Reyes de frontera
Y así fue. Legitimistas y obcecados, jinetes de un pasado irrecuperable, don Carlos y sus sucesores cruzaban las fronteras con el ingenuo y bárbaro impulso de un cantar de gesta. Vencidos siempre y siempre aferrados a la tradición, errantes y posesos, llevaban en el exilio la vida del conspirador, esperando siempre que los gobiernos liberales ofrecieran nuevo latido a su perenne quimera: ¡Dios, Patria, Rey! Y así ocurría. Cuando la correspondencia hervía de tumultos, cuando la confusión volvía a gobernar las Cortes, se dejaban arrastrar por los hilos que tendían con sus propias manos y regresaban al ruedo ibérico. En las páginas de un libro, en las novelas de Galdós, Baroja o Valle Inclán, en cualquier pasaje de cualquier manual de historia de España, siglos XIX y XX, bárbara y romancesca en tiempos de Isabel II, crepuscular en la Restauración, oculta en las hojas sangrientas de 1936, tenaz como flor desecada y en su interior derrotada de su único triunfo militar en 1939, puede rastrearse aún su larga y sonámbula biografía. Pueden escucharse sus pasos, su rumor fatigado, conocido, y sentir, como diría Unamuno, la paz como fundamento de la guerra y la guerra como fundamento de la paz.
Los perdedores abundan en esta epopeya, son muchos, podría decirse que millares, porque cada pliegue se abre en nuevos abanicos y las escenas, seductoras al calor de la lumbre, dudosas, criminales, se ramifican de generación en generación: desde los desconocidos y olvidados, esos guerrilleros, voluntarios y aventureros de los caminos y los campos de batalla, a los inquilinos de la catedral de San Justo de Trieste, los pretendientes, que tras años de afanarse, de andar de un lado para otro -Lisboa, Bourges, Tolouse, Londres, Praga, Venecia, Viena…-, de alzarse hasta los cielos con repentino ímpetu y luego de la derrota no saber qué hacer, morían en su cama y dejaban a sus descendientes los derechos al trono, roídos por las ratas del tiempo. Don Carlos María Isidro, don Carlos Luis, don Juan, don Carlos, don Jaime, don Alfonso Carlos, don Javier, don Carlos Hugo… nombres todos ellos que hoy no dicen nada, pero que en una época no muy lejana estuvieron ligados a una poderosa nostalgia de futuro, aquella que describe Unamuno en las páginas de Paz en la guerra:
Al renunciar don Juan de Borbón sus pretensiones a la corona, en favor de su hijo Carlos, mientras el cura llamaba a aquél liberal y hereje, y don Eustaquio sostenía la irrenunciabilidad de aquellos derechos, exclamaba Gambelu:
– Vale más que haya renunciado, porque, vamos a ver, ¿íbamos a llamarnos juanistas? Carlos era el nuestro, carlistas es nuestro nombre…
Y a continuación aclara Unamuno:
¿Iban a perder aquel nombre que llevaba sobre sí todas las esperanzas y recuerdos de los unos, y los rencores de los otros? ¡Carlos! ¡Nombre lleno de historia, evocador de años de verdura!… El nombre sonoro les despertaba, aunque no vieran debajo de él a su portador, a cuyo respecto eran recibidas fríamente en la tertulia las frecuentes correspondencias desde Trieste, que publicaba La Esperanza…
Tampoco escasean los generales en esta historia, están ahí, en los documentos y las crónicas, devotos de la causa, anacrónicos, feroces, esperando quizá la mirada de algún novelista que rescate sus pasos de la niebla, que siga la larga agonía de los caminos, el ladrido de los perros, la zancada de las partidas, el agua del río en las presas, la mueca dolorosa de los fusilamientos, el griterío de la batalla campal, la intriga en las antecámaras reales…
Zumalacárregui, que no sobrevivirá a la primera guerra; Cabrera, que combatirá en vano el abrazo de Vergara y mucho después, exiliado en Londres, se alejará del carlismo y reconocerá a Alfonso XII; Lizárraga, que perseguirá al guerrillero Santa Cruz para hacer una guerra de mariscales y no de bandoleros, y de quien tendrá que huir aquel cura sanguinario que se deslizaba como un lobo por los montes de Guipúzcoa, viviendo siempre al acecho, haciendo la guerra como la tradición pedía, atacando, huyendo, escondiéndose entre las matas y los árboles, incendiando caseríos, ordenando fusilamientos… El viejo Tristany y el viejo Elío, que en la guerra de 1873 intentarán cobrarse el desquite de la contienda anterior, y Mendiri, veterano también de primera carlistada, que en una carta de 1875 ofrece la imagen de esos espacios desolados que las ilusiones dejan cuando se retiran: el exilio:
«Aquí vivo con mi mujer y cuñada consumiendo los residuos de nuestra antigua opulencia que, por hacerlos alargar un poco más, nosotros mismos nos hacemos la comida; después… Dios dirá… Yo me considero ya un presunto maestro de escuela o secretario de ayuntamiento en algún pueblo.»
Las palabras de este gerifalte de antaño nos acercan a un rincón poco frecuentado, invisible por pequeño o por gigante; nos llevan a Francia, donde después de cada fracaso buscan refugio soldados, tenientes, generales, pretendientes, infantes, esposas… En 1841 el alcalde de una ciudad del noroeste, Alençon, comunicaba a su prefecto que los refugiados no querían aprovechar la amnistía y deseaban quedarse en Francia puesto que no volverían a España sin la autorización de don Carlos. Habían cruzado la frontera por respeto al juramento prestado al pretendiente: a un juramento no se le puede faltar. En 1842, de los veintiséis mil carlistas que se habían refugiado en Francia, aún quedaban, según su ministro de Interior, ocho mil. En 1875, con ocasión de la segunda guerra, los números apenas variarían. Los carlistas eran el grupo más numeroso entre los emigrados españoles, muy por encima de republicanos, anarquistas y cantonalistas.