El corazón del odio
Difícil es fijar sobre el ser humano juicio constante y uniforme, pues la ambigüedad es la materia de la que está hecho. Tales versiones de Yosef ha-Naguid, lejos de contrariarse, parecen, más bien, completarse unas a otras. Yosef era el visir del sultán. Como otros cortesanos del reino, se movió en la corte de Granada con doblez y sin escrúpulos. Implacable con sus adversarios, cayó a manos de la plebe porque para sus enemigos merecía ese fin, porque sus actos (sus intrigas, su poder, su riqueza) cavaban el odio en el corazón de los musulmanes, y porque uno de los ortodoxos más fanáticos, Abu Ishac de Elvira, del que Abd Allah nada dice, creó el clima perfecto para que en un momento cualquiera una voz cualquiera lanzara al vulgo contra su palacio.
Leemos en los poemas de Abu Ishac de Elvira, que anuncian el crimen: gracias a la influencia del visir, los judíos se han elevado desde el escalón inferior, el de los perros abandonados, que es su lugar en todo el mundo, a la categoría de los señores; y… se han repartido los distritos del reino y en todas partes gobierna uno de estos malditos judíos; y… recaudan los impuestos, comen hasta hartarse y visten con todo lujo; y… matan su ganado en los mercados árabes, dejando para los no judíos la carne que a ellos les está ritualmente prohibida; y… Yosef se ha construido un palacio de mármol con fuentes de agua fresca; y… en sus manos está la suerte de los árabes; y… mientras esperan a su puerta los musulmanes, él se burla de ellos y de su religión…
Cuentan los cronistas que en los populosos mercados de Granada se escuchaban todas estas cosas, y que el vulgo las recibía como recibe la realidad, sin indagar si eran verdaderas o falsas. Ver en estos poemas crueles garras, tal debió ser el sueño de Abu Ishac de Elvira, y tal fue el sueño al que se entregaron vagos rostros con turbante.
Si nos fiamos del rey Abd Allah, que relata la escena final del visir judío, sabemos todo de la noche en que el vulgo de Granada, amotinado, asaltó el alcázar y segó la vida de Yosef ha-Naguid. Todo, es decir, la reunión en que el visir judío informa de sus intrigas a sus antiguos aliados; la traición de uno de ellos, que le detestaba en secreto y, al abandonar, alucinado y borracho, la residencia del visir, va gritando: «¡Oh, gentes! ¡Habéis de saber que el judío ha asesinado al sultán y que el rey de Almería está a punto de entrar en la ciudad!»; la aparición del sultán de Granada para intentar calmar la furia de la población: «Aquí tenéis vivo a vuestro sultán»; la esterilidad de cuanto dijo en esta ocasión el sultán; y la precipitación de los asesinos, que irrumpen en el alcázar y buscan al visir por todos los rincones del conmovido palacio.
Todo sabemos de la muerte del visir:
«… El judío -escribe el último soberano zirí de Granada- huyó hacia el interior del alcázar; pero la plebe amotinada lo persiguió, consiguió apoderarse de él y lo mató.»
Todo, si creemos a Abd Allah. Nada, o muy poco, de los judíos que se vieron arrastrados en su caída. Del pogromo. De sus víctimas. Vagas gentes que desaparecen, destruidas por una turba rabiosa y cruel. Tenues como si nunca hubieran sido y ajenos a los trámites de la literatura cortesana, indescifrablemente forman parte de la Edad Media, de Granada, del olvido.