El arte de matar
En aquella época, después de un siglo de campañas y expediciones de castigo, la Lusitania todavía era una tierra salvaje que, apenas incluida dentro de las fronteras de la República, continuaba amenazando la paz de la provincia Ulterior, región rica y romanizada fiel a Sila. Sertorio, capaz de deslumbrar con sus victorias y obtener de los crédulos indígenas una confianza ciega, llevó a la Lusitania su lucha por la supervivencia, y allí, una de las regiones más remotas de la República, logró desafiar el poder de Roma, la Roma de Sila, la Roma que le había desterrado.
El año 77 a. C. marca la cumbre de sus campañas. Ha vencido y encerrado al ilustre y veterano Metelo en la provincia Ulterior. Ha liberado Lusitania de las poderosas tropas enviadas desde Roma, dejando su custodia a uno de sus más brillantes lugartenientes. Sin apenas resistencia, atrayendo o sometiendo a las tribus indígenas, conquistando la fidelidad personal de vacceos y celtíberos, ha arrebatado la provincia Citerior al gobernador senatorial. Tiene ventajas valiosas frente a sus enemigos: el gusto por estas duras tierras y su pasión por todas las formas voluntarias de desposeimiento y austeridad. Conoce, además, a sus soldados y comparte su vida. Conoce también el territorio, se mueve al frente de sus ejércitos con rapidez y está seguro de los lazos que unen su persona a los indígenas, a los que instruye en la táctica y la eficacia militares romanas. Tiene, además, su leyenda, ese extraño reflejo centelleante nacido a medias de las acciones y a medias de lo que el vulgo piensa de ellas.
En Roma, después de dos largos años de guerra y de que se le hayan unido los veinte mil infantes y mil quinientos jinetes del aristócrata de ideología popular Mario Perpenna, ya nadie ve a Sertorio como un expatriado buscando aventuras. Es dueño de la Lusitania, de la Celtiberia, del rico valle del Ebro y de la costa levantina. Es un general capaz de salvarse y salvar, un soldado de fortuna para el que los escrúpulos no cuentan si se trata de conseguir el fin soñado, un ciudadano romano que exhortando a los pueblos indígenas a continuar la guerra demuestra con pocas palabras cuánto interesa a los hispanos su victoria: un trato más justo, alivio tributario, repartos de tierra, más amplias posibilidades dentro de Roma… Quiere que sus aliados bárbaros terminen de creerle y para ello abre en Huesca, su capital y centro de operaciones, una escuela superior donde los hijos de los notables indígenas puedan seguir con togas y decoro patricio las enseñanzas griegas y romanas.
«De hecho los tenia como rehenes -aclara Plutarco-, pero de palabra los educaba para hacerles participar en el gobierno y el poder cuando se hicieran hombres.»
Sertorio se ha rodeado de celtíberos, vacceos y lusitanos, y hace la guerra a los ejércitos enviados desde Roma, pero sigue siendo un romano. Como recuerda Plutarco, si ha llevado la lucha hasta aquellas provincias no es para engrandecer a los iberos contra su patria sino para regresar a ella victorioso, pues la creencia en los beneficios de su autoridad y en la misión de Roma sobre los pueblos parece en él inquebrantable. Hasta brutal. En lucha contra el gobierno senatorial, para él y sus soldados contestable, y dueño de un vasto territorio, el general sabino traslada el gobierno legítimo al exilio hispano, crea un Senado con los romanos ilustres desterrados allí, elige magistrados entre sus lugartenientes, designa sus cuestores y pretores, y administra los territorios en su poder conforme a las leyes de Roma. Los ojos de Sertorio y sus antiguos oficiales están fijos siempre en la gran urbe: la administración que crea es romana, las magistraturas son romanas, incluso el ejército, si no es romano por las circunstancias y las necesidades, es armado y ordenado a la romana, y, en todo caso, los mandos son originarios de Roma y hacia su reconquista caminan, aunque para ello tengan que ir al frente de bárbaros o aliarse al gran Mitrídates de Asia… La meta fija siempre es Roma: poco cuentan los medios para conseguirla, ni siquiera importa aliarse al rey del Ponto si con sus barcos y dinero puede prolongarse la guerra y alcanzarse el fin anhelado, ni siquiera importa conseguir Roma mutilada en sus fronteras o que los cronistas vean en él a un enemigo del pueblo, un mediocre hombre de Estado o un traidor.