Otro ciñó la espada
Tuvo que ser así… En aquel momento, la gran aventura industrial de Heredia alcanzaba su cenit: por brillantes que fueran sus cálculos, por rápido que reaccionara, las decisiones de los gobiernos, la competencia de los ferrones del norte y el gran problema del combustible comenzaban a llegar antes que él, con sus restricciones, sus grillos, sus presagios negros. Coincidiendo con el abrazo de Vergara y el final de la guerra carlista, Heredia se vio envuelto en el vendaval de las reformas arancelarias, que levantaron gran inquietud entre los ferreteros españoles, dadas las crecientes ideas liberalizadoras de muchos hombres políticos. En 1839, Heredia informaba a los Ybarra de que la Junta de Aranceles proyectaba reducir los derechos vigentes de 60 reales por quintal castellano traído en bandera nacional y 70 en bandera extranjera, a 24 y 36 respectivamente. La noticia era desoladora:
«Si llegasen a aprobar dichas propuestas las ferrerías de ese país vascongado y las nuestras tendrían que cerrarse pues no podemos competir con las de Inglaterra con la diferencia de los 24 reales en cuya categoría están comprendidas casi todas las clases de hierro… Espero que V. haga que en Bilbao, San Sebastián, y otros puntos, protesten, para ver si conseguimos que se conjure esta tempestad.»
La tempestad creció con la llegada de Espartero al poder. Librecambistas y proteccionistas libraron una batalla panfletaria y folletinesca que no tendrá fin hasta muchos años después, en tiempos de Cánovas del Castillo, cuando, en 1891, los condes siderúrgicos vascos y los mineros asturianos consigan el ansiado arancel, acentuado tras el desastre colonial con la Ley de Bases Arancelarias (1906) y la Ley de Protección a la Industria Nacional (1907).
La caída del anglófilo Espartero en 1843, en cuyo desplome colaboró el moderado Heredia desde Málaga, rebajaría la tensión por un momento, pero no logró frenar las demandas proteccionistas entre los avanzados de la siderurgia española. Heredia en cabeza. Como escribía en 1841, sin la sombra protectora del Estado resultaba imposible sobrevivir. Había que subir los aranceles a la importación del hierro inglés hasta 40 reales por quintal. Con esta protección, escribía, se podría ya mirar esperanzadamente el futuro, toda vez que La Constancia se encontraba en condiciones de producir toda clase de hierro y de rivalizar en calidad con los países más adelantados, confiando también hacerlo en precios en cuanto se solucionara el problema del combustible… pero el problema del combustible no se resolvió.
He aquí la razón del hundimiento siderúrgico andaluz: la falta de carbón mineral. La necesidad de transportarlo desde lejanos centros (Inglaterra, Asturias) con la correspondiente elevación de costes. Heredia, que fue consciente de ello y de que el futuro de sus fábricas dependía de encontrar una solución adecuada, se mantuvo atento a cuantas innovaciones y mejoras pudieran producirse en países más adelantados. Tan pronto tuvo noticias de los ensayos que se estaban realizando en Inglaterra para fundir hierro con antracita, trató de informarse y ver si resultaría posible poner en práctica ese procedimiento en Málaga. En 1840 viajaba a Londres y de ahí al condado de Derby, con el fin de ojear la ferrería Butterley Co., donde se utilizaba el nuevo combustible desde 1838.
En Inglaterra vivió viejas esperanzas, pues encargó a los Butterley la construcción de maquinaria para sus fábricas e inició gestiones para averiguar si en España existían yacimientos de antracita. Todo, esperanzas, maquinaria, investigaciones, en vano. La fortuna no le acompañó en esta ocasión. Tampoco dio fruto su tenacidad. Los expertos no pudieron darle noticias sobre la existencia en nuestro subsuelo de yacimientos de antracita. Hubo que recurrir a su importación, siempre a un elevado coste, para poner en marcha los nuevos hornos levantados en La Constancia. Los ensayos se sucedieron con el nuevo método de fusión entre 1843 y 1845, pero no dieron los resultados anhelados. Era el comienzo del fin. El historiador J. Nadal ha escrito: «Contra todas las apariencias la siderurgia meridional había recibido, en su momento más brillante, una herida de muerte.»
