Las palabras retorcidas
Hombres y mujeres a contracorriente de las masas y orgullosos de estar al servicio de Moscú, ésta fue la única coherencia de los revolucionarios que nutrieron el comunismo en España. Hombres y mujeres de Moscú, cuyos agentes se fijan en España en 1930 y empiezan a percibir sus grandes posibilidades revolucionarias en 1934. Contra los acuerdos de la Internacional Comunista, contra las órdenes del Kremlin, sólo cabía la deserción, la baja, el abandono de las filas. Con la documentación y los archivos en la mano, y para el período que ocupa los años republicanos y guerracivilistas, no son ciertamente Bullejos ni José Díaz ni Jesús Hernández ni Dolores Ibárruri, Pasionaria, los que trazan la política del partido. Detrás del telón mueven los hilos personajes que normalmente no salen en las historias: un ucraniano socarrón y cínico, Dimitri Manufski, hombre de confianza de Stalin en la Comintern, el búlgaro Dimitrov; otro búlgaro, Stoian Mineev, conocido como Stepanov, empeñado en aplicar a España el recetario de la revolución de 1917. Como intermediario de todos ellos, el argentino Victorio Codovilla, burócrata astuto y autoritario que entre 1932 y 1937, hasta la llegada del eficiente e implacable Togliatti a España, tuvo al PCE en un puño.
Salvo al italiano Togliatti, ¿quién los conoce? Sin embargo, fueron ellos los que dictaron la línea a seguir y quienes fueron realizando los virajes estratégicos más bruscos sin provocar la mínima disensión interna, sin que apenas medien consultas o debates. De la política de clase contra clase y el enfrentamiento con la República al Frente Popular de finales de 1935, y de esta trinchera al pacto nazi-soviético, para volver otra vez a plantar cara al fascismo cuando los ejércitos de Hitler invadan la Unión Soviética. Stalin mandaba. Sus agentes de la Comintern transmitían las órdenes. Los militantes españoles bajaban la cabeza y, orgullosos, obedecían.
Conviene recordarlo ahora, cuando al coro de aquella lucha revolucionaria, aquella esperanza bajo la que late una indisoluble mezcla de idealismo y crueldad, de heroísmo y crimen, cuando al coro de aquel sueño roto con el exilio y el tiempo se le asigna el extravagante calificativo de guardián de la democracia. Conviene recordar lo que se ha escrito en los libros de historia tras sosegadas y pacientes investigaciones en archivos, conviene volver a escribirlo para que el pasado no se cuente en términos de lo que debería haber ocurrido según la conveniencia del presente, sino en términos de lo que ocurrió. La batalla de los comunistas españoles no fue una batalla en defensa de la democracia. Tampoco siguieron a Stalin a pesar de sus crímenes, sino de acuerdo con ellos. Durante los ataques a anarquistas y militantes del POUM de 1937, José Díaz, secretario general del PCE desde 1932, no sólo reproducía los argumentos utilizados por el fiscal Vishinski en los procesos de Moscú sino que también imitaba su lenguaje, y sus metáforas, destinadas a desposeer de su condición humana a los perseguidos. En un discurso de mayo de 1937, Díaz afirmaba:
Es Trotski en persona el que ha dirigido a esta banda de forajidos que descarrilan los trenes en la URSS, practican el sabotaje en las grandes fábricas, y hacen todo lo posible por descubrir los secretos militares, para entregarlos a Hitler y a los imperialistas del Japón… El trotskismo (equivalente en España al comunismo heterodoxo del POUM) debe barrerse de todos los países civilizados, si es que de verdad quiere liquidarse a esos bichos que, incrustados en el movimiento obrero, hacen tanto daño a los propios obreros que dicen defender.
Los mismos argumentos serían recogidos por el escritor católico y compañero de viaje José Bergamín en su prefacio al libro Espionaje en España, editado en Barcelona en 1938. Bergamín no sólo repetía y avalaba las calumnias lanzadas contra el POUM sino que también atacaba y amenazaba a sus defensores, entre quienes se encontraban Largo Caballero y Julián Zugazagoitia:
«Hacer la defensa del delincuente como tal, traidor o espía, no es hacer la defensa del hombre, es hacer la defensa de su delito.»
