Respirar la libertad
El señor sin tierra, el cosmopolita, el enemigo declarado de la patria, el monstruo y corruptor de la moral, el hombre de pluma sanguinaria y atrevida -así lo llaman los papeles de su tiempo- llegó al puerto de Falmouth tras once días de travesía en alta mar. Llegó una mañana de marzo de 1810.
Estaba en Inglaterra, no en sueños, como otras veces, sino rodeado de mil objetos que le aseguraban contra toda ilusión. Miró la pasarela, el muelle, las mercancías almacenadas. Toneles, baúles y cestos dificultaban la circulación; los marineros no respondían a nadie; los pasajeros chocaban unos con otros; el bullicio y la niebla envolvían figuras y carruajes. Cuenta que se quedó quieto, esperando a que la confusión del desembarco se disipara, ridículo e indiferente ante la idea de tener que pasar el resto del día y la noche en el camarote del Lord Howard. Tuvo un pensamiento: que el clima de Inglaterra acabaría con él, que estaba a punto de desembarcar en su propia tumba.
Con el tiempo escribirá: «La lengua de la libertad resuena en mis oídos, y ya respiro bajo la protección de sus leyes. La Inquisición, el gobierno que la sostenía, la errada opinión pública, eco de las máximas de entrambos -tres monstruos que habían hostigado mi alma hasta reducirme a una especie de delirio-; todos quedan del lado allá del mar.»
José Blanco -desde ahora firmará José Blanco White- no huyó de su país como blasfema un borracho, no emigró de la misma manera que éste cae. Tampoco llegó a Inglaterra como en 1823 llegarían los españoles que escapaban de la policía de Fernando VII, ni vivió el exilio como ellos, de un modo provisional, sin familiarizarse con la lengua ajena, concentrados en un barrio modesto, el barrio de Somers Town, deambulando sin objeto por Euston Square, desapareciendo como fantasmas en las esquinas de las calles, entre el humo y los espejos de los cafés o bajo el techo de húmedos cuartuchos… Sombras de una historia sin historia. Él no se sumergió en el azul brusco y la lejanía irremediable ni llegó a Inglaterra con la idea del regreso. No se engañó con revoluciones ni vivió con la maleta sin deshacer y la mirada suspensa en la patria lejana, donde el fragor de las batallas y el torbellino de los pronunciamientos arrasaban las tierras a las que los periódicos ingleses dotaban de un nombre glorioso, donde había vencedores y vencidos, generales y viudas de generales, donde había comerciantes extranjeros y proveedores del ejército enriquecidos, caballos muertos y ciudades exóticas. El móvil de su partida era respirar las libertades inglesas. No se trataba simplemente de las instituciones, como el Parlamento o los jurados, ni de sus principios o funcionamiento, sino más bien de la atmósfera que los envolvía. Leyendo las cartas inglesas de Voltaire había imaginado que la libertad es un bien volcánico que se siente entre los dedos, un bien hecho a palpar y percibir, como la verde hojarasca, como los flexibles rabillos de las hojas, sus bordes ásperos y suaves, su dura carne viva. La seguridad de que allí nadie recelaba de publicar el lugar de su habitación, porque la casa era un bien sagrado, y las leyes protegían los lares domésticos, le sorprendió y conmovió.
Con el tiempo se adaptó al país, a su clima, a sus costumbres, a sus gentes. Con el tiempo aprendió a valorar su paisaje, escribió bellas descripciones de la primavera inglesa. Con el tiempo, Londres dejó de despertar en él los pensamientos lúgubres que le asolaron a su llegada. «La ciudad entera -escribió acerca de sus primeras impresiones- parecía como si estuviera hecha con carbón y ceniza.» Nada dice en sus memorias de cómo sufrió, en qué circunstancias fue ridículo, el nombre de los cafés donde engañó la soledad, pero sí señala que la ciudad y el exilio se hicieron más soportables gracias a lord Holland y otros viajeros y eruditos ingleses que había conocido en España durante la invasión napoleónica. Sí refiere la angustia que le producía no poder expresarse satisfactoriamente en inglés, una lengua que conocía desde la infancia, pero que en Londres parecía otra, se oía diferente.
