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Joona tiene la mirada fija en el empapelado de la pared y repite por dentro que el hombre de arena es el hermano gemelo de Jurek Walter.
Es él quien tiene cautiva a Felicia.
Fue él a quien Lumi vio en el jardín cuando iba a darle las buenas noches al gato.
Y fue por eso que Susanne Hjälm pudo ver a Jurek Walter en la oscuridad del aparcamiento de delante del hospital.
El proyector caliente sigue con su traqueteo.
Joona coge el vaso de zumo, se levanta, descorre las cortinas y se pega a la ventana para mirar la superficie helada del río Kliazma.
—¿Cómo has encontrado todo esto? —pregunta cuando siente que su voz ha recobrado la entereza—. ¿Cuántas carpetas y películas has tenido que revisar? Quiero decir, debéis de tener material acumulado de millones de personas.
—Sí, pero sólo tenemos a un desertor que se fue de Leninsk a Suecia —dice Karpin tranquilo.
—¿El padre huyó a Suecia?
—En agosto de 1957, fue un mes difícil en Leninsk —responde Nikita en tono enigmático y enciende un cigarrillo.
—¿Qué pasó?
—Hicimos dos intentos de poner en órbita el Semyorka. La primera vez, el cohete auxiliar se quemó y el misil se precipitó a los cuatrocientos kilómetros. La segunda, el mismo chasco. Tuve que ir hasta allí para deshacerme de los responsables. Invitarlos a una última ronda. Recuerda que el cinco por ciento de todo el PIB de la Unión Soviética iba a las plantas en Leninsk. El tercer lanzamiento salió bien y los ingenieros pudieron respirar tranquilos hasta la catástrofe de Nedelin, tres años más tarde.
—He leído sobre ello —dice Joona.
—Mitrofan Nedelin montó un misil intercontinental a toda prisa empujado por el estrés —dice Nikita, y contempla la punta incandescente del cigarrillo—. Explotó en el cosmódromo y más de cien personas murieron devoradas por el fuego. Vadim Levanov y los gemelos desaparecieron. Lo cierto es que estuvimos varios meses pensando que habían muerto junto a los demás.
—Pero no fue así —dice Joona.
—No —afirma Nikita—. Huyó por miedo a las represalias y no cabe duda de que le hubiera tocado el gulag, seguramente en el campo de trabajo de Syblag…, pero de pronto apareció en Suecia.
Nikita Karpin se queda callado y aplasta el cigarrillo en un cenicero de porcelana.
—Estuvimos vigilando a Vadim Levanov y a los gemelos las veinticuatro horas del día y estábamos dispuestos a liquidarlos, por supuesto —continúa Karpin—. Pero no hizo falta… porque Suecia lo trató como escoria humana, le montaron su propio gulag… El único trabajo que le dieron fue de mano de obra en una cantera de grava.
En los ojos de Nikita Karpin se enciende un destello de malicia.
—Si os hubieseis interesado por sus conocimientos, Suecia podría haber sido la primera en llegar al espacio. —Se ríe.
—Puede ser —responde Joona tranquilo.
—Sí.
—O sea, que Jurek y su hermano llegaron a Suecia con diez años.
—Pero sólo se quedaron un par de años —sonríe Nikita.
—¿Por qué?
—No te conviertes en un asesino en serie porque sí.
—¿Sabes qué pasó? —pregunta Joona.
—Sí.
Nikita Karpin echa un vistazo rápido por la ventana y se humedece los labios con la punta de la lengua. La baja luz de invierno entra por el abombado cristal.