Vengamos a lo de ayer
Qué tristeza esos ojos cerrados. Los ojos del venerable maestre de la Orden de Santiago, don Rodrigo Manrique. Qué amargo contraste entre las glorias y grandezas y la desolación que la muerte arrastra. De cuán poco valor, se dice, son los bienes tras los que andamos y corremos. Cómo se pasa la vida. Cómo se viene la muerte, tan callando. Cuán presto se va el placer. Cómo después, de acordado, da dolor. Es cosa de acostumbrarse y bien cierta, se dice; y también recuerde, recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte…; y escribe, pues se cuenta entre los poetas. Quizá en el silencio de la noche. Quizá cuando la villa de Ocaña duerme, negra de sombras, blanca de estrellas infinitas. Es -así consta al menos- el primer canto de no amor que compone Jorge Manrique, y es canto elegíaco. Quizá cuando revive las luchas y finales que aquí evoca, el poeta soldado hace un pucherillo y vuelve a empinar el cuero que consuela. Tiene, tal vez, los ojos brillantes de lágrimas, un poco por el vino sorbido y otro por los recuerdos; pero está satisfecho de sus estrofas. La voz allí dejada es una voz grave, contenida en su dolor, sencilla.
La alabanza del finado, sobria. Las imágenes allí restituidas, muy próximas; son escenas de su infancia, no del troyano, ni del romano, no del godo: de su siglo, de los años jóvenes y fuertes del noble don Rodrigo, su padre, de los tiempos del rey don Juan y los nobles que le rodearon, sus victorias, sus desalientos, sus ambiciones y la traidora pasión con que se destruían unos a otros… Todos ellos hechizados, posesos, iguales en quimeras a los hombres de los siglos pasados, pero allí presentes, ante sus ojos, náufragos en una tierra de sal y de hierro. Todos ellos… volutas de humo, pero allí recordados y vivos, aunque de su viejo afán cansados y bien satisfechos de haberse concluido. Como sus mayores. Como don Rodrigo, muerto este año de 1476, cercado de su mujer e hijos, y hermanos, y criados… ríos también ellos que irán a dar al mar, que es el morir…
Dexemos a los troyanos,
que sus males no los vimos
ni sus glorias,
deseemos a los romanos,
aunque oímos y leímos sus historias.
No curemos de saber
lo de aquel siglo pasado
qué fue de ello;
vengamos a lo de ayer,
que también es olvidado
como aquello…
Vengamos, pues, a lo de aquel ayer. Vengamos con el poeta Manrique a su ayer y que sea él quien comience esta historia de usurpadores, que pregunte a sus protagonistas con su dorado acento y que ellos (que no pueden) le respondan con palabras de fuego, con palabras de sombra, con sonido de viento. ¿Qué se hizo del rey don Juan? ¿Los infantes de Aragón, qué se hicieron? ¿Y de aquel gran Condestable, qué le fueron sus infinitos tesoros, sus villas y lugares, su mandar? Vengamos con el poeta, aunque sin su melancolía, a desvelarlos, démosles vida, aunque sea breve y de papel. Que el gran Fernando de Antequera y el rey don Juan y los infantes de Aragón y don Álvaro de Luna recobren algo de la verdad que tuvieron, aunque sea (¡ay!) breve y de papel.
Castilla fue el digno teatro de esta historia. Comenzaba el siglo XV. La Corona que a finales de esta centuria vendrá a manos de Isabel la Católica es una corona de pecho ancho, cuyos dominios se alargan desde Galicia a Sevilla. Es una tierra de castillos inexpugnables y llanuras bélicas, de largos ríos, de merinos y campos con arados, de fecundas villas y puertos generosos. La rige una estirpe de señores que vigila ufana sus señoríos, fuente clara de fortuna, y vive inmersa en el artificio de lo inmortal, es decir, de lo heroico. Cabalgadas en tierra musulmana, torneos, guerreros y adalides cargados de plata, trajes de delicados colores, fiestas, justas, banquetes… Como ocurre en otras cortes de Europa, estos nobles, ricos en odios y disputas, han agregado a su amor al hierro la nostalgia de una vida más bella, y así fantasean con el amor del trovador y la espléndida imaginería del caballero andante. Toda la levedad de esta atmósfera, de este universo tan cercano al espejismo, puede imaginarla el lector en los versos del poeta y soldado Jorge Manrique:
¿Qué fue de tanto galán?
¿Qué fue de tanta invención
como truxieron?
Las justas y los torneos,
paramentos, bordaduras
y cimeras,
fueron sino devaneos?
¿qué fueron sino verduras
de las eras?
¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
Qué se hizo de aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel dançar,
aquellas ropas chapadas
que traían?
Castilla se asemeja (de creer al trovador y todas sus ficciones) a una novela de caballería, un lugar donde la fidelidad, el honor y la emulación dilatan las fronteras del sentimiento y donde los señores del reino aparecen ante el cronista siempre erguidos, siempre ataviados con galas de fuste, siempre ocupados en causas justas, grandilocuentes, con una mano autoritaria a la altura del pecho, como si juraran decir la verdad, y la otra puesta en la espada. Es verosímil pensar, no obstante, como piensa el estudioso Martín de Riquer, que esta tierra y estos seres así traídos no son auténticos -al menos no del todo- y que detrás de sus nobles ideales y sus cabalgadas contra el reino de Granada se ocultan también fuertes intereses y rivalidades políticas, no tan nobles. Con su verso cercano al agua, observador y comentarista interesado, el mismo Manrique evoca en sus coplas una imagen terrible:
… pues de aquel Gran Condestable,
maestre que conocimos
tan privado,
no cumple que dél se hable,
sino sólo que lo vimos
degollado…
¡Qué tres versos!: no cumple que dél se hable, sino que lo vimos… degollado. Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, será aún más frío en su sentencia: «… Recibes -se refiere también al Condestable Álvaro de Luna, en cuyas filas militó a veces, aunque no por simpatía- según mereces.»
Castilla, a la muerte de Enrique III el Doliente, no es sólo la tierra del amor cortés y de los hechos famosos contra el musulmán: más bien es tierra para el águila, tierra fiera y turbia de envidias o de huestes innumerables, donde se agiganta la sombra de Caín y se entreveran los sentimientos de toda una nobleza movida por la ambición, el ansia de poder, los celos, el resentimiento y, en fin, las pasiones más crudas, también las pasiones más crudas.