El rey llama dos veces
Cuando, a finales de 1696, Oropesa llegó a Madrid, el ambiente de agitación política que rodeaba al envejecido y débil monarca había convertido la corte en un mundo de rumores, espías y conjuras. Carlos II se consumía por la melancolía al comprender que se moría sin haber dado un heredero y sospechar que los reyes de Europa contenían el aliento, deseosos de echarle el diente al trono y repartirse los territorios de aquel Imperio donde una vez, en otro tiempo, jamás se ponía el sol.
Desde los inicios de la década de los noventa, todas las potencias eran conscientes de la ausencia de heredero directo a la Corona española. Liderada por el rey de Inglaterra Guillermo de Orange, siete años antes de que Oropesa regresase a la corte, en 1689, se había iniciado la guerra de la Liga de Augsburgo -integrada por España, Holanda, Inglaterra y el Imperio- para frenar a Luis XIV. La paz de Rijswick, que puso fin al conflicto en 1697, respondía a la inquietud europea por la sucesión de Carlos II.
Tres eran todavía los posibles candidatos a heredar el trono del último Austria español: el príncipe José Fernando de Baviera, hijo de Maximiliano Manuel de Baviera y María Antonia de Austria; el archiduque Carlos, hijo menor del emperador Leopoldo I; y el duque de Anjou, nieto de Luis XIV. Todos los príncipes de Europa negociaban en secreto, porque nada de la herencia de Carlos II estaba decidido. Todos enviaban sus mejores embajadores a Madrid para conseguir, cada uno por su lado, aumentar la influencia entre los nobles más poderosos de la corte, inclinándoles así hacia uno u otro candidato, y todos sospechaban de todos. Las estancias del alcázar de Madrid, sumidas en este torbellino, asistían a una lucha silenciosa entre aristócratas inseguros que se veían incapaces de asentar un orden mínimo en el ejercicio de la autoridad y que, lentamente, y sin darse cuenta, iban deslizando los centros de decisión hacia París y Viena. Luis XIV, que sabía con detalle lo que ocurría entre los bastidores de la corte de España, que conocía las alianzas que tejían y destejían consejeros, embajadores y camarillas, y al que no se le escapaba la naturaleza psicológica de los personajes y de sus ambiciones, los describió a todos de un brochazo. Los llamó primates. Quizá, aquel rey y supremo estadista francés, al que Leibniz apodó con guasa el rey Marte -el de la guerra-, no se equivocaba.
La vuelta del conde de Oropesa se produjo en medio de este torbellino nervioso… Nerviosismo del embajador de Viena, el conde de Harrach, que llegó a amenazar a la reina con encerrarla en un convento si el rey fallecía sin testar a favor del archiduque. Nerviosismo también, aunque algo más disimulado, del embajador de Luis XIV, el conde Harcourt, que llegaría dos años después con la misión de inventar de la nada, con la mano cada día más poderosa del cardenal Portocarrero, un partido francés. Nerviosismo de los consejeros y administradores de la monarquía, que descubrían indignados cómo los monarcas de Francia, Inglaterra y Holanda firmaban tratados donde se repartían la herencia de Carlos II como se reparte un botín de guerra -1698: José Fernando recibiría España, las Indias y los Países Bajos del sur; el emperador Leopoldo I, Milán; Luis XIV, Nápoles, Sicilia, Toscana y Guipúzcoa… 1699, ratificado en 1700: el archiduque Carlos obtendría España y las Indias; Francia conseguiría Nápoles, Sicilia, Toscana, Guipúzcoa, Lorena y la posibilidad de cambiar Sicilia por Saboya; el duque de Lorena sería compensado con Milán; y los Países Bajos se declararían independientes-. Nerviosismo, por supuesto, del monarca, que se había convertido en un anciano sin herederos. Que agonizaba rodeado de exorcistas, cortesanos y embajadores.
