ninguna comunidad religiosa.
Era como si hubiese vivido con el objetivo de ser lo más invisible posible.
No encontraron ningún dato que los llevara a otro.
Las pocas personas con las que se había relacionado en su puesto de trabajo no sabían nada de él. Les contaron que no hablaba demasiado, pero que era un mecánico excelente.
Cuando la policía judicial obtuvo una respuesta de la Policja, su homónima polaca, resultó que un varón de nombre Jurek Walter llevaba muchos años muerto. Como a ese Jurek Walter lo habían encontrado asesinado en un lavabo público de la estación central de Kraków Główny, pudieron enviarles fotografías y huellas dactilares.
Ni las unas ni las otras coincidían con el asesino en serie sueco.
Éste, probablemente, le había usurpado la identidad al auténtico Jurek Walter.
El hombre al que habían capturado en Lill-Jansskogen se iba convirtiendo cada vez más en un aterrador enigma.
Continuaron peinando el bosque durante tres meses, pero desde que desenterraron al hombre y al chico del tonel, no volvieron a encontrar más víctimas.
Hasta el día que Mikael Kohler-Frost apareció caminando por un puente en dirección a Estocolmo.