Místicos de la acción
El momento clave y nada azaroso en la vida de Juan Peiró se da cuando encuentra a Salvador Seguí en Badalona y se suma a su proyecto de revolucionar la sociedad desde una confederación de sindicatos anarquistas. La escena corresponde a la época de la primera guerra mundial: el obrero del vidrio ya curtido en luchas y organizaciones proletarias, fundamentalmente a través de la Federación Española de Vidrieros y Cristaleros y de la Federación Local de Sociedades Obreras de Badalona, escucha a Salvador Seguí y queda capturado por las reveladoras convicciones de éste. Juan Peiró se afilia entonces a la CNT, rápidamente se convierte en un aguerrido anarquista y al poco tiempo figura ya como uno de los mayores ideólogos del sindicalismo revolucionario.
De larguísima aspiración, la CNT en la que desembarca Peiró era entonces el único sindicato revolucionario del mundo, y su método también era exclusivo, no solamente por su oposición a la concentración del poder en la cima de la organización, sino por su fatal e indefinido manejo de la esperanza y por su desarrollo irrealista, semejante a la atroz evolución de una pesadilla. Los anarquistas de la CNT nunca se consideraron en ninguna parte como partido político. Reniegan por principio de las elecciones parlamentarias y de los puestos gubernamentales. Sus dirigentes viven de su propio trabajo o con la ayuda directa de los grupos de base para los cuales actúan. Todavía en 1936, la CNT tenía un solo funcionario a sueldo y un millón de afiliados. No quieren apoderarse del Estado, sino abolirlo. Se inclinan por un sistema de democracia local en el que la sociedad sea administrada a través de los sindicatos organizados por oficios y profesiones. No se oponen a la industrialización ni destruyen máquinas. Sus aspiraciones no miran al pasado, sino al futuro. Rechazan la simple lucha por el aumento de salario. Consideran que las reformas, aún las más populares, poseen un carácter burgués y sólo de facto aceptan los beneficios que la lucha sindical obtiene para los trabajadores.
Hay, en sus escritos y utopías, un mundo que se percibe como clausurado y otra realidad a la que debe abrirse paso. La huelga general es el punto de fuga, el corte tajante que favorece la demolición del mundo del cálculo de pérdidas y ganancias, del tratamiento de los seres humanos y sus facultades como mercancía o material de manipulación burocrática. La huelga general es para Juan Peiró la culminación de una militancia y violencia crecientes, cuando los trabajadores, en un acto de voluntad colectiva y de forma concertada, abandonan sus fábricas y talleres y se alzan como un solo hombre para infligir una derrota total, aplastante, permanente, al sistema que los distribuye en compartimentos y jerarquías, que les despoja de la esencia humana y los aniquila.
Con Salvador Seguí, vive Peiró lo que se ha llamado la edad de oro de la CNT: las huelgas que se suceden entre 1917 y 1920 en Barcelona, movimientos fracasados en la carrera de los utopistas españoles, pero que aterrorizan a la burguesía y escenifican el método que asegura a los anarcosindicalistas su lugar en la historia de España y en este breve tratado de perdedores.
La atmósfera de la primera guerra mundial favoreció las imágenes creadas y extendidas por los militantes anarcosindicalistas, las imágenes de la revolución, que los telegramas de Rusia convierten de inverosímiles en realidad. Con las noticias de Moscú, la CNT recogió en Cataluña, Aragón y Andalucía un descontento que era un río, un torrente múltiple ya en clara expansión. Como en Zaragoza o en el campo andaluz, como en Badalona, donde Juan Peiró lidera las protestas proletarias, como en Vizcaya, Madrid o Asturias, feudos socialistas, en Barcelona todo indicaba que la lucha de clases tomaba cuerpo. Inflación y miseria, crisis moral y crisis política, iras militares y violencias obreras, protestas y represiones… Víctor Serge, que tras la derrota y el exilio se alinearía con los que han pretendido relatar lo ocurrido o averiguado o tan sólo sabido del drama español, escribe así de este período al que cronistas y periodistas llamarán después trienio bolchevique:
El auge económico e industrial del tiempo de la guerra fortaleció a la burguesía, sobre todo a la catalana, que se había enfrentado hostilmente a la antigua aristocracia de los terratenientes y a la esclerosada administración real. Esto acrecentó también la fuerza y las demandas de un proletariado joven que aún no había tenido tiempo de formar una aristocracia obrera, esto es, de aburguesarse. El espectáculo de la guerra despertó el espíritu de la violencia. Los bajos sueldos motivaron reclamaciones que exigían satisfacción inmediata.
