Una pasión no correspondida
Después de cruzar la frontera, Napoleón se ocupará únicamente de la guerra. Los campos se abren a su paso. Las tropas avanzan a sus órdenes. Vitoria. Burgos. Los cadáveres y los heridos quedan abandonados entre los desperdicios y los caballos reventados. Llegan los correos anunciando los triunfos de los mariscales. Soult en Reinosa. Víctor en Espinosa. Lannes en Tudela. Los españoles de Castaños huyen. Los ingleses de Moore naufragan. El 2 de diciembre el emperador se aloja en el palacio de Chamartín, a una legua y media de la capital. Madrid capitula el 4 de diciembre.
José, entre tanto, sin un puesto en el ejército y en la mas completa soledad, mezclado con los furgones de las tropas invasoras, ha decidido renunciar a la corona. «La vergüenza -escribe a Napoleón- cubre mi frente ante mis pretendidos súbditos. Suplico a V. M. que acepte mi renuncia a todos los derechos que me había dado al trono de España.» Serio, abatido, sin poder alguno, vuelve a pensar en la corte de Nápoles, cuyo recuerdo parece decirle: la vida se escapa, así que no desprecies la felicidad que se te presenta, apresúrate a abandonar esta tierra helada y hostil.
Pero de repente Madrid cambia de tono. Una comisión de diputados, encabezados por el alcalde de la capital, pide el regreso del monarca. ¿Qué ha sucedido? La mano del emperador amenaza con agarrar por el cuello el país entero y dividir España en virreinatos militares. Otra vez suena la voz de los afrancesados, y esa voz libera todas las demás. Hay que jurar lealtad a José.
Un nuevo desprecio y el fin. Es el momento de su mayor popularidad como rey de España, y José, convencido de haber recobrado o logrado al fin el amor de sus súbditos, acepta la nueva situación. El 23 de diciembre escribe: «Madrid está tranquilo; 20.615 padres de familia han firmado los registros; son todos los jefes de familia. El juramento ha sido otorgado con mucha afluencia.»
Lejos quedan los días sombríos de Vitoria. En la capital, que todavía no ha visto como es debido pero en la que le esperan preocupaciones y dificultades, cree posible arreglar y enmendar el reino. Sí… Madrid está tranquilo. España será reducida a la obediencia y se abrirá por fin a las nuevas ideas. Los derechos feudales y el tribunal de la Inquisición ya han sido abolidos. Las aduanas serán trasladadas y establecidas en las fronteras. Sus ministros se encargarán de tapar los agujeros de la Hacienda Real con la desamortización de los bienes eclesiásticos y estudiarán el modo de adaptar el código de Napoleón y dar al país una legislación civil uniforme. Los hombres de letras se ocuparán de que la Gaceta de Madrid lleve a todos los pueblos de España estos adelantos. Los ejércitos imperiales harán desistir a los jefes insurrectos de sus locos propósitos…
De esta suerte el rey se estafa a sí mismo y acaba convirtiéndose en deudor de su propia persona y de todo lo que le rodea. La Forest, más atento a las sombras y los susurros que al teatro, reducirá sus esperanzas a términos reales: «S. M. el emperador -escribe mientras los ejércitos franceses avanzan hacia Andalucía- ha logrado infundir miedo, y el temor que tienen los españoles a ser gobernados por un virrey sirve perfectamente al rey José.»
El espejismo de diciembre de 1808 no dura demasiado tiempo. En Madrid, José y sus ministros se encuentran la misma realidad que habían dejado a su marcha. Unas arcas vacías, unos funcionarios aburridos, la negativa de la Junta de Sevilla a una salida negociada de la guerra, unos mariscales ebrios de botín que actúan con absoluta independencia y una población desconfiada, que sólo espera la derrota de los ejércitos franceses para arrojarles del poder y ajustar cuentas.
Los ministros y el rey, conscientes de que su poder no se extiende más allá de los muros de la capital, desconcertados ante el abismo que separa las necesidades del país de sus posibilidades, lucharán una y otra vez por conservar los jirones de sus grandes proyectos iniciales. Trabajan en vano. El andamiaje creado en Bayona, cuyo cemento ha sido amasado con demasiada rapidez, se desmorona por todas partes. Una disposición imperial y todo el edificio se vendrá abajo. Esta orden la firma Napoleón en 1810, al decretar la separación de las provincias allende el Ebro, paso hacia la creación de una moderna Marca Hispánica. Cansado de los asuntos españoles, que extienden el rumor por la Europa legitimista de que el vencedor de Austerlitz, Marengo y Eylau, ha embarrancado en una funesta guerra nacional, y viéndose contrariado por la actitud de su hermano, al que considera demasiado iluso, el emperador reparte España en grandes comandancias militares, cuyos titulares, independientes unos de otros, no deben a José más que una deferencia de pura fórmula, y están autorizados en secreto a no tener en cuenta ninguna de sus órdenes. «Haced saber al general Suchet -escribe ese año a Berthier, después de haber dado curso al decreto- que si llegan órdenes de Madrid contrarias a las mías, debe considerarlas como no recibidas, especialmente en lo que se refiere a la administración.» Suchet es el nuevo virrey de Aragón. Instrucciones semejantes han sido cursadas a MacDonald, general en jefe del ejército de Cataluña; Soult, de Andalucía; y Massena, de Portugal.
