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Las puertas de la entrada de ambulancias del hospital Södersjukhuset se cierran. Una auxiliar de enfermería con mejillas sonrosadas ayuda al técnico a desplegar la camilla y a meterla en urgencias.
—No encontramos ningún documento que lo pueda identificar…
Entregan el paciente a la enfermera que da el triaje para que lo metan en un box de urgencias.
Tras haberle comprobado las constantes vitales, la enfermera lo considera de nivel naranja, el segundo en orden de prioridad, muy urgente.
Cuatro minutos más tarde, la doctora Irma Goodwin entra en el box y la enfermera le hace un informe rápido:
—Vías respiratorias despejadas, no hay traumatismo urgente…, pero tiene mala saturación, fiebre, síntomas de confusión, problemas de circulación.
La doctora echa un vistazo al informe y se acerca al demacrado hombre. Le han cortado la ropa. Su pecho huesudo acompaña su respiración sofocada.
—¿Todavía ningún nombre?
—No.
—Dale oxígeno.
El joven yace con los ojos cerrados, sus párpados tiritan mientras la enfermera le coloca una mascarilla.
Presenta unos síntomas extraños de desnutrición, pero no hay cicatrices visibles de antiguas inyecciones en ninguna parte de su cuerpo. Irma jamás había visto a una persona tan blanca. La enfermera le toma la temperatura en el oído otra vez.
—Treinta y nueve con nueve.
Irma Goodwin pone cruces en las pruebas que se le deben practicar al paciente y luego lo mira otra vez. Su caja torácica se mueve inquieta, tose débilmente y abre los ojos un momento.
—No quiero, no quiero —susurra como poseso—. Tengo que ir a casa, tengo que, tengo que…
—¿Dónde vives? ¿Puedes decirme dónde vives?
—¿Quién… quién de nosotros? —pregunta y traga con fuerza.
—Está delirando —dice la enfermera, impasible.
—¿Te duele algo?
—Sí —responde con una sonrisa desconcertada.
—¿Puedes decirme…?
—No, no, no, no, me está gritando por dentro, no lo soporto, no puedo más, yo…
Pone los ojos en blanco, tose y murmura algo sobre unos dedos de porcelana, y luego respira entre jadeos.
Irma Goodwin decide darle al paciente una inyección de Neurobion, antifebriles, antibiótico intravenoso y bencilpenicilina, a la espera de los resultados del cultivo.
Abandona la sala de urgencias y cruza el pasillo mientras se toca el dedo en el que ha llevado el anillo de matrimonio durante dieciocho años antes de tirarlo por el váter. Su marido le ha sido infiel demasiado tiempo y ya no puede perdonarlo. Ya no le duele, pero todavía le da mucha pena sentir que ha desperdiciado todo el futuro que tenía previsto compartir con él. Se pregunta si debería llamar a su hija aunque sea tan tarde. Desde el divorcio se ha vuelto más ansiosa que nunca y llama a Mia con demasiada frecuencia.
Al otro lado de la puerta que tiene enfrente oye a la doctora adjunta hablando por el teléfono de urgencias. Una ambulancia que ha acudido a una llamada de prioridad 1 de la ruta está a punto de regresar. Accidente grave de tráfico. La adjunta monta un equipo de urgencias con cirujano.
Irma Goodwin se detiene y vuelve rápidamente a la sala donde se encuentra el paciente sin identificar. La auxiliar de las mejillas sonrosadas está ayudando a la enfermera a limpiar una herida con hemorragia en la ingle. Parece que el joven se ha clavado una rama puntiaguda.
Irma Goodwin se queda en el umbral de la puerta.
—Hay que ponerle un suplemento de macrólido al antibiótico —dice con decisión—. Un gramo de eritromicina intravenosa.
La enfermera levanta la cabeza.
—¿Piensas que tiene legionelosis? —pregunta asombrada.
—Veremos qué dice el cultivo…
Irma Goodwin se queda callada al ver que el paciente sufre un espasmo. Lo mira a la cara pálida y ve que poco a poco abre los ojos.
—Tengo que ir a casa —susurra—. Me llamo Mikael Kohler-Frost y tengo que ir a casa…
—Mikael Kohler-Frost —repite Irma—, estás en el hospital Södersjukhuset y…
—¡Está gritando todo el rato!
Irma abandona el box y se dirige a paso ligero a su austero despacho. Cierra la puerta, se pone las gafas de leer, se sienta al ordenador e introduce su nombre de usuario y contraseña. No encuentra al hombre en el registro de pacientes, así que sigue buscando en los archivos del registro civil.
Allí sí lo encuentra.
Irma Goodwin se toquetea sin darse cuenta el dedo vacío en el que solía llevar el anillo y lee, una vez más, los datos sobre el paciente que tiene en el box de urgencias.
Mikael Kohler-Frost lleva siete años muerto y yace enterrado en el cementerio de Malsta, de la parroquia de Norrtälje.