El botín del cristiano
Tiempos, en verdad, difíciles. Tiempos para escribir sobre ciudades y jardines perdidos para siempre. Todos los cronistas musulmanes así lo señalan. Las tierras del islam eran, cuando llegó Abd Allah al trono, un campo abierto para las tropas y embajadores de Alfonso VI, que entonces vivía la atracción de al-Andalus. El rey de Castilla y León ya no sólo ofrecía su protección: la imponía. Quería plata, siempre plata, parias y más parias, tributos con los que pagar sus ejércitos y mantener su preeminencia sobre la Iglesia y los nobles. Tributos que arruinaban a los emires de al-Andalus y a sus pueblos. ¡Ay de aquel que no pagase! Que se preparara para ver sus tierras devastadas y perdidas, pues el gran rey cristiano tenía palabra, protegía a sus clientes a filo de espada, contra cristianos o musulmanes, y del mismo modo, a filo de espada, se apresuraba a meter en razón al incauto que se atreviera a desafiarle. El más poderoso de los soberanos musulmanes, al-Mutamid de Sevilla, había sufrido la experiencia: de viva voz podía relatar el emir poeta cómo Alfonso había invadido su reino, cómo la expedición punitiva del rey cristiano, terrible en lanzas, jinetes y soldados, había saqueado y arrasado tierras enteras, cómo había amenazado Sevilla y seguido camino hasta las playas de Tarifa. Cómo allí, al atardecer, había entrado con su caballo en las olas y pronunciado la frase que los autores musulmanes le atribuyen:
«Éste es el límite de al-Andalus, yo lo he pisado.»
Igual que a al-Mutamid, de la misma manera que a los otros reyezuelos de la fragmentada España musulmana, al emir de Granada no le había quedado otro remedio que seguir la voluntad del infiel Alfonso, y hacerlo iluminado por su propio crepúsculo, por su propio servilismo y forzada sumisión. Los recuerdos ahogan aquí al rey de Granada con un diluvio de sombras. Abd Allah evoca el lugar, la situación, los personajes; recuerda cómo Ibn Ammar, visir de al-Mutamid, se había acercado en embajada a Alfonso y, por segunda vez, le había instigado para marchar contra Granada y adueñarse de la ciudad y sus tesoros. Cómo el rey cristiano le había enviado mensaje con el aviso de su llegada y la orden de salir a su encuentro. Cómo sus asesores y consejeros, reunidos en torno suyo, le habían recetado prudencia, aceptar la realidad, ceder y ceder ante el fiero Alfonso y evitar así la guerra, la destrucción. Llegados a este punto las voces pueblan el papel:
¿Qué es lo que te propones hacer? Se trata de un enemigo que viene a buscarte y al que no puedes resistir. Tanto da que vayas a su encuentro como que no vayas. Ahora bien: si no vas, caerán sobre ti las mayores calamidades, la ruptura será definitiva, y los que te persiguen verán abierto el camino para obrar. La situación será peor que la primera vez, cuando rechazamos a Pedro Ansúrez (embajador de Alfonso) e Ibn Ammar logró interesar a Alfonso y hacer que edificara contra nosotros el castillo de Belillos. No habríamos, pues, salido de este ahogo sino para caer en otro más duro y más amargo. Por lo demás, si tus súbditos advierten la menor disensión por causa de este ejército, no se estarán quedos ni aguantarán a pie firme las calamidades de la otra vez; las esperanzas se perderán, todos perecerán, y tú mismo serás aquí preso sin la menor estipulación de paz, y quedaremos sin la menor garantía. Por consiguiente, de los dos términos de la disyuntiva, el mejor es salir al encuentro de Alfonso, porque si el resultado es la paz, alabarán tu actitud y se consolidará tu reino, y si no lo es, saldrás al menos con seguridad y podrás disfrutar de sosiego. Vete, pues, a su encuentro, háblale con palabras conciliadoras y deja a Dios el cuidado de solucionar tu asunto…
En consecuencia, añade Abd Allah, «me preparé lo mejor posible, reuní en torno mío aquellos de mis hombres que me merecían confianza, y, con la solemnidad requerida por las circunstancias, salí a encontrarme con Alfonso en las cercanías de la ciudad». Luego, recuerda, el rey Alfonso aceptó sus excusas y por fin llegaron al acuerdo de que le pagaría treinta mil meticales, y además, escribe, «para alejar de mí su maldad, le preparé muchos tapices, telas y vasos, y lo reuní todo en una gran tienda en la que le invité a entrar, si bien, al ver las telas, las miró con desprecio».
