Los que naufragan en el desierto
Varias, múltiples, son las voces que atribuyen a la CEDA la condición de nacionalismo conservador, recalcando su familiaridad con las fórmulas de extrema derecha. Varios son también los relatos que la dibujan como un conglomerado de grupos y partidos cuyas promesas y prácticas contradictorias encontraron unanimidad pasajera y aparente sólo para derribar. Quizá la mejor definición de lo que fue y significó la CEDA se deba a Giménez Fernández, que en 1967, un año antes de su muerte, decía:
El gran defecto de la CEDA es que, en realidad, nunca fue un partido, sino un movimiento antipartido, negación de la negación sectaria republicana, no de la República: porque mientras que la negación de la negación en álgebra es una afirmación, en política suele ser un disparate. Así, de los tres sectores de la minoría (Minoría Popular Agraria)… sólo oponía una afirmación el ala izquierda, nutrida de ideas demócrata cristianas, dadas a conocer por El Debate, mientras la derecha de los latifundistas y sus servidores curialescos era ferozmente conservadora y miraba a los demócratas cristianos con más prevención que a los masones, entre los que no faltaban terratenientes; y el centro, nutrido por la burguesía media, sólo coincidía en huir de la funesta manía de pensar, y esperar mesiánicamente su salvación, primeramente de Gil Robles, después de Calvo Sotelo, luego de Primo de Rivera, y hoy de Franco.
La ambigüedad accidentalista de Ángel Herrera, director de El Debate, y Gil Robles fue el telar en el que los demócratas cristianos tejieron sus falsas ilusiones. Tras el 14 de abril de 1931, los revolucionarios sin revolución pretendieron disponer del país y de la República como si realmente la hubiesen hecho, negando toda realidad que no fuera la suya propia e ignorando que una importantísima parte de los españoles no estaba ni podía estar conforme a sus numerosas y progresistas reformas. Hay que recordar que ni siquiera la declaración de obediencia al nuevo régimen por El Debate impidió la quema de iglesias en la primavera de 1931; que ni siquiera el desacuerdo de miembros del gobierno como Alcalá Zamora o Miguel Maura moderó una Constitución vista en aquellos tiempos como un atentado a los derechos de la Iglesia y una amenaza a las formas de vida, creencias y referencias morales de una gran masa de ciudadanos; que ni siquiera se toleró la campaña revisionista organizada por Gil Robles, cuya base electoral, al principio sobrecogida y callada, iría desilusionándose de su tímida republicanización, enfureciéndose progresivamente… caminando hacia la mitología armada. Hay que recordar también el dramático diálogo mantenido por Fernando de los Ríos y Manuel Azaña en 1937, donde éste, revelando su creciente convicción de que la realidad social española no estaba preparada para una transformación como la propuesta e intentada por él y su generación, exclamaba doloridamente:
«Viviremos o nos enterrarán persuadidos de que nada de esto era lo que había que hacer.» Esto es, que la «República no tenía por qué embargar la totalidad del alma de cada español, ni siquiera la mayor parte de ella, para los fines de la vida nacional y el Estado».
Durante la República, los esfuerzos realizados por Gil Robles fueron arduos. Criadas a la sombra secular y bajo la mole de la pirámide monárquica, en 1931 el derrumbamiento del trono dejó a las derechas en un inconfortable estupor. Ya no había paredes donde agarrarse y trepar con la yedra. De la noche a la mañana, los gigantescos lados de la vieja construcción protectora habían desaparecido y ya no se vislumbraba más soberanía que la que brotaba de abajo, de las entrañas del suelo. Unos -los más activos al principio- se empeñaron catastróficamente en lo imposible: reconstruir la abatida pirámide. Otros -los más numerosos- no salieron de su asombro. Algunos decidieron batirse en la República por lo suyo, sin querer acordarse más del bloque coronado que se había hundido.
