Voces del paraíso

Concluida la mitad del siglo XIX el ruso Bakunin, que ha conocido la pobreza, la enfermedad, la cárcel, el destierro, el ejercicio de las letras, los viajes, y que ya en el término de sus días conocerá la fama, introduce en el seno de la revolución el principio inmediato de la acción:

«La tempestad y la vida -escribe-, he ahí lo que necesitamos. Un mundo nuevo sin leyes, y por tanto libre.» Trastornado y desarraigado por la filosofía hegeliana y luego por el socialismo y anarquismo francés, encerrado entre palabras, alumbrado perpetuamente por el reino de los hechos, leyendo, escribiendo, hablando del pasado y del porvenir, en continuo diálogo con la Europa obrera y el nihilismo ruso, Bakunin, que morirá en vísperas de la epopeya terrorista, desarrolla por estas fechas sus sueños desmesurados, en los que entrevé la utopía de un mundo sin amos ni esclavos, un mundo de millones de hombres libres, sin cadenas.

Con su poderoso estilo, que ahora conocemos bien, con un fluir incesante de palabras donde se van construyendo los proyectos, tan gigantescos como faltos de escrúpulos, el conspirador y desterrado que vive clandestino en los cafés y hoteles de Suiza porque es un revolucionario fracasado, el Moisés fogoso y onírico que aporta a la rebelión un germen de cinismo político que coagulará en los bajos fondos y los barrios obreros del mundo, desde París, Milán o Barcelona a Londres y Chicago, multiplica con virulencia la corriente utópica de finales del siglo XIX. Las palabras ardientes que ahora escribe preparan el camino, son precursoras de los actos venideros. Dice: el Estado es el crimen. Hasta en sus sueños, el Estado más pequeño y más inofensivo es también criminal. Con Napoleón escribe: la pasión de la destrucción es una pasión creadora. Con los endemoniados de Dostoievski, a los que precede, grita: «Todo o nada.» La profecía de la fuerza le ha tomado la laringe, de modo que ya no puede callar. Hace señas. Clama. Escribe ensayos y artículos dictados por la ocasión inmediata, polémicos, episódicos, desorganizados, inacabados, fragmentarios, incisivos. Habla con urgencia y pasión. Hay que destruirlo todo, escribe. Hay que hacer triunfar el sueño universal de la libertad. Contra toda abstracción, el hombre entero, rebelde. Hay que pulverizar el mundo atroz de la burguesía. Después, dice, hay que mantener las paredes con la fuerza de los brazos. Las palabras, que fluyen incesantemente de sus ojos, ojos desorbitados de futuros, de jinetes apocalípticos, que distinguen al fanático del cínico, le supuran barricadas, barriles de pólvora, clandestinidades. «Nunca -confiesa- he podido creer en la revolución sin un esfuerzo sobrenatural y doloroso, acallando por la fuerza la voz interior que me susurra lo absurdo de mis esperanzas.» El hombre revolucionario, dice, es un hombre condenado de antemano, que no debe tener ni relaciones pasionales, ni cosas o seres amados, que debería despojarse hasta de su nombre. Cuanto es, dice, ha de concentrarse en una sola pasión: la Revolución… Ésta es mi religión, dice. Y profetiza: El tiempo en que la política es la religión y la religión la política ha llegado ya.

Todo lo que vive resiste, escribe George Sorel en sus Reflexiones sobre la violencia. ¿Fue la historia el lugar donde Bakunin quiso resistir, donde buscó aliviarse de una pesadilla de la que deseaba despertar, la sociedad burguesa del siglo XIX, impúdica y acomodaticia, viva a costa de los trabajadores explotados? La libertad como dogma, la soledad como forma de vida, la huelga general como marea, de eso escribe un Bakunin poseso, de eso le habla a Necháiev en los cafés de Basilea, de eso le habla también al italiano Giuseppe Fanelli, que un día de octubre de 1868 llegaría a las estaciones de Barcelona y Madrid con la chispa de los incendios futuros en la maleta.

