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Son las siete menos diez de la tarde y Joona Linna va a bordo del último vuelo a Moscú. Cuando el avión aterriza, en Rusia ya es medianoche. Un frío helado se extiende desde el mar y las bajas temperaturas secan la nieve por completo.
Joona va en taxi por los enormes y monótonos suburbios. Tiene la sensación de haber quedado atrapado en un bucle de funestos planes de fomento de la vivienda pública, pero al final la ciudad se transforma. Le da tiempo de vislumbrar un instante las siete hermanas de Stalin —los hermosos rascacielos— antes de que el taxi se meta por un callejón y se detenga delante del hotel.
La habitación de Joona es muy austera y oscura. Tiene el techo alto y las paredes han amarilleado por el humo del tabaco. En el escritorio hay un samovar eléctrico de plástico marrón. El plan de evacuación que hay en la puerta tiene una marca marrón encima de la salida de emergencia.
Cuando Joona observa el callejón por la única ventana que hay en la estancia, nota el frío que atraviesa el cristal. Se tumba sobre la colcha áspera y marrón, mira al techo y oye unas voces mitigadas que hablan y ríen en la habitación de al lado. Piensa que es demasiado tarde para llamar a Disa y desearle buenas noches.
Las ideas se precipitan en su cabeza, las imágenes lo arrastran adentro del sueño. Una niña está esperando a que su madre le haga una trenza, Saga Bauer mira a Joona con la cabeza llena de cortes y Disa está en la bañera tarareando una canción con los párpados relajados.
A las cinco y media de la mañana el despertador del móvil empieza a vibrar en la mesita de Joona. Ha dormido vestido, con todas las mantas encima. Tiene la punta de la nariz helada y se sopla los dedos antes de poder apagarlo.
El cielo sigue estando negro detrás de la ventana.
Joona baja al vestíbulo y le pide a la joven recepcionista que le alquile un coche. Se sienta a una de las mesas que ya están puestas, toma un té y come panecillos calientes con mantequilla y gruesas lonchas de queso.
Una hora más tarde está saliendo por la M-2 de Moscú al volante de un BMW X3 recién salido de fábrica. El asfalto negro y brillante se desliza a toda velocidad debajo del coche, el tráfico es denso al cruzar Vidnoye y ya son las ocho cuando abandona la autovía y se mete por los caminos blancos y serpenteantes.
Los troncos de los abedules se yerguen como ángeles delgados y jóvenes en el paisaje nevado. La belleza de Rusia es casi abrumadora.
Hace frío, el día está despejado y el sol baña Ljubimova cuando Joona entra y detiene el coche en un patio rastrillado delante de la finca. Tiene entendido que, en su día, aquel lugar fue la residencia de verano de Stanislavski, leyenda del teatro.
Nikita Karpin sale al porche.
—Te acordabas de mi chucho. —Sonríe y le estrecha la mano a Joona.
Nikita Karpin es un hombre bajito y ancho con una cara bellamente envejecida, mirada de acero y corte de pelo militar. En sus tiempos de agente era un hombre que infundía miedo.
Oficialmente, Nikita Karpin ya no es parte del servicio de inteligencia, pero todavía está sometido al Ministerio de Justicia. Joona sabe que si hay alguien que puede enterarse de si Jurek Walter guarda algún vínculo con Rusia, ése es Karpin.
—Compartimos el interés por los asesinos en serie —dice Nikita, y le muestra el camino a Joona—. Desde mi punto de vista, se los puede ver como pozos que se pueden ir llenando de casos no resueltos…, lo cual es muy práctico. Pero, por otro lado, tenemos que detenerlos para no parecer unos incompetentes, lo cual lo complica todo…
Joona sigue a Karpin hasta una sala grande y bonita cuyo interior parece llevar intacto desde el penúltimo cambio de siglo.
El viejo empapelado brilla como el sol. Sobre un piano de cola, cuelga un retrato enmarcado de Stanislavski.
El agente llena unas copas con el contenido de un jarro de cristal. Sobre la mesa hay una caja gris de cartón.
—Zumo de lilas —dice, y se acaricia el hígado.
En el mismo momento en que Joona se sienta delante de Nikita con el vaso de zumo en la mano, la cara del ruso se transforma por completo. La agradable sonrisa se borra como si nunca hubiera existido.
—La última vez que nos vimos… la mayor parte seguía siendo un secreto, pero en aquella época yo todavía estaba al mando de un grupo especializado que recibía el nombre de Última Ronda —dice Nikita en voz baja—. Éramos bastante ligeros de puño… mis hombres y yo…
Se reclina en la silla y el respaldo cruje.
—Puede que arda en el infierno por ello —dice muy serio—. O puede que haya un ángel que proteja a todo aquel que defiende a la madre patria.
Las manos venosas de Nikita descansan sobre la mesa entre la caja gris y la jarra con zumo.
—Yo quería ir más fuerte contra los terroristas chechenos —explica con voz grave—. Estoy orgulloso de nuestra actuación en Beslan y, en mi opinión, Anna Politkovskaja era una traidora.
Deja el vaso de zumo y respira hondo.
—Le he echado un vistazo al material que la secreta sueca le mandó al FSB…, no habéis llegado muy lejos, Joona Linna.
—No —contesta Joona paciente.
—A los jóvenes ingenieros y constructores que mandábamos al cosmódromo solíamos llamarlos «combustible de cohetes».
—¿Combustible de cohetes?
—Todo cuanto rodeara al programa espacial debía permanecer siempre en secreto. Todos los informes estaban debidamente cifrados. La idea era que los ingenieros jamás regresaran de allí. Eran los mejores científicos del momento, pero eran tratados como ganado.
El agente de la KGB guarda silencio. Joona llena su vaso y toma un trago.
—Fue mi abuela quien me enseñó a preparar zumo de lilas.
—Muy rico.
—Has hecho bien viniendo a mí, Joona Linna —dice Nikita Karpin y se frota los labios—. He tomado prestado un dossier del archivo privado de Última Ronda.