Cruz y democracia
Uno podría pensar que Lucia estaría a partir de entonces a salvo, que tras sobrevivir a tan terrible experiencia, estaría exonerado de nuevas catástrofes personales. Las tropas rebeldes habían tomado Barcelona, y Lucia, que ha pasado la guerra huyendo de los milicianos y luego en la cárcel, sería aclamado como un héroe. Los jefes y militantes de la CEDA, muchos de sus amigos y correligionarios, habían dado la bienvenida a la unificación de tradicionalistas y falangistas forzada por el general Franco, habían colaborado con la rebelión militar y se habían disuelto en el movimiento franquista, y él, por fin en compañía de los suyos, se reuniría con su esposa y viviría una vida feliz y retirada. Pero nada fue tan simple. El proceso iniciado en 1937 resultó sólo el principio y lo que había quedado escrito en aquel voluminoso sumario, abandonado por los magistrados republicanos en su precipitada huida de Barcelona y encontrado por las tropas ocupantes tras su entrada en la ciudad, no fue más que un preludio, una sinopsis de todo lo que vino después de la historia que Lucia había contado a sus primeros interrogadores.
Es muy posible que el político valenciano no lo creyera así. ¿Abrigaba la esperanza de poder justificar aquel telegrama frente a los jefes de la rebelión? ¿Imaginaba que el régimen que se avecinaba sería una suave dictadura a lo Primo de Rivera, que restaurase el orden pero no arrasara todo lo demás, y en la que hombres como él o Gil Robles pudieran vivir sin tener que marginarse? Es muy probable que, insomne y fatigado, asistiera a algunos de los actos multitudinarios con los que se celebró la ocupación de Barcelona, a alguno de los actos expiatorios que en la plaza de Cataluña y en el Ayuntamiento presidieron las autoridades militares. Barcelona había sido una ciudad pecadora y religiosamente desasistida y lo que había que hacer, durante semanas enteras, era organizar misas de campaña en todas partes para pregonar el final de la dieta religiosa impuesta por la República. Es muy probable que no se le escapase el significado de la política del general Álvarez Arenas, responsable de restituir las cosas y la vida ciudadana a su orden antiguo. Desnacionalizaciones, descolectivizaciones, nuevos billetes de banco, nuevos saludos, supresión de carteles y lemas republicanos, retirada de libros marxistas y separatistas… Es fácil imaginarlo leyendo los pocos periódicos de la ciudad, incluyendo La Vanguardia Española, a cuyo frente estaría dos meses el escritor Josep Pla, luego obligado a dimitir, pero, realmente se saben pocas cosas de lo que hizo Lucia durante las tres semanas que estuvo libre.
Hay una carta que escribe al ministro de Agricultura y secretario general del Movimiento, Raimundo Fernández Cuesta, reflejo quizá de su fragilidad política en aquellos momentos y de los recelos que inspira su pasado en los vencedores de la guerra:
Creo, mi querido amigo, que no necesito expresar a Vd. cuán fervorosa fue siempre y sigue siendo mi adhesión a esta gloriosa revolución, en cuya preparación colaboré y por la que tan largo y duro calvario pasé y aún están pasando los míos… Quiero, sin embargo, reiterarla hoy ante Vd., personificando en Vd. al Gobierno y a la Falange directora del movimiento glorioso y con el ruego de que la transmita a uno y otra. Sé que cada hombre tiene en cada época su misión y por ello no quiero que nadie pueda pensar que anhelo otra cosa que formar en el último puesto de los mas humildes soldados de la fila. Y de Vd. que ha tenido ocasión de conocerme y que sabe cuán hondamente siento los ideales de la nueva España, sólo pido que tenga para conmigo la caridad de desvanecer los recelos que algunos, que sólo a distancia me conocen, puedan tener contra mí.
Hoy quizá podamos sorprendernos de palabras como éstas, pero entonces eran la única forma de sobrevivir. ¿Creyó Lucia que con palabras tan reverénciales y sumisas podría borrar los gestos políticos del pasado y de esa manera ser bien recibido en la España que reinaría sobre el exilio de otra España? Todo indica que sí. La decepción debió ser tremenda. El 14 de febrero era detenido y tan sólo trece días después sobre él ya pesaba la condena a muerte. Todo se venía a tierra; todo se acababa para Lucia. Hasta ese momento, aun viviendo en medio de tantos fanatismos, había existido una imprecisa esperanza de acomodo, pero ahora, después de verse apresado y condenado por los que había creído los suyos, era diferente, ahoya quizá ya sabía que el eco repite los pasos, ya sabía qué pistola le apuntaba, aunque no comprendiera del todo y durante el juicio hubiese hablado como en un sueño. «Siempre había sido derechista»… «¿Cómo podía él ser ni pertenecer al gobierno rojo?»… El telegrama «se puso porque ya se había convenido así»… «Como cristiano que he sido y soy juro ante Dios que estuve en todo momento al lado del Movimiento militar; juro ante Dios que en todo momento ayudé al Movimiento y que desde el principio he estado por el Movimiento Nacional y juro ante Dios que todo lo que he dicho es cierto»… ¿Estaba soñando todavía, como cuando escapaba de los agentes del SIM? ¿Era quizás ésta otra fase de la misma pesadilla?