¿Creyeron sus fantasmales anfitriones -pequeño grupúsculo de impresores, tipógrafos e ilustradores de los bajos fondos de Barcelona y Madrid- que si aquellas palabras podían ser dichas, entonces también podían ser realizadas? ¿Comprendieron que este italiano alto y misterioso, de ojos centelleantes, barba espesa y negra, era un discípulo de Bakunin, que pertenecía al ala antiautoritaria de la Internacional, que el mensaje que traía con él era el anarquismo?

Como recuerda treinta y dos años después de aquella visita el viejo anarquista Anselmo Lorenzo, el genio de Fanelli residió en hacerse entender por su auditorio, que no conocía más que español, cuando sólo se expresaba en italiano y francés.

Su voz tenía un tono metálico, y su expresión se adaptaba perfectamente a lo que decía. Cuando hablaba de los tiranos y explotadores su acento era iracundo y amenazante; cuando se refería a los sufrimientos de los oprimidos su tono expresaba alternativamente tristeza, dolor y aliento. Lo extraordinario del asunto era que no sabía hablar español; hablaba en francés, una lengua que algunos de nosotros sabíamos chapurrear al menos, o en italiano, en cuyo caso, dentro de lo posible, aprovechábamos las analogías que este idioma tiene con el nuestro. Sin embargo, sus pensamientos nos parecían tan convincentes, que cuando terminaba de hablar nos sentíamos embargados de entusiasmo.

La voz fragmentada de Bakunin en los gestos y palabras del viajero Fanelli, el histriónico Fanelli agotando las apariencias del ser, jugando a ser tirano y obrero y justiciero ante un concurso fascinado de personas que lo toman por tirano y obrero y justiciero… A esta curiosa versión del apóstol laico se deben distintos hechos: los monjes de la Idea recorriendo el país a pie, a lomo de burro o en carromatos, sin un céntimo en el bolsillo, alojados por trabajadores que les dan de comer y les escuchan cautivados; los curiosos nombres de la prensa anarquista, La Revancha, El Rebelde, Ravachol, El Oprimido, La Víctima del Trabajo…; la prosa incendiaria de artículos leídos en tabernas olvidadas:

¡La fuerza! Cantemos a la fuerza. Ella es la madre de todo lo creado. Cantemos al puñal, cantemos al revólver, cantemos a la bomba. ¿Que son armas de destrucción? Sí, pero destruyen el mal, destruyen la tiranía, destruyen lo que se opone a la práctica del bien: son las únicas que en estos tiempos han velado por la libertad, han contenido el brazo del verdugo, han contribuido a afianzar las conquistas progresivas.

A esta curiosa versión de apostolado debemos los misteriosos crímenes de la Mano Negra; la furia insurreccional de jornaleros y campesinos sin tierra que bracean como náufragos en las llanuras del Guadalquivir y los pueblecitos serranos de la Andalucía interior; la admisión del vocablo «propaganda» por el hecho en nuestros diccionarios sociales y políticos; el Gran Teatro del Liceo lleno de gritos, carreras, sangre, humo y cuerpos destrozados; la historia del castillo de Montjuic, bastilla del proletariado catalán que proyecta su sombra mitológica sobre Barcelona, y los diálogos del Castillo Maldito, obra de Federico Urales:

Teniente de la Guardia Civil: Hasta ahora resisten, pero cantarán.

Juez: Y si no cantan, se les hace firmar en blanco; alguno de ellos ha de ser, y del uno al otro, en cuanto a criminalidad la diferencia es poca.

También debemos al apostolado del viajero Fanelli los fanáticos asesinos de Cánovas, Canalejas y Dato; la fe ciega en la huelga general como método infalible de victoria; las cargas al sable trasladadas por Ramón Casas a la pintura; las aventuras de la Confederación Nacional del Trabajo; la buena prosa cimarrona del joven Sender; los corajudos guardias del somatén catalán y las deplorables bandas del barón Köening y Bravo Portillo; la tiranía de la Star y las bombas Orsini; la leyenda de Buenaventura Durruti y el verbo populoso de Salvador Seguí…

Además… la combativa y fracasada existencia del cenetista Juan Peiró, que al final de sus días comprendió lo que ya sabía: que lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, como en un sueño. «Con mi muerte, me gano a mí mismo», escriben que dijo cuando la voz cuarteada de su impotente abogado le anunció en la cárcel (Valencia, 1942) el fogonazo de los fusiles.

Los perdedores de la historia de España
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