En la capital inglesa Blanco White se convenció de hasta qué punto las fronteras que dividen los mundos pueden resultar insalvables y cómo la lengua es la única patria del poeta. Quiso entonces perfeccionar su inglés y durante años estudió incansablemente el idioma, anotando las expresiones que oía, devorando viejas gramáticas, leyendo y traduciendo pasajes de Shakespeare. En las oscuras e interminables noches londinenses, su voz rústica se ennoblece, se coloca un tono más arriba, se esfuerza con extrañas sonoridades. Cuentan sus biógrafos que logró su propósito y que con el tiempo se convirtió en un gran escritor y poeta inglés. No exageran. Coleridge le ensalzó como el autor del soneto «más excelente y de concepción más grandiosa escrito en lengua inglesa, Mysterious night (traducción de Jorge Guillén):
¡Oh noche misteriosa! Cuando el varón primero
conoció hasta tu nombre, informe era divino,
¿no se apuró temblando frente afrente al destino
del glorioso dosel con tanto azul entero?
Pero tras el rocío -cortina transparente
que atraviesan los rayos del crepúsculo en llama,
Héspero a los ejércitos del firmamento llama:
más Creación descubren los ojos y la muerte.
Y cómo presentir que en tus rayos alojas,
oculta oscuridad oh Sol, y convertida,
después de reveladas insectos, moscas, hojas,
en orbes invisibles tras tu mismo esplendor?
Si así la luz nos miente, ¿no nos miente la vida?
A nuestro fin mortal ¿porqué oponer horror?
Blanco White jamás se libró, sin embargo, de la sensación de estar prisionero de verbos y sonoridades que no encontraba. En sus memorias confiesa que siempre experimentó un sentimiento de inferioridad, sobre todo en la conversación. El diluvio de palabras le golpeaba en los oídos, le aturdía y confundía. «Cuando estoy con una de esas personas que hablan con rapidez -escribe- siento tan claramente la incapacidad de intercambiar mis pensamientos con ella, que acabo por dejar de pensar. En estos casos me imagino que soy como un desgraciado insecto al borde del agujero que una hormiga león está haciendo en la arena.»
«La manía de escribir se ha apoderado de muchos refugiados españoles», dice en 1826 un agente secreto de Fernando VII en Londres. Blanco White también se ganó la vida escribiendo.
Al llegara Inglaterra tenía treinta y un años y contaba sólo con cien libras para sobrevivir. La inactividad solitaria, deambulando días enteros por las calles, es una afición que puede permitirse alguien que viaja por placer, pero a un emigrado que ha abandonado todo cuanto posee en el mundo y quiere quedarse en Londres sólo puede conducirle a la ruina moral y la perdición. Cuando un amigo inglés ofreció a Blanco White la oportunidad de escribir en un periódico mensual, de difusión en España y América, donde podría expresar abiertamente sus ideas, no la desperdició.
El Español es todo obra suya, él se encarga de la sección política y de las traducciones, él lleva los textos a la imprenta y corrige las pruebas, y en sus páginas critica con dureza las decisiones de la Junta Central y la Regencia, da su visión sincera de la guerra contra Napoleón, se ilusiona con el poder de la palabra, defiende la libertad de prensa y los derechos individuales y advierte a los diputados de Cádiz de que las Cortes no están más libres de caer en la tiranía que los reyes y los monarcas. «La esencia del despotismo -escribe olvidando su jacobinismo inicial- está en el modo en que se ejerce el poder, no en el número ni en los títulos de los que lo ejercen. Muy poco ha entendido la esencia de la libertad el que cree que se ha logrado al momento que se ha puesto el poder en manos de muchos.» «La historia está llena de ejemplos funestos de tiranía ejercida por o a nombre del pueblo», subraya sentenciosamente.
Todavía prolongó la publicación de El Español hasta después de acabada la guerra en la Península, todavía siguió escribiendo, abogando por unir una política de libertades con el respeto a la tradición secular. Creyó por un momento que el retorno de Fernando VII sería favorable para frenar el radicalismo liberal y mantener al mismo tiempo buena parte de la obra realizada por las Cortes. Se equivocó. Cuando los decretos de mayo de 1814 y el absolutismo del monarca revelaron su error, lo reconoció y suspendió el periódico.
Los anglófilos en las letras y la política española, en un país donde sólo han existido o casticistas integristas o afrancesados desgarrados, han sido pocos, lo que los ha hecho ser intrínsecamente sospechosos de todo lo malo, lo que también, muchas veces, los ha condenado a los márgenes del silencio. En 1814, el anglófilo Blanco White se convenció de que a la larga no se puede defender la libertad del pueblo, sino únicamente la propia, la libertad interior. El pueblo había rechazado la identidad política recién descubierta por los legisladores de Cádiz. El porvenir era lo inmóvil, lo pasado.