Heredia debió de verlo así, como también vio la gran competencia que avanzaba desde el norte. En 1840 se había encontrado en Londres con José Antonio Ybarra, cuyo hijo, por esas fechas, escribía:
«Heredia no hay duda de que hoy consigue fácilmente y con ventaja la venta de todos los fierros… (pero) en tiempos tranquilos… para competir con nosotros deberá hacer rebajas de muchísima consideración, y aun así con la fábrica de Guriezo y alguna otra que se pueda establecer no debe dudar se le hará mucha guerra.»
En 1840, los intereses de Manuel Heredia y José Antonio Ybarra estaban ya enfrentados, lo cual no impidió que trazaran caminos de colaboración comercial y política en todo aquello que podía beneficiarles. Leyendo la correspondencia que ambos emprendedores se cruzan durante esta época nos damos cuenta de lo que significó aquella atmósfera de grandes negocios y emocionantes empresas. El comienzo de la era industrial para España; sus desengaños. La verdad, escribe Javier Ybarra e Ybarra, y no yerra, es que hay algo conmovedor en este diálogo epistolar: mientras otros sólo piensan en sacar partido de concesiones y contratos arrancados al poder con toda clase de artilugios, ellos siempre acaban hablando de fabricar cosas y de cómo hacerlo al menor coste posible. Hablan sobre planes industriales, sobre repartos de mercado, de innovaciones tecnológicas, de altos hornos, de tipos de arancel, de ferrocarriles y tendidos de hierro… En 1839 se escriben para hacer causa común contra la reforma arancelaria. En 1844, Heredia ofrece a Ybarra la posibilidad de convertirse en inversor-fundador del Banco Isabel II. En 1845, Ybarra confiesa a Heredia sus esperanzas respecto a la construcción del ferrocarril Bilbao-Madrid. Los beneficiosos efectos de arrastre que los caminos de hierro podían ofrecer a la industria siderúrgica saltan de las frases…:
El camino de hierro de aquí a Madrid hay probabilidad de que se haga. Hoy puede decirse que sólo pende de que el informe del ingeniero director sea favorable. Este informe se ha pedido a Mackenzie, hombre acreditado en esta clase de empresas y que ha ofrecido mirar con preferencia entre todos sus compromisos por los de aquí. El cuerpo de ingenieros que debe ocuparse del reconocimiento del terreno y delineación del camino debe venir muy pronto y para gastos se han remitido ya cinco mil duros. Si esto tiene lugar, el hierro ha de subir y, para este caso, estamos en duda si hacer trabajar un horno alto que tiene un amigo -se refiere a la ferrería de Guriezo y a su propietario el conde de Miravalles- y en el cual fundieron los carlistas bombas y otros útiles durante la guerra. La calidad del metal aseguran que es superior. El mineral y el carbón vegetal lo tiene con alguna equidad. Por si llegamos a tomar a nuestro cargo este proyecto: ¿Tendrá vuestra merced reparo en decirnos desde ahora cuál es el precio a que considera vuestra merced debiera salir el quintal castellano de hierro colado a lo sumo? Para este cálculo puede vuestra merced servirse de lo que cuesta a vuestra merced en sus hornos.