Lucharon y defendieron la República frente a la rebelión de la derecha más reaccionaria, y defendieron el orden burgués en el bando republicano, pero aquella lucha tenía, para los comunistas españoles, un sentido táctico, ya que sólo era un medio para la toma de poder, un poder desde el que luego suprimirían la «democracia burguesa». Como revelan recientes publicaciones, en España ensayó Stalin lo que serían luego las dictaduras comunistas del Este de Europa, las llamadas democracias populares que, en cuanto régimen político, se caracterizarían por no ser ni democracias ni populares. Todas sus palabras y escritos y el No pasarán en defensa de la República democrática fueron, en el fondo del alma, un gesto falso, aunque realizado con ostentación, sacrificio y coraje auténtico. Como falsa es su lucha en defensa de la libertad, desautorizada por su obediencia ciega a Stalin y la persecución de sus rivales izquierdistas, centenares de los cuales desaparecieron en las cárceles de Barcelona; desautorizada también en el destierro, y muy pronto, después de que Molotov y Von Ribbentrop sellaran en agosto de 1939 un pacto que dejaba a Hitler las espaldas libres para atacar Francia e Inglaterra.
Es necesario recuperar sus pasos y voces de ese año para borrar la idea de que los comunistas combatieron el fascismo sin solución de continuidad entre la política frentepopulista y la posterior alianza de la Unión Soviética con las democracias occidentales. El pacto entre la Unión Soviética y la Alemania nazi es la mejor prueba del pragmatismo estalinista y de su profunda afinidad totalitaria con el fascismo
Después de la alianza nazi-soviética, se consumaron sus aspectos estratégicos -la invasión y repartición de Polonia, por ejemplo- y también llegó el momento de explicar las nuevas realidades. De acuerdo con la corriente general dentro del PCE, e incluso llegando más lejos que otros, en 1940 Dolores Ibárruri publicaba un artículo en España popular, donde planteaba la exigencia de disolver Polonia porque se trataba de un Estado creado artificialmente por el Tratado de Versalles, un conglomerado de pueblos donde los polacos no estaban más que en un sesenta por ciento:
¡La Polonia de ayer -decía-, cárcel de pueblos, república de campos de concentración, de gobernantes traidores a su pueblo, que estaba constituida a la imagen de la democracia de los Blum y Citrine! La socialdemocracia llora sobre la pérdida de Polonia, porque el imperialismo ha perdido un punto de apoyo contra la Unión Soviética, contra la patria del proletariado. Llora la pérdida de Polonia, porque los ucranianos, bielorrusos, trece millones de seres humanos han conquistado su libertad.
En el fondo y en la forma, los comunistas españoles se fueron adaptando a las nuevas estrategias y consignas dictadas desde el Kremlin. En la Unión Soviética, la palabra fascista había sido borrada del vocabulario oficial, hasta el punto de que se prohibió que los guardianes de los campos de concentración insultaran a los prisioneros llamándolos fascistas. Molotov declaraba que el nazismo era un sistema que podía gustar o no, como cualquier otro. Ribbentrop devolvía la cortesía, afirmando que la URSS, bajo la dirección de un Führer clarividente, caminaba hacia un régimen nacionalista de base socialista. Mussolini, que el bolchevismo había muerto en Rusia y había sido sustituido por una especie de fascismo eslavo.
En esta época de furias desatadas, cuando rusos y alemanes se reparten Polonia y Hitler avanza imparable a París, las piruetas para ocultar la realidad alcanzan difíciles plusmarcas. Tan fuerte es la fe en Stalin que Pasionaria no sólo encuentra razones para justificar la alianza de los soviéticos con quienes parecían sus peores enemigos sino que al comentar las responsabilidades de la guerra mundial culpabiliza directamente a Inglaterra y Francia de su estallido. Otros dirigentes preferían atacar a la socialdemocracia nacional e internacional, como Vicente Uribe, ministro de Agricultura del Gobierno de Largo Caballero y cuya obsesión se centró en el que había sido su compañero de gabinete durante la guerra, Indalecio Prieto:
«… como todo buen cadáver que se estima, el señor Prieto, convertido en una miasma, no puede hacer otra cosa que apestar».