Tanto en Gil Robles como en Giménez Fernández o Luis Lucia, ala izquierda de la CEDA y propagandistas de una nueva fe para las masas católicas, existiría la misma dramática contradicción que se ha dado y se dará siempre entre el hombre y el medio, cuando el medio es refractario al hombre. Un apóstol se diferencia esencialmente de un líder en que éste predica a los que están ya convencidos, mientras que aquél lo hace a los que no sólo están por convencer, sino que además sienten una natural resistencia a ese convencimiento. A san Pablo no le bastaba dirigirse a los gentiles. Tenía que luchar con ellos, con su tradición arraigada, con sus prejuicios casi inexpugnables. Tenía que cogerles el alma y volvérsela al revés, y esto mismo fue, muchas veces, lo que tuvieron que hacer los demócratas cristianos con sus correspondientes gentiles, tan anacrónicos como los personajes novelescos del padre Coloma.
En vez de mirar atrás con inútil añoranza, o de persignarse espantadas ante el porvenir, Gil Robles arrastró a las masas católicas dentro de la República, a pesar de que su pasión íntima, verdadera, estaba muy lejos de ella. La diferencia entre Gil Robles y el alfonsino Goicoechea hay que buscarla en la cordura del primero, en que con los demócratas cristianos de su partido se dio cuenta de que su ideal era imposible, que resultaba preferible la adaptación a un régimen que no era el soñado antes que la catastrófica fidelidad al que sólo era un sueño. Tras la confusión inicial, lejos de abstenerse o rebelarse, decidieron luchar legal, tenaz y cívicamente, para vencer en las urnas. Encontraron respuesta en sectores de la jerarquía y eco en las masas católicas, que por efecto de la propaganda convirtieron a la CEDA en el primer partido de la Segunda República. Encontraron el apoyo de Lerroux y los republicanos conservadores, contrariados por la alianza de Manuel Azaña con los socialistas. Lograron romper con los monárquicos autoritarios de Goicoechea, que se agruparon en Renovación Española, y en lugar de fusiles, como habían hecho los alfonsinos más irreductibles en 1932, comenzaron a pedir votos.
Tales esfuerzos les permitieron, en sólo dos años, invertir el estado de opinión y canalizar la de quienes, en 1931, como salidos de un profundo letargo, no habían sabido situarse. Tras el triunfo electoral de noviembre, el acuerdo entre Lerroux y Gil Robles agrupó una gran mayoría en las Cortes, aunque de difícil equilibrio. Los riesgos para ambos políticos eran evidentes, pues si para el primero construir un área de republicanismo conservador junto a la CEDA podía implicar la pérdida de los progresistas liderados por Martínez Barrio, para el segundo, darle apoyo parlamentario al Partido Radical, podía desorientar a su propia militancia, todavía muy sensible a las bravatas de los alfonsinos y tradicionalistas.
La política se hace en borrador, lo que indudablemente le da su trascendencia, pero muchas veces impide reparar equivocaciones y abandonos. Hay momentos en que nada de lo que fue vuelve a ser, y las palabras y los hombres y los sueños dejan de ser lo que fueron un día antes. Como decía Giménez Fernández en 1936, las derechas de Gil Robles cometieron errores y abusos, algunos de ellos enormes; vivieron en la ambigüedad, los equívocos y la desconfianza, y sufrieron derrotas, algunas de ellas devastadoras; pero para comprender su fracaso dentro de la República no basta con describirlas como un bloque por completo negativo y abocado por sus mismas contradicciones al fracaso. Hay que recordar también que cuando, por fin, sus líderes dejaron de acampar fuera del nuevo régimen y cruzaron su Rubicón, las izquierdas, al verlos llegar y vencer, rompieron con las instituciones y se lanzaron a la más descabellada de las revoluciones, que es la de hacer la revolución cuando el país no la quiere. A finales de 1934, Gaziel escribía:
«Una de dos: o las derechas gobiernan bien, o gobiernan mal. Si lo primero, consolidarán el régimen, cosa que ha de agradar a todo republicano, sea de derecha o de izquierda; y si lo segundo, el país, defraudado, echará del poder a las derechas y se volverá de nuevo hacia las izquierdas.»
