El tiempo entre la sombra
Sean éstos o no los lugares por los que pasó el joven pintor, estuviera o no después en Francia -para algunos relatos resulta esencial que Paret haya estado en el país vecino, haya bebido directamente del barroco francés y asimilado a la perfección su lección de cromatismo, melancolía, sensualidad…-, lo imaginemos en París o trabajando a fondo en Madrid con el pintor francés La Traverse, tal y como lo recuerda Ceán Bermúdez, de lo que no hay duda es que en 1767 firma un hermoso cuadro, Baile en máscara, y que en él adelanta ya su estilo y muchos de sus lienzos posteriores. De lo que no cabe duda es que en 1769 el joven pintor se encuentra en Madrid y hace gala de una madurez asombrosa.
Sí, ahora sabía pintar y es más que probable que fuese feliz, amarrado a su paleta. El infante don Luis le había nombrado su pintor de cámara y para él, su mecenas, realizaba cuadros al óleo y acuarelas. Los príncipes y los aristócratas de la corte querían una celebración hípica, una escena galante, y el joven artista se entregaba a ello, dándole a la pintura una gracia exquisita. De su pincel salían retratos y cuadros espléndidos: Las parejas reales, La tienda, La Puerta del Sol, Carlos III comiendo ante su Corte, La Carta… Tal vez, abierto a su mirada el palacio de Aranjuez y los salones de la aristocracia, llegó a pensar entonces que la lucha había acabado, que había acabado cuando aún era joven, cuando todavía no era un viejo roto y fatigado, roído por la idea de que todos esos cielos algodonosos, aquellos colmados ojos suyos puestos en las damas y los caballeros y el teatro de la corte, no hubiesen bastado para despertar el interés de quienes hacen los encargos. Tal vez se dejó arrebatar por la fascinación del espectáculo, aunque, en el fondo, supiese el valor de esas cosas, el sonoro vacío de esas fiestas y esa magnificencia. Le esperaba una vida de artista cortesano; sus escenas encenderían los ojos de las damas; los príncipes se conmoverían con la expresión que él anhelaba dar a la belleza. Le aguardaba, entre árboles y claros cielos azules, un atardecer en el que bebería contento, viejo, maestro, a la sombra de los palacios y las iglesias: don Luis Paret y Alcázar.
Tal vez de no cruzarse por medio las aventuras del infante don Luis, la mano de un confesor y la cólera de un rey, ése hubiese sido su camino, ésa su vida. La vida soporta mal la literatura; por otra parte, en esta historia todo resulta terriblemente sencillo. En el siglo XVIII, el alma de las gentes era propiedad de Dios; sus cuerpos, del rey. El destino de las gentes dependía por entero de movimientos ínfimos: un trazo de pluma, una palabra pronunciada, una llave que gira, una mirada que ve sin ser percibida… No, no fue el viento lo que derribó a Paret de esa inmensa esperanza que se había adueñado de él a partir de 1770. Dios no estaba airado, ni tampoco la Inquisición. No, en esta ocasión no se trató del Santo Oficio con hogueras y carretas, sambenitos y un sonoro trueno de exhortaciones latinas. Nada tuvieron que ver Dios y la Inquisición esta vez. Todos -reyes, confesores, ministros, inquisidores- se parecen. En esta época no se sabe muchas veces quién se come a quién. Sin embargo, en la historia de Paret las dudas se desvanecen. Quien actúa de Saturno es el severo confesor del rey, fray Joaquín Eleta. Así lo demuestran los escasos documentos y así puede leerse en una carta que el embajador francés dirige a París por aquellas fechas:
«El buen padre ha comenzado por hacer arrestar a algunos sirvientes del infante don Luis. Ha descubierto los que le servían de cómplices en sus amoríos y ha condenado algunos a presidio de Puerto Rico y otros han sido exiliados por tres años y de seis a sesenta leguas de la Corte.»
Quien actúa de Saturno es, al final, Carlos III.
«Pasen estos sujetos a aquella isla con el solo fin de alejarlos de estos dominios, que se ha de cuidar que no salgan de ella sin orden de su Majestad…»
Luis Paret debió recibir la orden de destierro con aire apocalíptico. En esas palabras bailaba Madrid y subía en derechura hacia los cielos como si un gran cuchillo hubiera cortado la ciudad por la línea de los palacios y la alzase hacia la boca de los ángeles. No era para él aquella ciudad. Eso decían el padre Eleta y Carlos III. Eso mismo leía el joven pintor en la orden promulgada por el Consejo de Castilla. Madrid no era para él, a pesar de que, habiéndole pagado nobles y príncipes para pintarla -la ciudad, sus paseos, sus fiestas- nadie como él era merecedor de amarla más.
Se va -le desterraban, ése era el deseo del Rey- a Puerto Rico. Se lleva a la isla sus ideas sobre el arte. Quizá echa una mirada a ese cielo y esa ciudad que tardaría más de diez años en volver a pintar. En sus casas, en sus mujeres y paseos, quedan trabajo, honores, sueños. Llega al puerto de La Coruña en diligencia y cruza el Atlántico en la época de las travesías largas e inseguras. Se va con su refinada ironía, sus baúles crujientes de libros y telas por pintar, su enorme peluca y esas otras pelucas pequeñas que ya empiezan a estar de moda… El joven artista, el barco que se aleja, el cielo aún, la tarde…
Luis Paret viviría en Puerto Rico dos años y medio. Lejos, allí, de los príncipes y aristócratas, lejos del artista que había imaginado llegar a ser, siguió pintando y llegó a tener cierto renombre. En la isla, después de que el Consejo de Castilla le conmutara la pena de destierro, dejaría un brillante discípulo, José Campeche, uno de los más celebrados artistas puertorriqueños. No se sabe mucho más de aquellos años. Se sabe -o se piensa- que de aquel cielo campesino trajo el azul, un azul que recorría todos los tonos, desde el añil al cobalto, y que luego, anclado en Bilbao, lo extenderá -el mar- sobre el lienzo, exactamente como en la ribera mujeres antiquísimas tienden la ropa sobre las piedras de la mañana. Se sabe que paseó bajo los árboles de la isla como si lo hiciera por el interior de un cuadro y que vio cómo vivían los esclavos, a los que dibujó en más de una ocasión distinguiéndolos de la tierra de la que era imposible rescatarlos, tristes, secos, desmoronándose al paso del viento.
Se sabe también que le gustaba imaginar a los campesinos sanos y jóvenes, como dioses antiguos, que le gustaba inventarlos suspirando o pensando en las musarañas, y que así los retrató más de una vez. Se sabe que la vida allí en la isla no le resultó fácil. Que se decía a sí mismo que era imposible que la Providencia se burlase así de un hombre. Que se afincó en esa idea, y la examinó amargamente y halló en ella una suerte de satisfacción, un árido confortamiento, como esos niños a los que, por castigarlos, no abren la puerta y, en vez de ponerse a cubierto, se quedan bajo la lluvia con ojos ebrios. Se sabe, también, que en 1778 se le permitió abandonar la isla y volver a la Península, aunque con la obligación de mantenerse a cuarenta leguas de la corte y los Sitios Reales. Que embarcó en cuanto pudo y llegó a La Coruña y se estableció en Bilbao porque en esa ciudad el mar traía ideas de Francia e Inglaterra, hablaba mejor el idioma del comercio, y la fama de un artista como él, pintor de cámara de un príncipe, era menos discreta.