Las gestiones desesperadas por alcanzar el indulto tuvieron éxito. La pena de muerte fue conmutada por la de reclusión mayor, y ésta, el verano de 1941, por la de confinamiento, que cumpliría en Mallorca, donde murió a comienzos de 1943… pero antes (mientras duró la vida y en prisión) la Modelo de Barcelona, la soledad en aquel páramo donde le empujan con mortificantes ironías, donde no hay ayer ni mañana ni historia, donde se juntan el hambre y el mal olor de las mantas y el frío de las madrugadas y el frío en el corazón. Allí escribe a Ramón Serrano Súñer, influyente cuñado de Franco y antiguo diputado cedista por Zaragoza, ahora uniformado de falangista, con camisa vieja, correaje y pistola, hecho todo él de autoridades, autoridad política, autoridad falangista, autoridad franquista, autoridad hitleriana, autoridad personal:
Yo no sé todavía a qué clase de procedimiento he sido sometido… -Y más adelante-: A nada aspiro, querido Ramón. Sé y me hago cargo de que mi hora pasó y que cuantos actuamos en la política tenemos mucho que purgar. Yo ya purgué mucho en mi calvario que ofrecí a Dios y a España gustoso y resignado. Estoy dispuesto a purgar lo que falte. Sólo os pido mi libertad. Estad todos seguros que en la oscuridad y modestia de mi hogar, con olvido total de la vida pasada y por encima de todo pequeño personalismo que sobradamente ha borrado tantísimo dolor, solamente encontraréis el más fiel servidor de la Nueva España, que considerará como la mayor dicha verse él anulado políticamente, pero a todos los que fueron sus amigos incorporados con alma y vida a las falanges del gran Movimiento Nacional. Perdóname. Dios te pagará cuanto hagas por mí y por mis hijos. Un fraternal abrazo…
Hundido en el desencanto y enfermo, al abandonar la cárcel Lucia buscó refugio en Palma, isla a la que llegó desterrado el verano de 1941. Hasta la guerra civil había sido un hombre viajado, lleno de ambiciones periodísticas, sociales y políticas. Tras los años de prisión, tajo que divide aquellos y estos momentos, boquete en el alma que no pudo tapar nunca, fue un hombre sin esperanzas que cumplir, cuyo reclamo es su ausencia, cuya costumbre es el silencio. Como confiesa a un viejo amigo, arrasado el tiempo que había sido el suyo, consciente de que si buscase al hombre que había sido no podría encontrarlo, ya sólo le quedó aferrarse al olvido y al dulce y cristiano consuelo de pensar que «entré en la cárcel por no querer odiar y de la cárcel he salido, después de casi seis años, y pese a todo, sin haber aprendido a odiar». Lo que el país perseguía y esperaba se volvió completamente ajeno a su corazón. De sus antiguas ilusiones conservó, si acaso, momentos inasibles, recuerdos, imágenes descuajadas. Horrorizado sólo de pensar en la remota posibilidad de verse de nuevo en una cárcel, aprendió a vivir como un náufrago, aislado en un islote rocoso, aislado de las pasiones políticas y descreído de cualquier otro presente que aquel tan lúgubre del general Franco, lejos del mundo, de su tumulto, lejos de los claros clarines y los homenajes a los caídos.
Después de un año de destierro escribía:
«… fuera de la familia he llegado a conseguir aquel grado de suficiente estupidez para que ya todo me sea indiferente en la vida. Carecer de toda ilusión no deja de tener su encanto, cuando uno se decide a meterse el corazón en el bolsillo.»
Su muerte pasó inadvertida porque nadie lo comentó ni lo leyó en ningún periódico. Hubo cartas, telegramas de pésame… nada más. Tan sólo en tierras argentinas, a los pocos días de que la luz se acabase para Lucia y en su resaca fuese desalojado de la historia, un viejo adversario salió a la prensa para reivindicar su figura humana y política. Indalecio Prieto, que escribió:
Era un adversario político, pero un adversario noble, ante cuyo cadáver me descubro con respeto. La República cometió con él una injusticia y Franco otra mayor. La acendrada fe cristiana de Lucia le habrá movido a perdonar a los hombres de uno y otro bando… El famoso telegrama condenando la insubordinación, que no le había servido a Lucia para que la República le absolviese, valió, en cambio, para que Franco se ensañara. Ahora, el caudillo de la Derecha Regional Valenciana, tan fiel a sus convicciones, ha muerto en un hospital. ¡Descanse en paz el pundonoroso caballero católico!
