Tiempos de silencio
Cuando subió al trono Felipe II, estaba claro que la política de integración no funcionaba. Carlos V, al retirarse a la soledad de Yuste, había dejado a su hijo aquel problema de convivencia aún más enconado que en los días de su llegada a España. Las incursiones de los corsarios berberiscos, cuyos ataques se hacían cada vez más frecuentes y audaces, aterrorizaban las costas; y la gente atribuía, casi siempre con razón, el éxito de estos rapaces y sangrientos ataques a su inteligencia con los moriscos.
Hoy no nos imaginamos lo que la amenaza turca y berberisca suponía en el ánimo del español del siglo XVI, que consideraba como muy posible una nueva invasión de España por los infieles. Las amenazas de los corsarios de Argel, Tetuán y otras plazas fuertes de la costa de África preocupaban de continuo, y la literatura del siglo XVI y comienzos del XVII está repleta de alusiones a sus fechorías. En las páginas de Persiles y Segismunda describe Cervantes uno de estos desembarcos sarracenos preparados por moriscos de la costa. Tal vez lo presenció él mismo o lo oyó referir a testigos directos durante sus años de cautiverio en Argel. Lo cierto es que las pruebas de connivencia entre unos y otros aumentaban, y con ellas, el encono de recíprocas ofensas y rencores. Miguel de Cervantes nos cuenta cómo los corsarios no sólo venían a saquear y a conseguir cautivos, sino también a trasladar poblaciones enteras de moriscos a África:
Los moros de Berbería -refiere Rafala, morisca imaginada por el autor del Quijote- pregonan glorias de aquella tierra al sabor de las cuales corren los moriscos de ésta… -y añade-… pero… dan en lazos de desventura… -pues, estos desventurados-… piensan que en Berbería está el gusto de sus cuerpos y la salvación de sus almas, sin admitir que de muchos pueblos que allí se han pasado casi enteros, ninguno hay que dé otras muestras que de arrepentimiento.
Entre los cristianos viejos crecía el temor al corsario, y con éste, el odio al morisco, a quien el habla popular equipara a perro y a infiel y a sectario de Mahoma, y del que se cree y se sospecha que está en relación con los turcos y berberiscos, y que puede convertirse en aliado de los herejes de Francia, reino enemigo. Temores, odios y prevenciones que van acelerando su cerco legal, religioso, burocrático, social… Temores contra los que combaten los nobles cristianos de Granada, cuya prosperidad se debe a la inteligencia de sus arrendatarios musulmanes en el riego, cultivo y tejido de la seda, y cuya firme defensa había protegido al morisco contra las molestias de la Inquisición y los tribunales de justicia… al menos durante cuarenta años.
Los tiempos, sin embargo, cambiaban. En 1556 se oscurecían las personalidades educadas en un ambiente renacentista, de moral laxa y tolerante, y les sustituían otras representativas del espíritu de Contrarreforma, que es el ambiente que modela los actos de Felipe II. Con Carlos V, nobles y moriscos podían obtener gracias al soborno y al dinero algo que ya no se obtenía de igual manera: frenar el golpe.
Cuantos cronistas y eruditos han escrito sobre el tema, coinciden en que la intensificación en la persecución no fue accidental: fue una política real deliberada, y fundada en la razón de Estado, muy unida entonces a la religión. En su último documento de consejos a su hijo, el mismo emperador instaba a la expulsión de todos los moriscos de España, y entre 1559 y 1560 Felipe II adoptó medidas importantes contra ellos.
Felipe II se negó, primero, a aceptar la oferta hecha por una asamblea de moriscos granadinos de pagar cien mil ducados a cambio de renovar la protección contra la Inquisición. Los inquisidores, animados por esta disposición, comenzaron a realizar pesquisas en zonas que hasta entonces habían descuidado y empezaron a condenar costumbres moras que habían tolerado. La asistencia a fiestas tradicionales o ciertas formas de preparar la carne, se tomaban ahora como evidente heterodoxia. Llegaba así, finalmente, la jauría de tristes acechanzas. De todas las causas de la Inquisición vistas en la ciudad de Granada en 1550, sólo el cincuenta por ciento afectaban a los moriscos. En 1566 eran ya el noventa y dos por ciento. La mayor parte de los condenados se salvaron del fuego, pero sufrieron una larga temporada de cárcel, muchos padecieron tortura y la mayoría fueron condenados a perder todo o gran parte de su patrimonio.
En 1560, al mismo tiempo que la Inquisición incrementaba sus movimientos, la Audiencia de Granada iniciaba una serie de investigaciones entre los propietarios de la tierra, impugnando los derechos de muchos moriscos a sus posesiones. Los funcionarios reales exigían a los agricultores moriscos títulos antiguos de propiedad, de la época de la monarquía nazarí. Si no los tenían, debían pagar a la Corona una cantidad, y si no podían pagarla, su tierra era confiscada y vuelta a vender. Hurtado de Mendoza, observador profundo, dice que la exageración de este procedimiento fue una de las mayores causas del estallido:
«Los cristianos nuevos, gente sin lengua y sin favor, encogida e mostrada a servir veían condenarse, quitar o partir las haciendas que habían poseído, comprado o heredado de sus abuelos, sin ser oídos.»
Los escritores del Siglo de Oro narran engaños, estafas, denuncias y toda clase de maldades realizadas contra los moriscos como si se tratara de hechos no sólo comunes, sino también graciosos. Contrariado ante tanta vejación, Núñez Muley escribe:
«Paramos cada día a peor y más maltratados en todo y por todas vías y modos, así por lo que tengo dicho por las justicias seglares y sus oficiales, como por la eclesiástica; y esto es notorio y no tiene necesidad de hacerse información de ello.»
En 1560, coincidiendo con la ley de revisión de la propiedad, se les prohibía tener esclavos, basándose en que éstos, de entrar a su servicio, serían educados en la ley islámica. En 1566, una proclama real ordenaba su desarme. Los atropellos de los funcionarios y las gentes de toga se sucedían unos detrás de otros. Hurtado de Mendoza escribe que la comunidad morisca imploraba con dádivas y lágrimas el socorro real ante sus abusadores, pero el rey desoía sus peticiones. La implacable persecución empujaba a muchos al asalto y al bandidaje; y así, en los años previos a la revuelta, mientras en la ciudad crecían las voces de los moriscos más corajudos e inciviles, en el campo se multiplicaban los monfíes, cuadrillas de bandoleros que, armados de ballestas y organizados militarmente, se atrevían a todo tipo de fechorías. Esto es lo que escribe Luis del Mármol en su crónica:
«Eran pocos los días que no traían a la ciudad de Granada hombres muertos que se hallaban en los campos con las caras desolladas, y algunos con los corazones sacados por las espaldas.»
Todo este encarnizamiento, apenas contenido, debía explotar muy pronto, a resultas de la promulgación de la pragmática real de 1567.