Oropesa llegó a esta corte de hechizados con una idea: reforzar la determinación testamentaria del rey en favor de José Fernando de Baviera. De acuerdo con su deseo, el testamento de 1698 confirmó a José Fernando como heredero y nombró gobernador al padre del príncipe durante la minoría de edad de éste. Vano intento. También en esto fracasó el conde. El pequeño príncipe, apenas tres meses después de hecho público el documento, de repente se vio golpeado por ataques de epilepsia, vómitos y pérdidas prolongadas de conocimiento. Fallecía el mes de febrero de 1699, en Bruselas. Todo hizo pensar entonces que había sido envenenado. Al fin y al cabo, a los hombres de Estado de aquella época les gustaban en exceso los venenos. Tenían buenos maestros y gentes aplicadas en el uso de los tósigos: los vertían en las bebidas, los acumulaban en los inmensos anillos que adornaban los dedos, los infiltraban en la ropa e imitaban así la muerte de Hércules, abrasado por una túnica envenenada, los colaban en afeites, en pieles, en libros, untaban con ellos las frutas en el árbol antes de que madurasen del todo. El veneno siempre era útil. Siempre podía fulminar a un rival.
Durante un tiempo circularon los rumores de envenenamiento. Durante un tiempo se habló del príncipe niño y su trágica muerte en todas las cortes de Europa. Después lo olvidaron. Es decir, lo relegaron al pasado, absorbidos por el ritmo de los acontecimientos. En la Europa del siglo XVII no había lugar para los sentimientos, y el recuerdo estaba absolutamente prohibido. La muerte de José Fernando de Baviera reforzó la candidatura del archiduque Carlos, defendida por Leopoldo I en Viena y por la reina Mariana de Neoburgo y el almirante de Castilla en Madrid. Oropesa, aunque aún no se había deshecho del todo del anhelo portugués, terminó acercándose a su viejo enemigo, el conde de Melgar y almirante de Castilla, y se inclinó también por esa solución: mirar a Viena.
Entonces, el martes 28 de abril de 1699, estalló un motín en las calles de Madrid. Es difícil comprender la lógica de los motines de subsistencias -ciegos, rabiosos y habitualmente estériles- que recorren los siglos XVI, XVII y XVIII, pero tienen su razón de ser -el hambre, la carestía-, como también tienen su técnica invisible, inspirada en la tradición y el instinto. Sólo se ve cómo estallan, cómo se enconan, cómo se extinguen. La gente, durante años, trabaja y calla, se aburre, malvive, comercia y calcula, compara un año con otro, y entre tanto sigue todo lo que sucede, presta oído a las noticias, a los libelos y los romances, los transmite de casa en casa, evitando extraer conclusiones y expresar la opinión propia. De esa manera, lenta e imperceptible, se crea y se moldea su espíritu. Primero es una disposición de ánimo general e imprecisa que se exterioriza sólo con gestos breves y maldiciones y se sabe bien a quién van dirigidos. Luego, gradualmente, se convierte en un parecer que no se oculta. Y finalmente se consolida como una convicción firme y definida sobre la que ya no es necesario hablar y que sólo se manifiesta en actos. La ciudad, ligada y absorbida por ese pensamiento, empieza a murmurar, se prepara, espera. Un buen día, un día que amanece y empieza como tantos otros, el silencio largo y somnoliento se quiebra.
De repente, se produce un altercado. Alguien protesta o lanza un grito. Las gentes sencillas saltan de los lugares en los que han permanecido sentadas durante años y las notables se encierran en sus casas rezando para que no les trague la furia del motín. Los disturbios suelen durar un día, dos o cuatro, hasta que se los tritura con tropas, o hasta que mueren y decaen por sí mismos. Entonces las casas abren las ventanas una tras otra de nuevo, la muchedumbre se retira, los artesanos y el pueblo llano, con aire avergonzado o resacoso, serio o pálido, continúan su trabajo y su vida de siempre.
Todo gobierno del Antiguo Régimen tenía a la vez buena y mala conciencia ante estos motines. Buena, porque no era responsable de los elementos. Mala, porque ¿cómo puede estarse en contra de los que mueren de hambre? Se salía al paso con ejecuciones ejemplares, seguidas de amplios perdones. Siempre, por otra parte, se sentía el temor secreto a una explotación política de los motines provocados por el grito de los estómagos. Esto, precisamente, fue lo que ocurrió el 28 de noviembre de 1699.
El precio del pan subía y los alimentos escaseaban en aquel Madrid sucio y hambriento de finales de siglo. El populacho, sin hacer análisis más profundos, se decía: «qué porquería de reinado» y «más vale ser ahorcado que morir de hambre». Mucha gente, poco ilustrada, pero no mal informada, acribillaba al rey a insultos y repetía rumores que hablaban de hechizos, confesores y exorcistas. Los agentes del partido francés afinaban este descontento, inundando las calles de panfletos y libelos en los que se hacía al conde de Oropesa responsable de la situación y se acusaba, a él y a su esposa, de acaparar los productos de primera necesidad y especular con el hambre del pueblo madrileño.