Triste, negra España, carcomida de funerales y mercado negro, triste España aquella que regentó el general Franco, vestido de falangista con boina roja, como un rompecabezas de las derechas. Triste, negra España, aquella que durante años durmió en un rumor de cuartel y convento, festoneada por el zumbido lejanísimo de una Europa que, después de tanta sangre, después de los infiernos totalitarios de Hitler y Mussolini, crecía para la paz, no para la victoria; para la democracia, no para el silencio; para el perdón, no para el rencor. Triste, equivocado papel el de los católicos españoles que colaboraron con el régimen franquista, que para desmontar los oropeles de la escenografía falangista, cuando el fin de la segunda guerra mundial anunció su crepúsculo, utilizaron la versión más integrista del catolicismo. Triste España aquella, en comparación con la Italia del democristiano De Gasperi, capaz de idear un régimen que integró a todos los sectores políticos del país en torno a una Constitución aún vigente, sesenta años después; un De Gasperi que, tras ganar por mayoría absoluta las elecciones de 1948, tuvo que convencer a Pío XII de la necesidad de no comprometer ese triunfo entendiéndolo como la existencia de una mayoría absoluta de italianos que deseaban un gobierno confesional, sino de quienes habían optado, en plena guerra fría, por cerrar el camino al comunismo.
Triste suerte la de los democristianos españoles de incluir el catolicismo en la vida política del siglo XX, en comparación con el milagro económico alemán liderado por la CDU de Adenauer, que permitió arrancar del país las secuelas de una cultura autoritaria y establecer las condiciones de una alternancia con la socialdemocracia, obligando al SPD a que modificara su horizonte ideológico radical en Bad Godesberg, si es que deseaba alcanzar las condiciones de gobernabilidad alguna vez.
Triste, dramática suerte, sin un soplo de aorta, la de los seguidores españoles de la democracia cristiana, hombres como Giménez Fernández o luego de la guerra civil como Gil Robles, o más tarde, después de haber vivido la frustración de cambiar el régimen desde dentro, como Ruiz Giménez, que soñaron con renovar el catolicismo político español con un conjunto de principios paralelo a los defendidos por sus homologados europeos (una declaración de derechos de la persona, establecimiento de la democracia y garantía de las libertades, una política de separación entre Iglesia y Estado, una política social avanzada…) y que murieron demasiado pronto para ver ese sueño hecho realidad (Giménez Fernández) o cuando lo tocaron a la muerte de Franco se les desvaneció de las manos (Gil Robles, Ruiz Giménez) porque somos del tiempo estrecho en que vivimos y sólo de ese tiempo, y porque naufragamos también y las generaciones que vienen detrás renuncian a nuestro salvamento hasta que no hayamos desaparecido. Después de tanto querer urnas, las urnas les dieron la espalda, y cuando se apartaron de la plaza pública nadie ya se dio cuenta de que se habían marchado. Triste, negra España, aquella que regentó Franco en tertulia con Dios y con la Historia, y que no dio espacios ni para el catolicismo liberal ni para la reconciliación ni para los puentes. Triste, negra España, aquella en la que el canónigo y demócrata cristiano Arboleya Martínez contemplaba cómo muchos de sus antiguos compañeros se adaptaban al disfraz que les entregaba el general y dentro de él se encontraban contentos y satisfechos.
Resultaría muy doloroso verle a usted -escribía Arboleya a Severino Aznar en 1943- (a usted y a estas alturas, y cuando nuestros ideales triunfan en todas partes de Europa) acomodando la democracia cristiana a lo que hay de más opuesto a ella… Preferiría verle a usted combatiéndola y reconociendo su error de tantos años, que yo sigo creyendo acertados y gloriosos, a pesar de nuestros fracasos, que también pueden estar saturados de gloria.
Triste, negra España, aquella en la que murió Luis Lucia y en la que el nacionalcatolicismo malogró la suerte de los democristianos españoles y les impidió colaborar, como sus colegas europeos, en un proyecto destinado a afirmar una nación de ciudadanos libres, fuera cual fuera la opción de su conciencia, una sociedad laica que nunca sustituyera la melodía del diálogo por el estrépito de las ideologías autosuficientes.
[En la era de las ideologías, de los odios enconados y miedos excluyentes, los llamamientos a la moderación fueron palabras enviadas a un rumbo de gestos, voces. Como los liberales y los socialdemócratas, los democristianos Luis Lucia y Gimenez Caballero, que a la épica de las orillas prefirieron la secreta aventura de los puentes, concluyeron su papel enmudeciendo ante el estruendo de los políticos extremos. Su destierro interior en la España franquista será metáfora de este silencio. «El gran profeta», escultura en bronce de Pablo Gargallo, Museo Nacional de Arte Reina Sofía.]