Quizá lo único que se requería para fortalecer la República era que las derechas la reconociesen y se le acercasen, pero en lugar de comprender la aspiración de Gil Robles a entrar en el gobierno como una aspiración legítima -las derechas habían ganado las elecciones en 1933- lo que se hizo fue condenarla bien como algo subterráneo y conspirativo, bien como una traición. Para los monárquicos alfonsinos y los tradicionalistas, trabajar en la República era entrar en el juego parlamentario y renunciar a la salvación de España. Para la izquierda, desde la liderada por Azaña, Companys o Álvaro de Albornoz a la que se movía por las Casas del Pueblo, UGT, la CNT o la FAI, se trataba del primer paso a la fascistización del Estado.
Varias interpretaciones han justificado la sublevación de octubre del 34 sobre la tesis de lo que podría denominarse revolución preventiva: la insurrección armada se habría producido para impedir el acceso al poder de un partido como la CEDA, que no sólo discrepaba de lo que había sido hasta entonces la República sino que además contaba con unos líderes dispuestos y decididos a la subversión del orden establecido y a la implantación de un régimen dictatorial. Los propósitos de Gil Robles eran, sin embargo, muy diferentes de como los quisieron ver sus adversarios políticos. Como Giménez Fernández, su objetivo era gobernar la República e influir en ella para moldearla; mantener abierta la posibilidad de una revisión constitucional y no abortarla mediante exigencias que hubieran obligado a Lerroux a abandonar incluso las reformas que estaba dispuesto a llevar a fin. Fue imposible.
1934 condujo la España aburguesada y proletaria del siglo XX a lo más viejo, crónico y torpe de la política del XIX. La negativa de Alcalá Zamora a entregar a Gil Robles el poder a finales de 1935 llevó al derrumbamiento final de la táctica legalista del líder de la CEDA. De esta forma, poco antes del drama de 1936, y cuando parecía que Gil Robles se encontraba a un palmo de recoger su fruto más preciado -la cabecera del banco azul- fracasó la democracia cristiana como proyecto de integración. Los monárquicos se apresuraron a sacar tajada de la crisis, denunciando la inviabilidad de la contrarrevolución legalista y del parlamentarismo. Como Calvo Sotelo, que en ABC escribe:
«Ha muerto el accidentalismo, a mi juicio. Y por los cuatro costados… El jefe del Estado ha interpretado ahora el espíritu del 14 de abril y ha concitado el aplauso de todos los republicanos que se creen en posesión de la pureza de ese espíritu.»
Las muchedumbres, igual que el mar, no entienden de razones. Cuando se embravecen, van a lo suyo y arrollan cuanto se opone a su avance. Si los hombres elegidos no les satisfacen, no por esto cambian ellas de parecer. Lo que hacen, en todo caso, es cambiar de hombres, y enfurecidas por la contrariedad, los buscarán cada vez más extremistas, más estridentes y más catastróficos.
Calvo Sotelo tenía razón. Gil Robles fue incapaz de restablecerse del fracaso electoral de 1936 y no volvió a recuperar la autoridad de que había gozado hasta entonces en su partido. Tampoco los demócratas cristianos, que en realidad habían tenido dentro de la CEDA un protagonismo mayor del que correspondía a su exigua fuerza política y social. La opinión los abandonó, y con ella la utopía de convertir a las masas católicas, que aceleraron su ingreso en la filas de Falange o en la oposición monárquica de Calvo Sotelo, Goicoechea y Maeztu.
Giménez Fernández, cuya reforma agraria había sido acusada de radical por los propietarios, como Lamamié de Clairac, que proclamó que se haría cismático si se le arrebataban las tierras con las Encíclicas en la mano, cosechó desprecio en la izquierda, ironías e insultos en las derechas monárquicas, y la más absoluta de las incomprensiones en el seno de la CEDA. Leer su correspondencia y sus discursos parlamentarios desde finales de 1935 a 1936 es leer un folletín sentimental y único sobre la soledad.
