La isla es una herida

Dispuesta a disponer de lo ajeno, la corte de Aranjuez ha echado mano de la solución de Córcega, una isla medio desierta, bajo el dominio nominal de Génova, que la retiene a duras penas con el respaldo de tropas francesas, y el efectivo de Pasquale Paoli, héroe de los rebeldes corsos y primer modelo del joven Napoleón Bonaparte.

Córcega es entonces una roca escarpada y desnuda, sin apenas recursos, de selvática naturaleza y clima pésimo, alejada del comercio y atravesada por la guerra. Con palabras desoladas, parecidas a éstas, la describen los jesuitas españoles, hombres de letras que encontrarán consuelo escuchando los viejos suspiros de Séneca, para quien Córcega también había sido tierra de exilio:

¿A qué atormentaros por la ausencia de la tierra vernácula -escribe Séneca con la mirada tendida hacia Roma- si toda la tierra es patria para el varón digno de este nombre, y éste, en cualquier parte de ella, se sentirá por igual desterrado del mundo, que empieza tras la bóveda azul? ¿Si el fin nuestro está en la lejanía invisible, qué nos importa descansar donde nacimos o en otra parte de la tierra? Desde cualquiera de ellas la distancia que nos separa del cielo es siempre la misma -dice la voz del filósofo, audible aún, a través del espacio y de los tiempos, para aquellos humanistas a los que terminarán descargando sus guardianes en los puertos de las minúsculas ciudades de Calvi, Ajaccio y San Bonifacio-. El alma emana del soplo divino y flota ingrávida, en perpetua peregrinación, aspirada por la eternidad. ¿Los que nos arrojan de la patria son menos desterrados que nosotros?»

Gide ha dicho que el cielo de Córcega es más azul y más profundo que el de parte alguna de la tierra. A Séneca debió parecérselo así la tarde que escribió estas reflexiones, desprendiéndose del recuerdo insoportable de quienes, aprovechándose de su ruina, triunfaban en Roma. Con ese cielo azul, frente a frente, se encuentran también los jesuitas expulsados por Carlos III. Hacia su azul infinito, surcado por campos intactos de nubes, navegan el 18 de mayo los jesuitas aragoneses, catalanes y valencianos, sin saber aún si allí se les permitirá desembarcar, si allí podrán, al fin, buscar el cobijo del suelo.

Los problemas no van a tardar en asomarse a sus ojos. Carlos III ha dado la orden de que la «buena mercancía», fruto de «la operación cesárea practicada en todos los colegios y casas de la Compañía», sea conducida a este lugar donde la vida se hunde en la hierba de los años y en el que, si creemos al padre Isla, las casas, decrépitas y fantasmales, parecen las mismas que durante siete años poblaron la mirada de Séneca, pero lo ha hecho sin consultar siquiera con el embajador de Génova, sin querer ver la guerra que atraviesa Córcega de parte a parte ni atender a las intenciones de los ministros franceses, interesados en hacerse con la soberanía de la isla.

Todavía respiran asombro las cartas del embajador genovés a su serenísimo gobierno. El 12 de mayo de 1767, dos días antes de que la flota de Barceló alcance Civitavecchia, escribe desde Aranjuez:

«Habiéndoseme manifestado amistosamente esta mañana el proyecto de confinar a los jesuitas expulsados en la isla de Córcega, vi inmediatamente al Sr. Jerónimo Grimaldi para informarme de él exactamente; me prometió conferenciar conmigo en mejor coyuntura, pues S. E. estaba ocupadísimo, y me dijo que ya se había despachado sobre este asunto dos correos.»

Estas dos misivas escamoteadas al embajador de Génova son las que permiten al capitán Barceló, el 22 de mayo y desde el puerto de Bastia, anunciar a la Serenísima que se dispone a desembarcar en la isla a los expatriados. Pero Barceló se encuentra entonces con la negativa de Marbeuf, general al frente de las tropas francesas en Córcega, quien había mostrado su mayor oposición a recibir a los exiliados españoles y había advertido que si llegaban a Córcega los barcos él intentaría convencer a sus capitanes para que se dirigiesen a Génova. «Les haré sentir -había escrito- que la República, al consentir en el establecimiento de los jesuitas en Córcega, no estaba en el caso de rechazarlos en las otras partes de su dominio… Que vayan, pues, al puerto de una gran ciudad, donde encontrarán todas sus necesidades.»

Otra vez se niega asilo a los jesuitas. No hay problema teórico alguno en el desembarco, pero sí en la práctica. Cuatro largos y difíciles meses de negociaciones diplomáticas harán falta para conseguir que puedan pisar la tierra rocosa de Córcega. Mientras tanto esperan. El sol se les clava en el alma, en el corazón enfermo, en los ojos descoloridos, desteñidos desde hace días de errar sobre las aguas, semanas, meses. El cielo se les vuelve cada vez más opaco a los jesuitas de la antigua Corona de Aragón, que esperan en Bastia, varados en el puerto, y a los de las restantes flotillas, los norteños, los de ambas mesetas, los andaluces, sin contar a los de las provincias americanas y oceánicas, que pronto bogarán también rumbo a Córcega.