Los ataques sufridos en las Cortes, el régimen de hierro impuesto por Fernando VII y la persecución a que se vieron sometidos sus amigos de Sevilla por haber colaborado con los franceses, despertaron en White una profunda aversión hacia todo lo público. «El mundo político -escribe a sus padres- no conoce amistad, ni amor, ni virtudes de ninguna clase; y los que poseen esas cualidades nada pueden hacer mejor que separar de él los ojos y oída a no ser que la necesidad les obligue a entrar en el laberinto.»
Luego de cerrado El Español, Blanco dudó qué hacer con su vida. En agosto de 1814 revalidaba su ordenación sacerdotal ante el obispo de Londres, con lo que se convertía a todos los efectos en clérigo de la Iglesia anglicana, a la que se había adherido dos años antes. Una de las familias más distinguidas de Inglaterra, los Holland, lo contrató entonces como tutor de su hijo Henry y allí en sus palacios vivió un espacio de bibliotecas y tertulias, concluido cuando en 1817 decidió abandonar su cargo, en el que nunca se había sentido cómodo, y dedicarse de lleno al estudio y crítica de las cuestiones teológicas que le angustiaban y que una y otra vez le arrancaron de la literatura. Compone por estas fechas unos cuantos escritos contra la iglesia de Roma, uno de ellos una pequeña autobiografía religiosa que, con modificaciones posteriores, convertirá en la tercera de sus Cartas de España.
Como una tabla en un naufragio, una religión es un refugio. Las obras de aquella época fueron para Blanco White un caparazón, un cuerpo de hormigón, impenetrable, que le protegía del desarraigo. La religión también es un lugar de escritura: White recobró en los papeles teológicos la capacidad para ilusionarse. En aquel tiempo estrechó amistad con un cura rural, William Bishop, en cuya modesta residencia de Ufton se encontraría más cómodo que en los palacios de la nobleza y se recuperaría temporalmente de su mala salud. Son días felices evocados en sus versos:
Qué pena que, escuchando que me llamas,
Deba seguir, amigo, tan lejana;
Rendido a un editor, siervo de un libro,
Viviendo en esta gleba todo el día.
En Ufton recibió Blanco White la inesperada noticia del pronunciamiento de Riego. Un día de 1820 llegó una carta, o leyó un periódico, y sin duda era en primavera: los oficiales del ejército que debía partir para América habían devuelto a España la Constitución de 1812, abolida por el monarca. Los inesperados acontecimientos de su país natal le sorprendieron y conmovieron. Hicieron espejear en sus ojos la tierra de la infancia. En los campos de Ufton ve el campo andaluz, ve las calles perdidas detrás las aguas y lo que se echa de menos, ve otro cielo. Los viejos sentimientos políticos renacen ahora y desde Ufton escribe a Quintana, de cuya relación le había apartado la publicación de El Español, y le manifiesta su preocupación por el posible fracaso liberal. Como si el mar y la política no les hubieran separado ya para siempre, le dice que la libertad es una planta que no puede crecer con más rapidez que la que permite la mejora progresiva del terreno, que es mejor que las leyes se hagan pausadamente y no surjan del grito pasajero de un partido o del triunfo efímero de un debate furioso, que el gran objeto que debería ocupar la atención de los verdaderos liberales es evitar los riesgos de restablecer la Constitución toda entera… Porque es verdad que ahora lo pueden todo, que el clamor popular está con ellos, que las bayonetas están prontas a servirlos, pero pasarán dos o tres años, las Cortes siguientes se compondrán de la aristocracia y el alto clero, y a no ser que recurran a apoyar las opiniones con las armas, la Constitución se vendrá por tierra y la infeliz España completará su ruina en una serie de revoluciones de las que nadie puede prever el fin.
Blanco White conjura en la carta que escribe a Quintana los demonios que Goya ha estampado en los muros de su quinta, y los plasma en el papel para que ni su amigo ni los gobernantes de su país vuelvan a olvidarlos. Los españoles, dice, deben comprenderse y convivir, si no quieren destruirse por principios y pasiones. Quintana y otros distinguidos liberales, entre los que menciona a Argüelles y Torrero, son, en opinión del exiliado, los únicos políticos capaces de dirigir España por el camino del liberalismo. Él, confiesa, no puede volver, su expatriación está sellada:
«… la clase a que en ella pertenecí es a un tiempo el instrumento y la víctima de la opresión que más aborrezco; antes de que su suerte se mude hasta mi memoria habrá desaparecido.»