La respuesta de Heredia fue menos entusiasta. Heredia, que tenía excelentes conexiones en el extranjero, debía saber ya el interés que suscitaba en Francia el botín del tendido ferroviario español. Era aquél un tiempo en que la implicación de los Rothschild en los negocios ferroviarios de su país constituían un hecho irreversible, y también era el tiempo del especulador y cuñado de Heredia, José de Salamanca, que bien relacionado con aquellos magnates europeos se convertiría, muy pronto, en el Gargantúa de las concesiones ferroviarias. Heredia estaba ya al tanto de lo que se estaba cociendo entre la Corte de los Milagros de Isabel II y los cuarteles generales de los Rothschild de París. En su carta de respuesta a Ybarra habla de fraudes, abusos… Contra lo soñado por Ybarra (dice éste: «No desconocemos los fraudes que han de hacerse si se permite la libre introducción de máquinas y efectos para los caminos de hierro que se proyectan. Sin embargo, esto ha de tener su término, los permisos no han de ser tampoco tan generales y, por consiguiente, las ferrerías de España han de lograr la venta de sus productos con ventaja»), Heredia tiene ya una idea clara del poco papel que corresponderá a los fabricantes españoles en el suministro de material ferroviario.
El tiempo dio la razón a Heredia. En las compañías que se fundaron después de la Ley General de Ferrocarriles de 1855, predominaría el capital francés, asociado a una tupida red de intereses financieros y siderúrgicos foráneos. En su mayor parte, el material que se utilizó para construir los caminos de hierro en España fue traído de fuera para atender a esos intereses y porque resultaba más barato y fiable que los productos autóctonos.
En efecto, el tiempo confirmó a Heredia, que también vislumbraba cómo se frustrarían todos sus proyectos del metal: ¡ah!, el combustible, ¡ah!, el carbón mineral, ¡ah!, la antracita… Tiempo, no obstante, es justo lo que aquel 1845, aquel año en que, escéptico, le habla a Ybarra de fraudes y abusos, aquel año en que su insaciable actividad le empuja a levantar una fábrica de hilados y tejidos y otra de productos químicos, tiempo es, precisamente, lo que empieza a desvanecérsele de las manos, de los ojos. Cuando a finales de ese mismo año tiene noticia de su nombramiento como senador, escribe al presidente de la Cámara:
«Excmo. Señor, el estar bastante achacoso en la salud y rodeado de negocios que necesito arreglar antes de ausentarme de esta ciudad son las causas de que no me haya presentado a desempeñar el cargo de Senador con que S. M. me ha honrado, pero me prometo que en breve estaré en disposición de emprender el viaje, lo que participo a V. E. Para los efectos oportunos…»
Meses después fallecía dueño de una de las mayores fortunas de España. Una fortuna caracterizada por el dinamismo y la apuesta por el riesgo, como demuestra el abrumador peso de su capital circulante (más del sesenta por ciento del activo). Una fortuna también con graves problemas. De su destino puede decirse lo que Swift dijo de sí mismo: «Soy como ese árbol; empezaré a morir por la copa.» De Heredia y sus herederos, quizá estos versos de Cernuda («Como quien espera el alba». Apología pro vita sua):
Deja pasar aquellos que ocuparon
luego tu ausencia. Así al morir un rey
otro ciñó la espada y la corona,
sonando hacia la luna trompas en regocijo,
aunque fuera excesivo para el nuevo monarca
el destino primero de aquel héroe,
quien a sí mismo alzándose, alzó a sus sucesores
en el nombre, ya que no en la pasión dominadora.
[Leer e interrogar la mirada de Manuel Agustín de Heredia es preguntarse or ña historia de un hombre de levita y alto horno que sintoniza con la era del capital, un hombre cuyas iniciativas empresariales en las tierras del sur dieron a la romántica Andalucía una imagen distinta a la extendida por los viajeros románticos del siglo XIX. Pese a sus esfuerzos y al papel de gran pionero en el intento modernizador de España, la siderurgia andaluza deberá reconocer su fracaso en 1877, alejando al inversor de las vías más innovadoras y replegando su mirada hacia las actividades de transformación de los productos del campo y del mar. «Preparativos del 1º de mayo de 1894», Museo de Bellas Artes, Bilbao]