La disputa diplomática que los mantiene atrapados entre mar y cielo aparece, con toda su crudeza, en la carta que el embajador francés en Aranjuez escribe a su jefe, el ministro Choiseul, el 8 de junio de 1767:

El rey de España se ha visto obligado necesariamente a expulsar a todos los jesuitas de sus estados; la corte de Roma ha rechazado admitirlos en los suyos; el gran duque de Toscana ha declarado que no los recibiría; la República de Génova ha dicho lo mismo, no obstante están embarcados, surcan los mares desde hace más de seis semanas. ¿Qué va a ser de ellos? ¿Es preciso dejarlos morir de miseria y de fatiga en los barcos? Será preciso, finalmente, que el rey de España, que no podrá dispensarse de publicar un manifiesto sobre la conducta irregular e injusta de la corte de Roma, sea obligado a hacer publicar otro sobre la conducta de Marbeuf. Y ¿cómo este oficial que sólo es depositario de las plazas de los genoveses ha podido negar a los comandantes de los barcos españoles poner en tierra a los jesuitas de su nación cuando la República lo había consentido? El rey de España no pedía en modo alguno a Marbeuf alojar cómodamente estos jesuitas puesto que no lo podía hacer; este monarca había dado órdenes y tomado medidas para que los víveres no faltaran a estos padres; los hubiera colocado como hubiera podido, en las ciudades o en los pueblos; se habrían hecho construir barracas; en una palabra, S. C. M. proporcionará todo el dinero que sea necesario y el gasto más considerable no le afectará… He aquí, señor, las primeras observaciones del marqués de Grimaldi sobre el suceso de que se trata.

Leemos más adelante:

Viendo, señor, que era imposible hacer gustar al marqués de Grimaldi los motivos del rechazo de Marbeuf me he ocupado de prevenir y evitar que el ministerio español mire el partido ulterior que Francia ha adoptado como dictado por alguna mala voluntad, y no me ha sido difícil persuadir una verdad incontestablemente establecida por las gestiones que habéis hecho cerca de la República de Génova para permitir que los jesuitas españoles desembarcaran en su ciudad y allí dejarlos en depósito hasta que puedan pasar a otros Estados de Italia. En efecto, ¡qué partido mejor podréis tomar una vez que miráis el desembarco de estos padres en Córcega como absolutamente impracticable! Por lo demás, señor, si la República de Génova se presta a esta solución, los jesuitas españoles les serán de momento desembarcados, pero caso de que sea rechazada no dudo disimular que si no ordenáis a Marbeuf recibirlos, de la manera que sea, causaréis una pena más sensible que no la puedo expresar a S. C. M y a su Ministerio.

En la espera forzosa de Bastia pueden los desterrados tener noticias unos de otros. A Bastia van llegando los convoyes que han salido de los puertos españoles. En Bastia se les da, por fin, después de disputas y decenas de cartas, un lugar firme de la isla de Córcega donde saltar a tierra: Calvi, Ajaccio y San Bonifacio recibirían a los jesuitas españoles según su procedencia regional. En Bastia han muerto, mientras esperaban allí varados los trece bajeles custodiados por el capitán Barceló, dos sacerdotes de la residencia de Valencia. Queda de ellos su nombre, consignado en los papeles de Isla. Quedan sermones sumergidos… Es verano. Un verano tórrido. El bochorno quema las velas de los barcos y la calma. Los han colocado en cubierta, junto a la escalerilla. Los han trasladado a tierra. En tierra los han abandonado cadáveres. Luego han zarpado rumbo a San Bonifacio. Se han ido en silencio. Impacientes. Llevan tres enfermos que, si creemos el memorial de Isla, un lecho de papel que espera los sueños de los nombres ajenos, no vivirán mucho.

No debe extrañarnos que algunos lugares toleren mal a sus nuevos propietarios. Los que llegan después son sólo intrusos en el dolor y la miseria que se ha sedimentado con el tiempo. San Bonifacio, al sur de Córcega, próxima al estrecho que separa de Cerdeña la isla natal de Napoleón, es en esta época una ciudad amurallada, rodeada de quiebras, peñascos y precipicios.

A esta ciudad, fiel a Génova y expuesta al asedio de los soldados rebeldes de Paoli, a esta tierra selvática y sin comercio, vigilada por el viento y la miseria de sus campesinos, a esta ciudad que ofrece silenciosa los diversos servicios de que es capaz, de abrevadero, de cárcel, de cementerio, llega la flota del capitán Barceló el 24 de agosto.

Desde cubierta contemplan los desterrados el paisaje. El precipicio que desciende cortado a pico hasta el mar. ¿Qué ve Juan Andrés? ¿Recuerda mientras mira? ¿Cierra los ojos para tratar de soñar? ¿Con los ojos del alma mira hacia atrás y ve el mundo de los bienes perdidos? ¿Se mira a sí mismo y tiene la impresión terrible que se tiene en una prisión? ¿Lleno de angustia abre los párpados y se encuentra frente a frente con el cielo azul que siglo y medio después admirará Gide?

San Bonifacio. Es el final del viaje. Así lo dicen las últimas órdenes que ha recibido Barceló. Tenaces, desolados, los jesuitas de las tierras de la antigua Corona de Aragón están listos para abandonar los barcos. Desde el puente de El Atrevido el capitán ve cómo la tripulación descarga «la buena mercancía» con cierta alegría. Sus ojos están exultantes. Por fin se marchan. No llevan apenas equipaje. Dan la impresión de no tener nada. Sin sus pasos desgraciados y sus oraciones El Atrevido, y los otros barcos ya no parecen abandonados. Casi han cambiado de fisonomía. Se han salvado de la intemperie, de los naufragios, de la negrura de su carga. Iban a la deriva cuando los jesuitas estaban a bordo, pero ahora los hijos malditos de Loyola caminan lentos por el áspero peñasco que conduce a la ciudad. Los capitanes toman de nuevo plena posesión de su destino. Y lo demuestran. Ahora es difícil subir a bordo de los navíos mercantes. Sólo pueden ser tomados por asalto. El drama que se ha vivido en sus bodegas pertenece a la antigüedad de los mares. De los abismos. De las fábulas. Días después de que los jesuitas se hallan alojado en San Bonifacio desaparecen del puerto como si jamás hubieran existido. Son el pasado.

Los perdedores de la historia de España
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