La hermosura más frágil
Como él mismo se preocupó de relatar, Abd Allah ocupó el trono de Granada en un ambiente lleno de amenazas y desafíos. Cuando el año 1075 su abuelo Badis ibn Habus cerraba los ojos al mundo, hacía ya más de medio siglo que el país de los prodigios, el país de la plata y el oro, el país de los zocos y las norias, al-Andalus, vivía tiempos difíciles. Lo irreparable, lo que entre revueltas de gobernadores e intrigas de palacio siempre había encontrado freno en la España musulmana desde que el último de los omeyas de Oriente se hubiera presentado en Córdoba a mediados del siglo VIII -un hombre de mano dura que la mantuviera unida, aunque fuera al precio de una dictadura sanguinaria- se había producido finalmente, despacio al principio, más tarde como una cascada.
Había ocurrido a comienzos del siglo XI. En aquella época, tiempo de desórdenes y penalidades en que nadie era amigo de nadie en Córdoba y todos eran sospechosos de traición, la ausencia de un monarca fuerte había favorecido las ambiciones de poder y gloria de las clases dirigentes de al-Andalus. Los califas resultaron ser títeres vacíos que arrastraba el viento del otoño, sin fe ni lealtad, sin peso ni fuerza suficiente para dotar al Imperio de un régimen estable; finalmente la corrupción, la rebeldía de los notables y la acción disgregadora de los gobernadores alejados de Córdoba destruyeron el gran Estado fundado por Abd al-Rahman III; y la España musulmana quedó convertida en un mosaico de taifas, reinos independientes y rivales, alzados sin cesar unos contra otros, algunos muy ricos, extensos en territorios y famosos por su esplendor cultural, otros demasiado pequeños para sobrevivir al afán devorador de sus vecinos, todos (como en la Italia renacentista) sometidos a la voluntad de señores despóticos, carentes de todo escrúpulo moral.
Cuando a finales de 1056, según la fecha dada por el cronista Ibn al-Jatib, nacía Abd Allah, la llamada a la oración de los almuecines aún resonaba en los dos tercios meridionales de la península Ibérica, al sur de una línea que iba desde Lisboa a Navarra, pero aquel canto sonaba ya desesperanzado y sin futuro, hermoso y terrible al mismo tiempo. Las guerras civiles entre las taifas devastaban al-Andalus y el fin de la hegemonía musulmana se acercaba. Era el tiempo de aventureros y soberanos cristianos que, a cambio de oro y plata, ponían sus ejércitos al servicio de los reyezuelos musulmanes, fortaleciéndose y enriqueciéndose considerablemente. ¿Cómo no comenzar la historia por aquel desmoronamiento, cómo, pasado el tiempo, desoídas las plegarias, acontecida la derrota, no registrar aquella marea de destrucción? En la ciudad de Agmat, mientras la vejez cava fosas en su rostro para anidar en ellas, Abd Allah recuperará aquel ambiente turbio y sanguinario, traerá a su narración los recuerdos de su infancia en el palacio de Badis, las conversaciones de los mayores acerca de las luchas que se habían abatido sobre Córdoba y al-Andalus, lo que los emires se disputaron durante años, milímetro a milímetro, y cuánto dividieron y seguían dividiendo hasta el final los señores feudales, ciegos, ofuscados, embriagados, endemoniados casi, confiados, arrogantes en su poder, fuerza y superioridad:
«Cuando concluyó la dinastía amirí y la población se quedó sin imán -es decir, a la caída del Califato de Córdoba- cada caíd se alzó con su ciudad o se hizo fuerte en su castillo, luego de prever sus posibilidades, formarse un ejército y constituirse depósitos de víveres. No tardaron estos caídes en rivalizar entre sí por la obtención de riquezas, y cada uno empezó a codiciar los bienes del otro…»
La caída de Córdoba, entregada a las luchas intestinas y a su decadencia, había sido el origen de su paraíso perdido. En efecto, como había ocurrido en Sevilla, Badajoz, Toledo, Zaragoza, Valencia, Almería y otros lugares de menos importancia -Huelva, Morón, Arcos, Rueda, Denia o Lérida-, la anarquía que siguió al desmembramiento de la España califal hizo de Granada la capital de un reino independiente; un reino fundado por bereberes que desde hacía algún tiempo habían venido de Ifriqiya para servir como mercenarios, y como mercenarios luchar en las guerras civiles de al-Andalus, mejorar fortuna y, por qué no, instalarse en algún feudo de aquella tierra fresca y clara, salpicada de fuentes y jardines imposibles. Lo lograron construyendo castillos y a filo de espada, mediante reajustes, reyertas locales, alianzas y luchas con príncipes vecinos. Emilio García Gómez, traductor y editor de las memorias de Abd Allah, dibuja así la línea de castillos que al morir Badis, tercero y el mayor de los soberanos zirís de Granada, y por tanto al subir al trono nuestro reyezuelo, jalonaban la frontera de aquel reino, siempre imprecisa:
«Del lado de Málaga, su jurisdicción cesaba sin duda poco más debajo de Alhama y de Loja. Del lado de Almería, la linde seguía una línea casi recta desde Baza (que quedaba fuera) hasta el mar (con Fiñana dentro). Hacia el norte, el límite granadino coincidía grosso modo con el valle del Guadalquivir. Hacia Sevilla, por último, la frontera granadina incluía dentro de sí, de norte a sur, Castro del Río, Lucena y Antequera, con un avance hacia Estepa. Desde que Málaga pasó a poder del hermano mayor de Abd Allah, el reino granadino tenía a Almuñécar como su mejor puerto mediterráneo.»
