Una condena para un siglo
Cuentan que una vez rotos los puentes, y pese a que militaban en el mismo ejército y desaprobaban las mismas herejías, aborrecedores y aborrecidos, acusadores y acusados, se esforzaron en eliminar al contrario mediante condena judicial y con este fin no repararon en trasladar la agria disputa a la jurisdicción civil. Cuentan que los primeros en apelar al poder civil para hacer caer sobre el otro un silencio grave, amurallado, inexpresivo, fueron los enemigos de Prisciliano. Empeñados en descuajar la voz del asceta, después de sentir una humillación casi física al ver cómo se había nombrado obispo de Ávila al supuesto hereje, Hidacio de Mérida e Itacio de Ossonoba denunciaron a Prisciliano ante el emperador. Cuentan que Graciano, deseoso de restablecer la paz pública, decretó un rescripto para que se expulsase a los herejes maniqueos de las iglesias y ciudades de Hispania, «de todas las tierras», y que esta orden imperial sirvió para desterrar al dignatario de Ávila y a los priscilianistas.
Obligados por la fuerza de sus enemigos, el prelado Prisciliano y sus más íntimos seguidores, los obispos Instancio y Salviano, abandonaron Hispania el año 381. Cuentan que salieron de sus ciudades con el firme propósito de sostener su causa ante las máximas autoridades políticas y religiosas. Cuentan que su primera escala fue Burdeos y que allí encontraron el ardiente resentimiento del obispo y la amistad de dos mujeres notables: Eucrocia, viuda de un ilustre retórico que compartirá un día la condena del maestro, y Prócula, su hija. Como si la corriente de un río los arrastrara, los viajeros dejaron atrás ese mismo año la capital de Aquitania y siguieron camino hacia Roma. Son desterrados que buscan el reconocimiento del obispo san Dámaso, pero se acercan a Roma inútilmente. En la ciudad eterna sólo encuentran animadversión y silencio. San Dámaso, que lucha en esta época por mantener el prestigio de la cátedra de Pedro ante el esplendor de los patriarcados orientales y respeta las decisiones adoptadas en el sínodo de Zaragoza, se niega a recibirles. Tampoco les da audiencia el poderoso san Ambrosio de Milán, al que por lo que sabemos repugna la doctrina de Prisciliano. En esta ciudad, sin embargo, capital de Occidente y residencia de Graciano, consigue Prisciliano acceder al ministro y jefe de los oficios palatinos, Macedonio, y de su mano -por lo que los cronistas dejaron escrito, mediante soborno- logra arrancar del emperador un decreto que anula el destierro y ordena la restitución de las sedes episcopales a los desterrados.
Cuentan que el obispo de Ávila y sus seguidores acusaron entonces a Itacio de perturbar la paz eclesiástica, delito también castigado por la legislación imperial. Que aquél intentó reabrir el caso contra los priscilianistas ante el prefecto de las Galias y se refugió en Tréveris. Que unos y otros, sin curarse del rencor que les infundía su contrario, habían implicado en su disputa a las más altas autoridades civiles -el príncipe, el ministro imperial, el gobernador de la Lusitania, el vicario de las Hispanias, el prefecto de las Galias…- cuando la rebelión de Máximo y el asesinato de Graciano conmovieron las tierras del Imperio.
Leída la noticia en Oriente, donde la fuerte mano de Teodosio había contenido la anarquía militar, eterna plaga del imperio, la curiosidad dio paso a la sorpresa; la sorpresa creció en estupefacción; la estupefacción degeneró en escándalo; el escándalo en pragmatismo… El general hispano Clemente Máximo había pasado de Britania a las Galias al frente de ciento treinta mil soldados… La estrella del todopoderoso Graciano había caído, segada en el furor de miles de estandartes, para anegarse en un espeso charco de sangre… El usurpador había entrado victorioso en Tréveris… Lejos, demasiado lejos para acudir a la herencia de Graciano, había que tratar con el general hispano, cederle las Galias, Hispania y Britania, evitar así males mayores.
Era el año 383. ¿Quién, por aquel entonces, hubiera podido imaginarse lo que sobrevendría corridos breves años? Sulpicio Severo asegura en su Crónica que ninguno de los implicados. Pero el caso es que para entonces ya se ha recurrido al brazo político para fulminar la disidencia, que el verdugo ya esta ahí, soterrado; algo que se ha ido incubando en el seno de las fiebres y de las interminables disputas; algo madurado por el encarnizamiento con que se han perseguido unos y otros en la pugna.