Como solía suceder cuando la furia se apoderaba de gentes estranguladas por las malas cosechas y el hambre -y los agentes del partido francés sabían muy bien que ocurría así-, el resentimiento cristalizó en una persona: el conde de Oropesa.
Las consecuencias del motín fueron profundas: la cólera popular ante la carestía prestó al cardenal Portocarrero el empuje necesario para desmantelar el partido austriaco. Oropesa, desahuciado, dejaba el poder y abandonaba la corte. Tras él salía desterrado también el almirante de Castilla y, unos cuantos meses después, la condesa de Berlepsch, confidente y camarera mayor de la reina doña Mariana. En la corte de Versalles, Luis XIV, de ordinario sereno y más partidario del reparto que de otra cosa, no pudo dejar de sentirse fascinado cuando su embajador le comunicó que, calmados los ánimos, el cardenal se revelaba como el hombre fuerte de la corte y que muchas personalidades se mostraban, ahora sí, convencidas de que la opción del duque de Anjou, en el caso de que no se dividiese el patrimonio dinástico, resultaba mucho más atractiva que la alternativa del archiduque Carlos.
Volvía a caer. Ya desde el sosiego que da el destierro, triste ante el modo en que sus rivales le habían descabalgado del poder, Oropesa redactó un largo y sentido memorial al rey Carlos II. Como ocho años atrás, el viejo conde citaba sus anteriores méritos, se lamentaba muy dolorosamente de todo lo que había sucedido y destacaba su disposición a seguir dando lo mejor de sí mismo. Escribía las razones de los disturbios, manifestaba y explicaba que detrás de aquel motín había una organización, octavillas, canciones, libelos, romances… Todo aquello no nacía de la nada. Sin duda había personajes poderosos detrás. Sin duda habían infiltrado a sus agentes entre los alborotadores. No podía comprender que se le hubiese tratado de aquella manera, que se le hubiera acusado de delincuente, tirano y traidor al rey. No podía comprender que el vulgo hubiera asaltado su casa y la hubiese saqueado e incendiado. No comprendía que el pueblo madrileño lo hubiera buscado para matarlo:
«Deseo persuadir al mundo de que lo que se ejecuta conmigo no es por mis delitos, sino es por contemporización política; es contra la soberana autoridad de V. M. Antes quisiera se me declarase por delincuente que por sacrificio a motivo tan opuesto a la soberanía de V. M.»
Las letras se alinean regularmente. Heladas y sombrías. Letras gravadas sobre una lápida. Ya no queda ni rastro del esplendor antiguo ni de la sensación de fuerza y comunión con la totalidad que lo poseía en el pasado. Oropesa escribe su debilidad y su derrota. Los dedos le arden y los ojos le tiemblan en la calma del retiro al que le ha condenado el rey siguiendo el clamor insistente de sus enemigos. Desterrarlo, escribe, es más que un crimen, es un error…
Escribía poseído por la nostalgia de futuro que, al ser derribado, invade la mirada del poderoso. Tal vez imaginando las noches de otoño e invierno que pasaría aún allí, aplastado en aquel palacio, aguardando en vano una respuesta del rey. Carlos II lo había convertido en un noble débil e indefenso y le había dejado abandonado a una manada de chacales, porque si algo funcionaba bien por aquellas fechas ese algo era la floración de papeles manuscritos e impresos en los que se defendía o atacaba con la pluma las opciones políticas del rival. Al escrito del conde respondería Luis Salazar y Castro, agente del cardenal Portocarrero, con duros argumentos. Todos los violentos hechos habían tenido lugar porque el conde era una persona aborrecida en sumo grado, un lobo con piel de cordero, un orgulloso aprovechado e insufrible bastardo de la Casa de Braganza, un ministro odioso, desconocedor de abastos y hacienda, defraudador del erario regio y especulador con el estancamiento del aceite, y un lector empedernido de Tácito…
«¿Qué novedad -se pregunta Salazar y Castro- puede haber en que un pueblo numeroso y arriscado, padeciendo a un tiempo mismo la falta del pan, carne y aceite y gobernado de un ministro anteriormente odioso, llegue a los últimos términos de su tolerancia?…»
«La restitución o demostración pública -sigue líneas más adelante-, que V. E. pide es infructuosa e impracticable: arriesgárase la autoridad real a la nota de tiranía si se empeñase en volver a la Corte y los empleos públicos a un individuo aborrecido en sumo grado; y de volver V. E. saldrá precisamente el mayor desdoro de Su Majestad.»