El testimonio de Serge es valioso porque retiene los mitos y tristezas que movilizan al obrero. La voz que oímos en su escritura es una voz que todos conocemos, la voz del tiempo cuando aún no ha pasado ni se ha perdido y quizá por eso ni siquiera es tiempo, como si al escribir estos párrafos no supiera ya el trágico final:
El horizonte escribe- se aclaró a medida que pasaban las semanas. En tres meses cambió el estado de ánimo de los trabajadores de Barcelona. Nuevas fuerzas afluían a la CNT. Yo pertenecía a un minúsculo sindicato de tipógrafos. Sin que aumentara el número de sus miembros, aumentó su influencia. El gremio parecía despertar. Tres meses después del estallido de la Revolución rusa, las comisiones obreras comenzaron a preparar una huelga general que tendría al mismo tiempo carácter de rebelión.
Leemos estos recuerdos y nos adentramos en la sombra de una batalla:
Me encontré con activistas que se preparaban para el próximo combate en el café Español del Paralelo, un frecuentado bulevar que resplandecía de luces por la noche, en las cercanías del barrio chino, en cuyas barrosas callejuelas pululaban las prostitutas, escondidas tras las puertas. Hablaban entusiasmados de los que serían ajusticiados, distribuían las Brownings, se burlaban de los atemorizados espías policiales de la mesa de al lado. Se había concebido un plan para tomar por asalto Barcelona; se estudiaban los detalles. Pero ¿y Madrid? ¿Y las restantes provincias? ¿Caería la monarquía?
1917, con una revolución rusa que aún no se ha convertido en un nuevo zarismo, fue un sedimento de esperanzas universales. Lejanos ya, pero en las páginas de viejas novelas todavía ansiosos de provocar grandes tempestades, muchos anarquistas imaginaron el triunfo napoleónico de la acción. Tal vez como Darío, uno de los personajes creados por Víctor Serge para una de sus novelas:
Lo principal -dice este personaje literario- es empezar. La acción tiene sus propias leyes. Una vez han empezado las cosas, cuando ya no es posible volverse atrás, ellos harán -todos nosotros haremos- lo que debe hacerse… ¿Qué se hará? No tengo la menor idea, camarada. Pero con toda seguridad un montón de cosas que ni incluso sospechamos… En 1902 tuvimos la ciudad en nuestras manos durante siete días. En 1909, la controlamos tres días, sin que se nos ocurriera nada mejor que hacer que quemar unas cuantas iglesias. No había líderes, no había planes, no existían ideas rectoras. Ahora, todo lo que necesitamos para convertirnos en prácticamente invencibles es un par de semanas.
La historia, malévola, insiste luego en reconstruir lo ya vivido en 1902, volviendo los gritos y la sangre, las huidas y los ecos lejanos de los cañones. Días de reveses y desastres, la huelga general de 1917, a la que los anarquistas fueron con los socialistas y los republicanos de Lerroux, y que estalló con virulencia y precipitación en Cataluña, Madrid, Asturias, Vizcaya y Levante, fue fulminantemente reprimida por el ejército. La derrota de estas barricadas no ahogó, sin embargo, el grito anarquista, que se extendió por la España agraria e industrial. La huelga de la Canadiense -empresa de capital extranjero monopolizadora de la producción hidroeléctrica en Cataluña- representa el breve reinado de la CNT en Barcelona, que durante cuarenta días logra dejar una ciudad de ochocientos mil habitantes a oscuras, obligando a cerrar las fábricas y reuniendo a multitud de trabajadores en las calles.