Éste era el reino de Granada el año 1075; ésta la herencia política que recogía Abd Allah a sus diecinueve años. La población de este reino, muy parecido por su constitución a una federación de feudos vasallos sobre los que el emir granadino ejercía cierta soberanía nominal, no podía ser más abigarrada: andaluces, árabes y muladíes; bereberes; muchos mozárabes; judíos en gran número. La corte tampoco era menos extraña. La componían, en fantástica mezcolanza, tanto visires y señores bereberes, más o menos emparentados con la familia real, como eunucos esclavos y alfaquíes. Todos ellos conspiradores. Todos ellos, envueltos en oscuros negocios, consumían su tiempo en conspirar y en delatarse unos a otros, con la sola mira de enriquecerse y sin reparar en los medios de que se valían al desahogar su codicia.
¿Es que acaso tenía valor la vida de un hombre, allí, a finales del siglo XI? En la corte de Granada, como en las cortes del resto de taifas, el otro existía en la medida que constituía un obstáculo en el camino. La vida no significaba gran cosa, aunque siempre era mejor quitársela al enemigo antes de que a él le diera tiempo de asestar el golpe. Las páginas escritas por Abd Allah detallan las intrigas de toda índole que se cruzaban en aquella pequeña corte beréber. Ahora le veo caminar, detenerse, alzar el rostro hacia arriba como si se sumiese en una oración. ¡Dios Altísimo, sálvame de aquellos que, arrastrándose de rodillas, ocultan el cuchillo que querrían clavarme en la espalda! Toda la gente que puebla la corte es precisamente así: gente que va de rodillas y con el cuchillo, gente que permanece encogida y vigilante para empujar y que no se la empuje al precipicio.
La historia no es sólo, como nos la presentan la mayoría de las veces, una historia del valor, sino también una historia de las debilidades humanas: así ocurre en esta ocasión. En la España del siglo XI no resulta difícil determinar por dónde pasa la frontera entre una verdadera soberanía, capaz de subyugarlo todo, de crear un mundo o destruirlo, una soberanía viva, grande, terrible a veces, y la apariencia de poder, la pantomima vacía de ejercicio, cuando un rey se convierte en mero espectador de sí mismo, cuando sólo juega el papel de rey, pendiente únicamente de su actuación, cuando un rey es Abd Allah.
Grotesco y vacilante, el reyezuelo de Granada sufrió desde el principio las conjuras urdidas en su contra y la estrecha tutela de su madre y de las mujeres de palacio. Tuvo que vivir en perpetua tirantez con su hermano mayor, el principillo de Málaga, a quien de buena o de mala gana había tenido que entregar una parte de los estados de su abuelo Badis, el emir difunto. Tuvo que vivir siempre alerta, en continua cautela, cuando no en declarada guerra, respecto a los reyes de las taifas vecinas, en especial el enérgico al-Mutamid de Sevilla. Impopular y detestado por sus vasallos, se vio cogido además, y muy pronto, en el gran nudo corredizo que por esas fechas el rey Alfonso VI había puesto en la garganta de la España musulmana. ¿Cómo un joven rey como él, altivo y falto de energía, no iba a sentir desazón cuando detrás de los movimientos de sus súbditos siempre podía ocultarse una conjura para perderle; cuando los vecinos no respetaban las fronteras; cuando los acontecimientos más ínfimos revolvían al pueblo, que no le quería; y cuando el gran enemigo cristiano que tanto se había aprovechado de la fragmentación musulmana, el gran Alfonso VI, campeaba por las tierras del islam y amenazaba sus dominios? Todavía aturdido por su mala fortuna, enmudecido bajo el peso de las emociones y la intensidad de los recuerdos, con la forma habitual de los hombres convencidos de que el mundo, inexplicablemente, les ha hecho una injustificada y gran injusticia, el mismo reyezuelo reconocerá, muy a su pesar, lo difícil que entonces le había resultado defenderse de la tristeza, de la que según algunos cronistas lograba escapar entregándose a la bebida y a los placeres terrenales:
«… todo lo cual -escribe- acrecentaba mi inquietud, tanto más, cuanto que la desazón y la melancolía siempre me dominaron y la encontraba en la raíz de mi carácter».