Los enemigos de Oropesa habían ganado también la batalla de la propaganda. El hombre que se había enfrentado al derrumbamiento de un imperio asfixiado por una gran crisis económica, social e ideológica, el hombre que había tratado de frenar la hemorragia hacendística y reformar el sistema tributario de Castilla, se veía convertido ahora, a golpe de hoja volandera y libelo, en un defraudador, un delincuente y un tirano. Los mismos procedimientos que sus agentes habían usado contra Juan José de Austria o la reina María Luisa para acercarlo al poder y conquistar los ojos sonámbulos de Carlos II, lo destruían ahora. Dicen que en la tristeza del destierro siguió redactando escritos para defender su honor y el de su casa. Todavía continuaba escribiendo memoriales cuando la muerte de Carlos II, su señor, entró dentro de su palacio, y con ella el fin de una dinastía y la amenaza de una guerra.
Cuentan los cronistas de la época que fue uno de los aristócratas que se opuso a la proclamación del nieto de Luis XIV, y en 1706 reconoció al archiduque Carlos, el perdedor del testamento de Carlos II. Que siguió a los ejércitos aliados por tierras de Castilla y Aragón, primero en sus avances, luego en sus retiradas. Que en Valencia, después de haber sido perseguido y hostigado por la caballería francesa, se encargó de la organización del gobierno del archiduque. Cuentan eso los cronistas de la guerra de Sucesión, pero es difícil no imaginarlo, no solamente más viejo, sino también envejecido. Es difícil no pensar que los días habían dejado de ir en su busca, evitando ahora su encuentro, palideciendo y desvaneciéndose, rozándolo apenas.
Cuentan también que a mediados de 1707, después de la derrota de los ejércitos aliados en la batalla de Almansa, el pretendiente austríaco lo envió a Génova para acompañar a su prometida en su viaje a Barcelona. El conde, está probado, regresó de la travesía como un cadáver navegante. Llegó con ese aspecto a Barcelona y, aunque en ésta no se oía otra cosa que ¡Viva el rey, viva la reina y vivan los reyes!, aunque sonaban alegres e incasables los cañones del castillo de Montjuich y sobre las callejuelas y los tejados de las casas se elevaba, sin ningún peso, el jolgorio de las campanas y los oboes, el viejo conde no tuvo ninguna palabra para la ciudad. Es difícil también aquí no imaginarlo viejo y derrotado, como quien desde hace tiempo siente que el fluido vital, la facultad de existir, la vida, en suma, y acaso también la voluntad de seguir viviendo, sale de él lenta pero continuamente.
La tierra era buena; al oído volvía a decírselo la ciudad engalanada, el carruaje pesado y majestuoso en el que Isabel Cristina de Brunswick atravesaba la Puerta del Ángel y se dirigía a la iglesia de Santa María del Mar; al oído se lo decían los tapices y las pinturas y también la belleza de esa muchacha que iba a convertirse en reina. La vida es buena, sí, pero pasa deprisa. Cómo de entre las manos resbala. Cerráis los ojos y ya no se os ve, ya no se os oye. Como la arena, se desvanece el tiempo, y tal vez al conde, que allí estaba, bien quedo, mirando de oscuro eso que ya no tendría nunca, tal vez al conde, a quien no le quedaba salud, aquella boda y aquel esplendor amenazado le hablaron del viento que se lleva consigo el polvo. Los golpes venidos del fondo del cuerpo adquirían mayor relieve ahora. Siempre habían estado allí, pero sólo ahora surgían limpios de otros ruidos, cada uno de ellos con perfil de espada. El conde no vería el final de la guerra de Sucesión. La muerte cerró sus ojos ese año de 1707, librándolo así de los daños de una nueva derrota.
[De la mano de un monarca débil y enfermizo llegaba el éxito, la riqueza, la gloria, pero también la sed, el abandono, la muerte. Oropesa quiso ser el poderoso ministro a quien Carlos II mira y espera, y durante un tiempo lo fue, e incluso creyó posible su ambicioso programa de reformas. Intrigas y acontecimientos internacionales terminarían despertándole del sueño. Un motín le arrancó el favor del monarca y apartó para siempre de la corte. Tiempo después moriría en el bando de los perdedores del testamento del último austria. «El sueño del caballero», Antonio de Pereda, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.]