Todo cuanto ocurre ahora encona odios que ya nada ni nadie borrarán de la ciudad durante mucho tiempo, pues no todo pasa veloz y se esfuma como si la memoria fuese una lámpara que rápidamente se apaga. La tensión de la refriega barcelonesa, con los tranvías abandonados y las Ramblas desiertas, con los rumores violentos enseñoreándose de la ciudad y los periódicos bloqueados por la censura roja de los impresores, obligó al primer ministro a intervenir desde Madrid, enviando a un mediador entre los patronos y el sindicato. Contra él fueron a dar los ojos acusadores, encendidos, de los protagonistas, y la paz social fue ya una quimera. Los valiosos arreglos alcanzados -amnistía para los obreros encarcelados, readmisión en sus puestos de trabajo con un aumento en el sueldo, jornada de ocho horas…- y el gran esfuerzo de Seguí, que moviendo brazos y manos con gestos naturales y aire conciliador tuvo que enfrentarse (y lo hizo con éxito) a una multitud opuesta a las soluciones pacíficas que él proponía, el más importante: inmediato retorno al trabajo en lugar de continuar luchando para obtener la liberación de los huelguistas arrestados.
Todavía no se habían desvanecido las palabras de Seguí entre las multitudes, cuando la negativa del capitán general a liberar a los presos anarquistas y la decisión de los patronos de clausurar las empresas, privando de empleo a miles de obreros, bloqueaban el regreso a la vida cotidiana.
Los anarquistas inmersos en el mito de la huelga general, las burguesías negadas a ceder por miedo a verse envueltas en una tempestad revolucionaria; aquél fue el preámbulo lejano de la guerra civil. La reacción patronal, fortalecida por el respaldo de los gobiernos y los políticos catalanistas, creó el campo de batalla. La acción terrorista desplazó a la lucha sindical, estallando una guerra sangrienta entre los pistoleros de la central libertaria y los de la patronal catalana. Entre 1920 y 1923, las calles de Barcelona son jornal y laberinto de bandas asesinas. El terrorismo de los anarquistas engendra la ley de fugas y las bandas de Bravo Portillo y el barón Köening. La frontera entre criminalidad y lucha social, entre criminalidad y Estado, se desvanece. Es el tiempo de los Sindicatos Libres, de las ejercitaciones del somatén, de los aventureros de la Star, del férreo Martínez Anido…
La amarga reflexión de Ángel Pestaña, compartida también por Juan Peiró, que ha llegado a Barcelona en 1920 para organizar y sostener el sindicalismo desde las catacumbas y que sufrirá durante estos años de fuego dos atentados y varias prisiones, refleja la incapacidad de los dirigentes cenetistas para contener la violencia que en su seno albergaba la Confederación.
«Lo primero y lo más principal -escribe Pestaña- fue que la organización perdió el control de sí misma, que no pudo orientar sus actividades hacia donde debió orientarlas. Después perdió su crédito moral ante la opinión. Aspecto interesante que no puede desconocerse ni olvidarse. La CNT llegó a caer tan bajo en el crédito público, que decirse sindicalista era sinónimo, y es hoy aún, desgraciadamente, de pistolero, de malhechor, de forajido, de delincuente ya habitual.
Después, por ese procedimiento, todos los ingresos de la administración sindical se dedicaban a sostener un ejército de gente que no quería trabajar, buscando por todos los procedimientos justificar jornales en la organización. Además, se creó el mito de la revolución. Había que prepararse para la revolución, y prepararse para la revolución era gastar en comprar pistolas todos los fondos de los sindicatos, el importe total de los ingresos por las cotizaciones. Para la cultura no había pesetas -concluye Pestaña- pero las había para comprar pistolas».
El revolucionario consciente