Este decreto de 1810 convierte la corona de José en bisutería; la Constitución de Bayona, en papel; España, en provincia de Francia. Los ministros afrancesados se rebelan contra la realidad: niegan voz soterradamente a las órdenes imperiales, recomiendan guardar las apariencias, conservar un Estado con ideas unitarias y no un monstruo hermafrodita sin sentido ni finalidad, reducido al territorio de Castilla y a unas tropas de no más de quince mil soldados. «Si los hechos desmienten el lenguaje del rey, y si se desmembra la monarquía, si los generales franceses imponen a su albedrío contribuciones a las provincias, si en ellas se desconoce la autoridad del rey, si se envilece la dignidad nacional, ¿qué resultados se pueden esperar? -exclaman Azanza y O’Farril-. Los que ya empiezan a verificarse: ineficacia en los esfuerzos de S. M. para obtener la pacificación general, menosprecio de su carácter, el destrozo de la nación, la pérdida irremediable de las Américas, una crecida emigración de los españoles…» José, desconcertado, también estalla. «Quiero saber -escribe a su esposa, de cuyos servicios, además de los prestados por sus embajadores, se vale para influir en el ánimo de Napoleón- cuáles son las verdaderas disposiciones del emperador a mi respecto, ¿qué quiere de mí y de España?; que me comunique de una vez su voluntad, y no estaré situado por más tiempo entre lo que tengo aspecto de ser y lo que soy realmente… Si el emperador quiere que me canse de España, es preciso renunciar inmediatamente.»
Inútilmente busca la comprensión de su hermano. La decisión imperial es irrevocable, y ni las reclamaciones epistolares, que impulsado por sus ministros eleva el rey a su hermano y recorren los caminos que unen ambas cortes, ni su efímera presencia en París, logran remover la letra del decreto. José piensa en su época, en el presente, en España… El emperador Napoleón tan sólo en la posteridad, en la leyenda, en la historia. ¡Qué lástima no poder ver y no poder dibujar el rostro de este rey que sin nación quiere tener un ejército nacional! En medio del tumulto, de las operaciones militares y el crecimiento de las guerrillas, amargado, a la sombra de la incomprensión, en su apartado palacio fuera del círculo donde se producen los acontecimientos, escribe palabras tan agitadas como las guerras que sumergen Europa, aún sometida al genio de Napoleón. «No deben esperar de mí que gobierne España únicamente para el bien de Francia…» «Nada puedo hacer por el bien de España y de Francia, aquí me envilezco como un idiota, o como un ambicioso intrigante y disimulado…» «Mi deseo -confiesa desmoralizado a su esposa a finales de 1811- es retirarme de los asuntos si España ha de ser desmembrada y si el estado actual debe durar. Estamos amenazados de todos los males a la vez, la peste y el hambre. El pan vale dos sueldos la libra, la miseria es horrible. Hay desgraciados que mueren de hambre en las calles.»
Desde 1810 José es un rey atrapado en medio de los escombros de una monarquía, un rey al que no le queda más que el título (ignorado por los mariscales, combatido por el pueblo) y la responsabilidad, que se ve incapaz de rehuir. Sus fieles colaboradores, siempre escasos pese a los miles de españoles que en 1813 cruzarán la frontera (doce mil familias, según los cálculos del exiliado Llorente), tampoco se encuentran en mejor situación. Hombres envejecidos y arruinados, La Forest los describe aferrándose a la Constitución jurada en Bayona, esquivando la realidad impuesta por el emperador, queriendo reunir Cortes en Madrid y tratando de lograr un último y quimérico arreglo con los líderes de la resistencia. Imaginar lo que comienza a rondarles por la cabeza no es difícil: piensan que el día que se desplome este rey, totalmente agotado y derrumbado más que sentado en el trono, su pellejo valdrá menos que dos cuartos.
Con el tiempo, la guerra de los mariscales, que tampoco da los resultados esperados por Napoleón, ensombrece aún más su ánimo. No se trata de vencer, sino de vencer siempre, y los afrancesados comprueban cómo las fuerzas se agotan en la empresa. Los guerrilleros han tomado las ilusiones pisoteadas del ejército de Castaños y las avivan con su aliento, llevándolas como una antorcha por todo el país. Wellington se mueve en Portugal. Los soldados franceses, perdidos en una tierra lejana y hostil, están cansados, preocupados y angustiados ante la idea de ser prisioneros de su propia conquista. Todos tienen miedo a ser cazados por las partidas del Empecinado, Mina, el cura Merino… Son dueños de las ciudades, del terreno que pisan, pero apenas lo abandonan éste vuelve automáticamente a caer bajo el control de los guerrilleros. «La marcha de nuestro ejército -dice un oficial francés- se asemeja a la de un buque que va abriendo surco en el mar y lo ve cerrarse tras sí apenas ha pasado.» Cruzar España se ha convertido en una operación militar. Un batallón no basta a veces para escoltar una carta. Lo que en 1809 parecía un paseo militar se ha convertido a finales de 1811 en un atolladero que obliga a mantener un número elevado de tropas, pronto necesarias en la nueva empresa imperial: Rusia. La ocupación de España es una devoradora de hombres. Como confirma 1812, la retirada de efectivos puede desencadenar todas las catástrofes.