Desconocidos en casa

Después de la batalla de Arapiles, para José (que previamente había recuperado el mando de los ejércitos de ocupación) y para los afrancesados, la guerra es un viaje con destino a Francia. La sombra de la derrota les atenazará definitivamente en 1813, cuando la semilla de las partidas y los ejércitos de Wellington brote de la tierra quemada, arrugada y torturada de la Península y madure en los campos de Vitoria.

José regresará a Francia, donde a finales de 1813 -ya firmado el tratado de Valençay- el emperador le despierta a la realidad del momento: debe abandonar el ilusorio sueño de reinar, y transformarse nuevamente en el primer príncipe francés:

«No sois más rey de España. No la deseo para mí, ni quiero disponer de ella; no quiero mezclarme más en los asuntos de este país, si no es para vivir en paz y disponer de mi ejército.»

José (que ha escrito: «El restablecimiento de los Borbones en España tendrá las consecuencias más funestas para España y para Francia») deja finalmente de ser rey de un país extranjero que le rechaza y vuelve a ser príncipe de los franceses, pero esto último también por poco tiempo. Al desplomarse el gigantesco Imperio levantado por Napoleón tendrá que salir de Francia y buscar refugio lejos de la Europa legitimista que los vencedores de Waterloo reconstruyen en Viena. Llegará a Nueva York el 28 de agosto de 1815, tras una navegación de treinta y dos días. En Estados Unidos permanecerá hasta 1832, envuelto en las tramas más oscuras y los rumores más extraños. Como la de los generales bonapartistas Lallemand y Giraud, que refugiados en América y representantes de una pretendida Confederación Napoleónica, intentarían enrolarle en su alucinada aventura sureña y coronarle rey de México. O la propuesta de Lafayette para regresar a Europa, liderar el Partido de Libertad, destronar al déspota Carlos X e imponer en el trono de Francia a su sobrino Luis, rey de Roma y duque de Reichstadr. José, cansado de aventuras, preferirá la tranquilidad burguesa de Estados Unidos. Ya se lo había confesado a su esposa en 1813:

«Prefiero, y a la verdad siempre he preferido, la vida privada a las grandezas y agitaciones políticas.»

También lo habla pronosticado Napoleón desde Santa Elena, después de conocer los proyectos de sus antiguos generales: «Estoy seguro de que José rechazará ese ofrecimiento. Tiene suficiente intuición, talento y todas las cualidades necesarias para procurar la felicidad de una nación, pero estima en mucho su libertad y los placeres de la vida burguesa, como para querer lanzarse nuevamente en medio de las tormentas de la realeza.»

En Estados Unidos, José sólo piensa en cerrar negocios, sentarse en la ópera, frecuentar salones, oír hablar a aburridos senadores, gozar del resplandor del dinero y disfrutar de una existencia retirada. El rey destronado será refugio para los viejos seguidores de Napoleón y su bolsa se mantendrá abierta para revolucionarios y conquistadores de aire como Javier Mina, el guerrillero antifrancés que le había combatido ferozmente en España y que ahora le pide caudales para liberar México y hacer la guerra al absolutismo… pero ya nada ni nadie logrará arrastrarle a un vasto teatro de acción. La vida de un burgués es suficiente para él. Confinado entre los muros del recuerdo, reconciliado con la realidad, dueño de una inmensa fortuna amasada en España, tranquilo en su mansión de Filadelfia, José se retira de la historia universal y se convierte en un gran terrateniente y audaz inversor.

Sus viejos colaboradores, los afrancesados -entre los que se encuentran los abatidos rostros de Meléndez Valdés, de Alberto Lista, de Moratín, del aventurero Badía, del calculador Llorente, que ha viajado desde Valencia cargado con los gruesos archivos de los que exprimirá su historia de la Inquisición…-, no tendrán la misma suerte. Sin apenas recursos con los que afrontar el exilio, perdida la moral, atrapados en el cepo de la Francia legitimista, que los vigila estrechamente y los trata con dureza, odiados por la España absolutista de Fernando VII, que les cierra el regreso, y despreciados por la España liberal, también desgajada de Cádiz y peregrina, muchos desaparecerán sin dejar rastro, sin que se sepa qué fue de ellos.

Tampoco la historia prestará demasiada atención a estos españoles errantes. La leyenda de la guerra de Independencia, que empieza años más tarde, cuando las devastaciones de Europa ya han quedado cauterizadas, los ejércitos de Napoleón han sido enterrados y ya no impresionan a nadie, y a los amotinados del Dos de Mayo se les puede perdonar su ¡viva las cadenas! de 1814, ha sido severa e injusta en el juicio a los afrancesados. Toda leyenda es siempre una especie de retaguardia de la historia y, como toda retaguardia, exige con mucha facilidad las virtudes que no tiene que poner en la práctica: ilimitado sacrificio humano, entrega sin reservas a la causa popular, muerte heroica y lealtad absurda. La leyenda del 2 de mayo y la batalla de Bailén, con su obligada técnica de blanco o negro, no conoce más que patriotas y traidores. Con furia dantesca arroja a su infierno a la España ilustrada y racional que, temerosa de desaparecer, quiso poner diques a ese río de sangre que corría sin parar hacia Fernando VII y el absolutismo: la España de Cabarrús, de Urquijo, de Moratín, de Meléndez Valdés… La España que, ingenuamente, quiso reinar José Bonaparte. De estos afrancesados diría el mariscal Suchet:

«Conscientes de la situación del país, aceptaron la honrosa misión de interponer la moderación y la justicia entre los habitantes y los soldados, y protegieron los intereses de sus compatriotas con una perseverancia jamás desmentida.»

De todas las historias de la historia, la de los afrancesados, tan bien viajada y fatigada por Miguel Artola, sigue siendo una de las más tristes. La historia de unos hombres cuyo hoy era ya ayer y cuyas vidas de exiliados no tenían otra razón de ser que la de su pasado.

[Hombres e letras y de Estado que rechazaban el argot revolucionario y desconfiaban del clamor popular, los ilustrados españoles, quisieron reformar la monarquía con los valores de la Enciclopedia en la mano y sin traumas. No lo lograron. Encardelados unos, desterrados otros, la guerra de la Independencia colocaría a la mayoría del lado perdedor, es decir, del bando de José Bonaparte, rey que muy seguramente no dejó de preguntarse: "¿Por qué dicen los españoles que soy un borracho, cuando no bebo más que agua?". Sátira contra José I, «Cada cual tiene su suerte, la tuya es ser borracho hasta la muerte», Museo Municipal de Madrid.]

Los perdedores de la historia de España
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