En 1935, tras una conversación con Alcalá Zamora y otra con Gil Robles, durante las cuales descubre la trágica incompatibilidad personal del líder cedista y el presidente de la República, anotaba:
Mi impresión fue lamentable, pues me convencí de que la incompatibilidad personal de Gil Robles con su Excelencia había llegado a extremos inconciliables, ya que la disparidad de caracteres había sido agravada por muchos interesados en que no hubiera arreglo, a saber: los monárquicos; los aristocratoides; los conservaduros de la CEDA, que en una reacción antipresidencial creen ver el triunfo de su tendencia; la juventud dirigente de la JAP, que confunde la dignidad eficaz con la gallardía intempestiva; los quitamotas y aduladores que jalean por servilismo; algunos políticos que, por calculada conveniencia o por odio a su Excelencia, exacerban aquella actitud y la persecución contra todo criterio contrario al suyo…
Lentamente van filtrándose en las palabras de Gil Robles los riesgos de una guerra civil, cuando ya no hay duda de que sus relaciones con el líder cedista han experimentado un notable deterioro. Enfrentar a derechas e izquierdas, dice en 1936, es una terrible equivocación, pues ello inevitablemente favorece a los extremismos. Tampoco es inteligente oponer Monarquía y República, puesto que en el siglo XX ninguna de las dos había sido ejemplar, ni el plantear la lucha electoral como una contienda entre catolicismo y socialismo, ya que lo contrario al catolicismo no es otra cosa que el anticatolicismo o un conjunto de errores más amplio que el marxismo. La CEDA, para Giménez Fernández, podía estar en materia política a la derecha, pero en lo social se situaba, según él, en posiciones más avanzadas que la mayor parte del republicanismo; por eso padecería ineludiblemente si se producía un alineamiento electoral simplificador en dos bandos enfrentados a muerte.
Todo -creencias, palabras- ritmos sin raíces, mármoles rotos, caminos muertos entre sombras que cavan trincheras; todo, después de la derrota electoral de febrero de 1936, resultaría sencillo, terriblemente sencillo. Las inútiles gestiones realizadas por Gil Robles a fin de declarar el estado de guerra en el país, la conspiración militar, el levantamiento, la guerra, el mundo tétrico de las armas, la pesadilla de sostenerse a puro diente, a puras uñas, a puro odio… Ya muy cansado, y antes de que se produjera aquel arrasamiento, Giménez Fernández vio claro lo que ocurriría. Las orillas arrastraban fatalmente a los españoles. Comprendió las sombras que amenazaban la República; sólo la muerte con sus lutos y no la vida con sus púrpuras. El viento y el fuego y las llamas y el hacha y el hachero. Comprendió la debilidad de los puentes, su falta de eficacia en una época que quería ser vivida en primera persona y con mayúsculas, su lentitud frente a los hechos. Terrible destino, las ruinas. El último de sus discursos parlamentarios, en el cual critica que una mayoría circunstancial, como era el Frente Popular, utilizara para la determinación de la validez de actas electorales criterios cambiantes en razón de si se trataba de adversarios políticos o diputados de su propia coalición, parece, al leerse hoy, cuando sabemos a qué España irá a derrumbarse, una despedida:
Con lealtad os digo que creo que en el día de hoy al votar la nulidad de las actas de Cuenca se comete un error gravísimo, porque vais a convencer a los demás de que la lucha legal no es posible, de que hay que ir a la lucha antilegal, y eso sí que constituye un mal terrible para la democracia y para la República… o aceptamos unos principios básicos con arreglo a los cuales todos podamos actuar, o no; si los aceptamos no puede ser que quede fuera del Parlamento quien haya sido consagrado de manera legítima y justa… Los partidos, las ideas, la democracia, la República, no tienen nada que temer de sus enemigos; de quienes tienen que temer es de los sectarios que la desnaturalizan, de los malvados que los protegen y de los ambiciosos que los deshonran…