Quizá ninguno entre sus contemporáneos haya sabido iluminar como él, como Abd Allah, los sueños de Alfonso VI. Los discursos que atribuye al gran soberano de Castilla y León muestran que no se engañaba respecto a sus promesas. Que veía claramente… Los ojos del desterrado escrutan al cristiano, ojos inquietos, desconfiados, sin brillo. ¿Cómo imaginaba Abd Allah que había reaccionado Alfonso ante las proposiciones del visir de Sevilla y el negocio de la conquista de Granada? Copio otra vez de sus Memorias:
Tales proposiciones excitaron la codicia del cristiano:
Es éste un negocio -se decía- en el que de todos modos he de sacar ventaja, incluso si no se toma la ciudad, porque ¿qué ganaré yo con quitársela a uno para entregársela a otro, sino dar a este último refuerzos contra mí mismo? Cuantos más revoltosos haya y cuanta más rivalidad exista entre ellos, tanto mejor para mi. Se decidió, pues, a sacar dinero de ambas partes, y hacer que unos adversarios se estrellaran contra los otros, sin que entrase en sus propósitos adquirir tierras para sí mismo. Yo no soy de su religión -se decía echando sus cuentas- y todos me detestan. ¿ Qué razón hay para que desee tomar Granada? Que se someta sin combatir es cosa imposible y, si ha de ser por guerra, teniendo en cuenta aquellos de mis hombres que han de morir y el dinero que he de gastar, las pérdidas serán mucho mayores que lo que esperaría obtener, caso de ganarla. Por otra parte, si la ganase, no podría conservarla más que contando con la fidelidad de sus pobladores, que no habrían de prestármela, como tampoco sería hacedero que yo matase a todos los habitantes de la ciudad para poblarla con gentes de mi religión. Por consiguiente, no hay en absoluto otra línea de conducta que encizañar unos contra otros a los príncipes musulmanes y sacarles continuamente dinero, para que se queden sin recursos y se debiliten. Cuando a eso lleguemos, Granada, incapaz de resistir, se me entregará espontáneamente y se someterá de grado, como está pasando con Toledo, que, a causa de la miseria y desmigamiento de su población y de la huida de su rey, me viene a las manos sin el menor esfuerzo.
Sí, así ocurría. La táctica de Alfonso VI era la extorsión debilitadora, más que la guerra, que no estaba dispuesto a hacer sin seguridades de éxito. De esa manera se le rindió Toledo. Los cronistas han narrado con detalle los diversos momentos de aquella gran conquista… Las luchas intestinas que desgarran las tierras de al-Qadir, sucesor del poderoso al-Mamun, envenenado el año 1075. La intervención de Alfonso para asegurar al reyezuelo frente a sus enemigos. Las parias cada vez más elevadas. El descontento de los súbditos, cada día más revueltos. La propuesta de al-Qadir de ceder Toledo a cambio de Valencia y a condición de salvar las apariencias con un amago de resistencia. El tambor del ataque. El movimiento pendular y el acoso de los ejércitos castellanos. Las fortalezas del reino que caen. Los campos que son devastados. Los impudores y desórdenes del asedio. La engañosa petición de auxilio a los otros reyes musulmanes, que la desoyen; y, al fin, el año 1085, la entrada de Alfonso en aquella gran ciudad, la ciudad, según sus propias palabras, donde «sus antepasados, poderosos y opulentos, habían reinado».
Todo había ocurrido así, de esa manera visual, casi cinematográfica, o de otra, pero, como recuerda Abd Allah, fuera cual fuera la forma, llenando de temor al resto de los reyes de taifas, la mayoría vasallos tributarios del conquistador. Creyeron entonces, también el débil Abd Allah, que su mundo se eclipsaba. Que sus reinos empezaban a desvanecerse y a desaparecer. Que ni siquiera el pago de parias podía asegurarles frente a los sueños del rey Alfonso, emperador de las dos religiones, y que caminar hacia él, aunque fuera libremente, suponía convertirse en su esclavo. Era inútil llevarse a engaño, decirse a sí mismos, como escribe Abd Allah que se decía la mayoría (¿la mayoría o él sólo?), que de aquí a que se les terminara el dinero y sus súbditos pereciesen bajo los pesados impuestos, como los cristianos pretendían, Dios les haría salir del paso y vendría en su socorro, en ayuda de los musulmanes. Era del todo inútil. Dios no les salvaría del desastre. El rey Alfonso avanzaba, amenazaba sus fronteras, regresaba con sangre cuando se le desafiaba, exigía más, más… y nadie estaba a salvo. Las ideas que venían con la noche debían ser sombrías, como sombrías debían ser las imágenes que se elevaban en el interior de al-Mutamid para mirar al otro lado del Estrecho y buscar auxilio en la ciudad de Marrakech. Quizá las contenidas -imágenes, ideas- en los versos de Ibn al-Assal, alfaquí toledano:
«Aparejad vuestros caballos, oh, gentes de al-Andalus, pues quedarse aquí es una locura. La ropa suele comenzar a deshilacharse por los bordes, pero el vestido de nuestra península se ha desgajado por el medio. Nosotros estamos entre un enemigo que no se nos aparta; ¿cómo vivir con la serpiente en el cesto?»