Mártires y emperadores
Todo resultó inútil. De nada sirvió que san Ambrosio de Milán, que se encontraba en Tréveris a cargo de una misión diplomática, intercediera para salvarlos. En vano san Martín de Tours, al que le desagradaban tanto los reos como los acusadores, los aborrecedores como los aborrecidos, intentó que la sentencia no se ejecutara. Los principales herejes, para la intachable severidad de los jueces, culpables de maleficio y hechicería, maniqueísmo y doctrinas obscenas, serían decapitados. En la plaza de Tréveris, la ciudad más antigua de Alemania, en medio del silencio y la sospecha, cayó separada por el hacha la cabeza del obispo Prisciliano. Quedó así, limpiamente destrozado en Tréveris, aunque envuelto en sombras, como su destino, el primer hereje al que ejecutaba el poder secular después de más de tres siglos de disputas teológicas y de áridos y también célebres heresiarcas. Quedó aniquilado Prisciliano para siempre. Su aliento, su ánimo erudito y discutidor. Su pasión por los Evangelios apócrifos y áspero orgullo. Sobre la sangre del dignatario de Ávila, que corría hasta el suelo en delgados hilos negros, cayó también, ochocientos años antes de que se fundara la Inquisición y con helada exactitud se armara de hogueras la Iglesia, la sangre de sus más íntimos amigos y seguidores. Uno tras otro.
Era el año 385. En aquel entonces, no más de un siglo después de que Diocleciano hubiera dividido el poder entre dos augustos y dos césares, el inmenso y desvertebrado Imperio atravesaba una época de perpetuas y terribles amenazas. Es verdad que Atila no ha saqueado aún las ciudades de Milán y Padua, arrasando los bellos palacios y quemando los libros incomprensibles, acaso temeroso de que aquellas letras encubriesen blasfemias contra su dios, que era una cimitarra. Todavía, es verdad, los cronistas que escriben «fue ejecutado Prisciliano; era el año 385», los cronistas del crepúsculo, no han visto arder Roma en los ojos de Alarico ni conocen el nombre de aquel azote de Dios, Atila, que está por llegar. Todavía las bibliotecas, los palimpsestos y códices no sirven de lumbre a las hordas bárbaras, pero los jinetes hunos ya se han derramado a borbotones desde las llanuras asiáticas para escaldar la piel de la estepa rusa y empujar a los visigodos hacia el sur, a los dominios de los cálices y los emperadores; ya estos guerreros errantes, los godos, han rebasado las extensas fronteras del mundo romano, abrazado la fe arriana y vencido a Valente en la batalla de Adrianápolis, y, para conjurar el peligro de una furia que resuella y bulle en todas las fronteras, ya el hábil Teodosio los ha convertido en aliados y franqueado su entrada en el ejército. Los bárbaros romanizados forman ahora la única defensa del Imperio frente a sus hermanos, esos lobos que acechan a las afueras con un brillo abrasador en la mirada.
Es este siglo, el siglo que verá rodar la cabeza del obispo Prisciliano, un siglo convulso y agitado, un siglo en el que al temor de las invasiones viene a agregarse la saña con la que se combaten los emperadores entre sí, jefes militares tanto o más que políticos, jefes belicosos y pragmáticos que residen cerca de las fronteras, en las ciudades de Tréveris y Milán, Nicomedia y Sirmio, y que muchas veces mueren asesinados y en las tierras de la periferia, sin haber entrado jamás en Roma ni haberla visto.
Es éste el siglo en el que el viejo pueblo de Roma, adusto y contenido, escucha la vieja fábula del tiempo. Qué fin de sueño y cuánto desencanto encierran las palabras de Símaco, el senador pagano que estérilmente ruega a Graciano para que la diosa Victoria, recuerdo de los dioses del Olimpo y de las invencibles gentes del pasado, no sea retirada del Senado y su altar continúe presidiendo el lugar donde los ilustres senadores aún declaman su inmortal papel. En el teatro de los antiguos césares, avanza durante esta época la elegía. Los días de esplendor, los días de las grandes conquistas y elegante retórica, se han desvanecido de la ciudad para siempre, que ha dejado de ser la capital del mundo. En el siglo IV, el corazón del Imperio late en Oriente, helenizado y opulento. Es allí, en las ricas provincias de Oriente, en sus grandes y populosas ciudades, donde se recaudan dos tercios de los impuestos de todo el Imperio, donde hierve el comercio y la riqueza, donde Constantino, el gran benefactor del cristianismo, ha fundado en el 330 una nueva capital que lleva su nombre, Constantinopla, donde se celebra el gran concilio del año 381 para combatir las herejías más peligrosas y el gran Teodosio ha proclamado el catolicismo religión oficial del Imperio y despojado de sus sedes a los obispos arrianos.
Ha pasado tiempo. Ha pasado mucho tiempo: acontecimientos memorables, experiencias horribles, imprevistas mutaciones. La Iglesia vive ahora, rotos y vencidos los dioses del Olimpo, el momento de su organización e instalación definitivas. Trasladado su rito por obispos y emperadores de las catacumbas a las espléndidas basílicas, rehabilitadas las tumbas de los mártires y convertido su horror ensangrentado en leyenda, convencidos Graciano y Teodosio, después de los edictos de Constantino, de que la religión cristiana es una fuerza con la que resulta imprescindible contar para poder mantener la unión política, el antaño minúsculo y perseguido grupo ha crecido inseparable de la cultura y de las ciudades y se ha extendido a todas las provincias del Imperio, bañándolo y absorbiéndolo por completo.
Cuando el obispo Prisciliano escucha en la sentencia de Tréveris el sonido terrible que lo arrastrará al patíbulo, ya no resulta necesaria la facundia de Tertuliano, y sí, por el contrario, la reafirmación y sistematización del credo aprobado en el concilio de Nicea bajo la dirección del obispo de Córdoba y consejero de Constantino, el ilustre e influyente Osio. En esta época de plena ebullición cristiana, san Dámaso, el enérgico y ambicioso obispo de Roma al que apelarán en vano Prisciliano y sus compañeros de fortuna, san Jerónimo, secretario de aquél y autor de la Vulgata, traducción latina de la Biblia que la Iglesia considerará oficial durante siglos, y el gran leguleyo y administrador, san Ambrosio de Milán, trabajan ya sobre una conquista: fijar un texto definitivo, completar la jerarquización, establecer las normas y sentenciar. También cabe ya una interpretación de la historia, una filosofía de la historia, estrictamente cristiana: san Agustín de Hipona.
Ha pasado tiempo. Ha pasado mucho tiempo: herejías, concilios, dogmas. En el año 379, año en que da comienzo esta historia, año en que las tempestuosas sospechas de ocultista, astrólogo, brujo y maniqueo golpean a Prisciliano, el Estado dentro del Estado se ha convertido en el verdadero Estado, el más estable y el más fuerte, y lo político ha cedido paso a lo religioso como arquitrabe de un Imperio inequívocamente cristiano. La Hispania donde vive y de donde es arrancado Prisciliano, la Hispania en la que escribe el gran poeta Prudencio y ya ha visto marchar camino de la milicia al usurpador Máximo, es una clara muestra de cómo la idea de Roma sobrevive en lo religioso cuando ésta no es más que un ocaso o el reflejo de un ocaso. En el año 379, año en que aquel noble y culto hispano trata de fulminar por escrito a sus perseguidores, los obispos han empezado a desempeñar funciones civiles y los límites entre la jurisdicción eclesiástica y la secular son tan borrosos que a muchos les resulta difícil distinguirlos. Ésta será, en gran medida, la gran tragedia de Prisciliano.