¡Cuánto se ha perdido ya! ¡Qué devastación han traído los tiempos sobre la palabra, qué abismos se han abierto con los años, cuántas ilusiones han sido agotadas ya por las desavenencias personales y los partidismos, por los desengaños y la muerte de tantos proyectos! Cuando ahora habla, las ilusiones de 1933 han envejecido ya en él, como si ya no importaran o dolieran. Tan enardecido parece el brillo negro de los metales no usados de las armas, que sabe reconocer que ésta será la última vez que haga un discurso en el Congreso de la Segunda República. Habla como si caminara ya por una ciudad devastada, como una legión suicida, como un desterrado que busca su destierro, que se pregunta qué huella dejará su planta desnuda, qué descolorida palabra suya no pudrirá el tiempo… Dice:
Sres. Diputados, con toda lealtad, lamento las molestias que les causé, siento la forma en que por lo visto me he producido, sin obtener por lo menos el respeto y la consideración que otras veces, y no les extrañará a sus señorías que prescinda en absoluto de predicar en el desierto, porque hoy me he convencido de que todo lo que sean apelaciones a la convivencia aquí, son perfectamente inútiles. He terminado.
Los movimientos militares y populares del 18 de julio de 1936 cuajaron en una guerra civil que lo arrasó todo. Luego, con los campos y ciudades de España convertidos en un denso corazón desolado, ya no hubo manera de entender el catolicismo fuera de los ámbitos de la cruzada, fuera de la prosa barroca que proporcionó una lucha civil poblada de mártires y fusilados. La guerra fue un tiempo de insomnio. La posguerra y el régimen franquista, de silencio. Hombres de clase media y moderados, la mayoría de los demócratas cristianos, renunciaron al mayor privilegio del ser humano, ser dueños de sí mismos. Vivieron sin memoria, ni edad, ni porvenir. Colaboraron con la dictadura o desaparecieron en los márgenes de la historia, desvaneciéndose, como árboles sin hojas, como una primavera muda, errante, rota.
La guerra civil pudo ser absurda y equivocada, pero el pelotón al que uno pertenecía, o en el que se vio atrapado, fue algo absoluto. Lo trágico de una guerra civil, además del bárbaro derramamiento de sangre, es que obliga, que fuerza físicamente a una opción y a ceder parte del propio ideario en beneficio de principios más elementales, inmediatos y extremistas. El verano de 1936 fue como el filo de una navaja, sobre el que no se puede permanecer sentado. Hay que dejarse caer de un lado o del otro. Giménez Fernández se alineó en el bando que luego acaudillaría Franco y en este bando se mantuvo claramente, pero fue siempre un exiliado interior de aquella España naciente a la que él hubiera querido dar un rumbo distinto. Hasta el final de la lucha vivió en Chipiona, en una especie de confinamiento protector, bajo la garantía personal de Queipo de Llano, y con la exigencia de no mantener contacto alguno con Gil Robles, compromiso del que sólo se vio libre en 1943. Después, la marginación de la vida pública, su repulsa a colaborar con el régimen franquista como colaboraron Martín Artajo y Ángel Herrera, la oposición silenciosa, los encuentros con el exiliado Gil Robles, el europeísmo, la muerte, el cementerio, el olvido… También ésta es una historia de la controvertida tercera España, tierra sin evidencia de tiempo y más vasta que la reducida al republicanismo moderado del exilio. Otra de cuyas historias, quizá una de las más trágicas de todas, es la del correligionario de Giménez Fernández, el social católico Luis Lucia, desgarrado en lo más íntimo de su ser por aquel filo de navaja, encarcelado, procesado y amenazado con la pena de muerte por los «rojos» primero y por los franquistas después.