¿Hablaban estos exiliados españoles de la tierra y el mar que habían tenido que abandonar? ¿Hablaban de la guerra que habían perdido frente al general Franco y sus aliados fascistas? ¿Hablaban del uniforme roto y salpicado de sangre, de las heridas feroces, como el zarpazo de un gigante, que los soldados en retirada reflejaban en sus rostros? ¿Hablaban de las detenciones y represalias y juicios que sufrían al regresar a la Unión Soviética los oficiales y agentes rusos que habían combatido en su país, a su lado? ¿Hablaban de los militantes falangistas, que como ellos, pero al lado del general Franco, culpaban a las democracias occidentales de la segunda guerra mundial?
Todo ese rumor de palabras que habrían de barrer luego las tropas alemanas al hollar el suelo ruso era, sin embargo, mucho más que retórica. Stalin enviaba a Alemania petróleo y materias necesarias para su maquinaria bélica. También a cientos de comunistas alemanes, porque entre los muchos artículos de aquel acuerdo figuraba la entrega a Berlín de aquellos ciudadanos alemanes que hubieran escapado del nazismo y buscado refugio en la Unión Soviética. Para la militante comunista Margarete Buber-Neumann, el pacto nazi-soviético de agosto de 1939 tuvo un significado muy concreto, que fue el traslado de un sistema concentratorio a otro, de los barracones, alambradas y torres de vigilancia del Gulag a los páramos nazis de ceniza humana.
Leyendo los monumentos a la desvergüenza que los comunistas españoles escribieron entonces y también después, cuando la sombra alargada de Stalin planeó sobre la Europa del Este, la memoria recuerda que aquellos dirigentes del PCE habían luchado contra los aliados de Hitler y Mussolini en su patria, y sin embargo, perdedores de la guerra civil, habían llegado a la Unión Soviética, su patria soñada, a cantar la revolución o, lo que era lo mismo, el expolio de húngaros, checos, rumanos, polacos… y los ditirambos a dictaduras tan crueles como la instaurada en España por el general Franco.
Hombres y mujeres al servicio de una de las más terribles tiranías de la historia, y no combatientes ni guardianes de la libertad. Hombres y mujeres, aquellos que se quedaron en la Unión Soviética y aquellos otros que continuaron en las filas de la utopía comunista, que permanecieron fieles a Moscú, religión que les permitía afrontar el fascismo y la negra dictadura, sufrir oscuros desalientos, vastos exilios, cárceles. ¿No lo había escrito Rafael Alberti, que sin Stalin ni siquiera el sol podía brillar como brillaba? Hombres y mujeres que serán diezmados por la policía franquista, por el destierro y el tiempo, y también por el desengaño… Hombres y mujeres cuyo existir fue toda una vida para un porvenir que nunca fue, que jamás sería, para un presente forjado de rejas sin esperanzas, de dolores de pueblos sin esperanzas, para una ilusión que los años y la realidad corrompieron. Hombres y mujeres que obedecieron a la ley de unos legisladores ejercieron sin limite la bestialidad animal, que también es humana.
[Entraron en el futuro sin testigos. Desaparecieron un día, atrapados en aquel inmenso territorio de la Revolución y los cantos a Stallin, un espacio lleno de cambios históricos y vacío de piedad, estremecido bajo las botas ensangrentadas, bajo las ruedas de negros furgones y siniestros trenes de ganado. Olvidadas y borradas, las huellas de los republicanos que en el exilio vivieron la pesadilla soviética es parte de la historia europea, pertenece a la historia universal y a la historia rusa del Gulag. «El preso», de Juan Genovés, colección particular.]