Más corazón que cabeza

La Segunda República siempre estará ensombrecida por su final, la guerra civil, que es el monólogo alucinado, interminable, de Gaspar Melchor de Jovellanos en el momento de su muerte, transcrito por el narrador de Vísperas, festividad y octava de San Camilo del año 1936, un madrileño cualquiera creado por Camilo José Cela, que tiene novia, estudia algo, hace versos y se encuentra a gusto en la clase media a la que pertenece cuando la chispa incivil estalla y se extiende como un mar de lava por las tierras de España:

Tú no has sido probablemente ninguno de los hombres que asesinaron a Calvo Sotelo pero pudiste serlo, tampoco estás entre los que se cargaron al teniente Castillo pero también pudiste haber estado, algunos españoles, quizá bastantes españoles, os resistís a la idea del asesinato como arma política, la única quiebra que tiene vuestra actitud es que al final (no al final no, más bien al principio) suelen asesinaros, los unos por defender al muerto de los otros, y los otros por defender al muerto de los unos, lo que no se perdona es la condenación de determinados métodos porque la política cuando el hombre empieza a dar traspiés al borde del precipicio suele plantearse sobre supuestos demasiado elementales e inmediatos, sí es cierto… hay dos clases de asesinos, el que mata como quien bebe agua, que es el peor, y el que mata como quien se acuesta con una mujer, sin poder evitarlo, sí, tú eres el capitán S., el capitán P., el verdugo F., el pistolero A., o el guardia H., que es obediente y ciego como deben ser los guardias, obedientes y ciegos, la noche, el afán de aventura, el mesianismo, la vergüenza de que se te note el miedo, la disciplina como máscara de las más confusas inclinaciones y el hablar demasiado son los mejores estímulos para el crimen, después, cuando el disparo suena y un cuerpo de desploma ya es tarde para el arrepentimiento y la marcha atrás, hay que seguir, ya no queda más remedio que seguir sin volver la cabeza, nadie te permitiría detenerte y volver la cabeza, nadie…

Quizá no haya más drama en nuestra historia que este monólogo de aire faulkneriano, porque la clave del fracaso republicano fue el fracaso de la moderación y el drama español del siglo XX siempre ha sido el espanto del moderado frente al ímpetu heroico de quien ve en las ideas ajenas un obstáculo frente a las propias, sean éstas el progreso, el catolicismo, la unidad de la patria o la lucha proletaria. Tierra franca a las místicas revolucionarias y a los predicadores de viento, nuestra literatura política siempre ha recluido en el olvido o en el desprecio al hombre que vacila y recela de las oleadas de la pasión. La moderación como cautela cobarde, como ignominiosa carencia de principios sólidos o traición; el extremismo como lugar de convicciones arraigadas, como falta de temblor en el pulso ideológico o creencia verdadera frente a la duda… éste es el eco atroz -siempre acechando desde los Desastres de Goya- que repiten los pasos republicanos, el murmullo en expansión que encadena las Cortes republicanas a las mareas del pasado.

En 1933, Gaziel, uno de los mayores periodistas españoles del siglo pasado, se preguntaba en La Vanguardia: «¿Seremos incapaces de acuerdo, que es la flor de la cordura, las gentes de España?» Un año después, tal vez en diálogo consigo mismo, escribía la contestación en las páginas del mismo diario:

«Si de la República han de estar ausentes las derechas, cuando mandan las izquierdas, y luego, cuando son las derechas las que gobiernan, las izquierdas han de enloquecer y lanzarse a la revolución, no habrá, no ha habido todavía, verdadera democracia en España. Como tantas otras cosas, la democracia aquí no es más que un nombre de raíces clásicas y de contenido extranjero.»

Hay en los años republicanos como un exceso, como un largo insomnio que va arrastrando las voces y los gestos de los españoles a las orillas. Tras la indigestión de las numerosas y radicales reformas del bienio azañista, tras la sanjurjada y el giro electoral de 1933, la avalancha revolucionaria de 1934 y el fracaso de las derechas de la CEDA, el oído al que se destina el angustioso ¡si consiguiéramos hacer un puente! de Madariaga está cubierto de enormes piedras y las palabras de cuantos transigen en medio de compatriotas que pugnan y luchan y se desgarran resultan inútiles. Como las letras que llegan a puerto a bordo de un barco y van dirigidas a alguien que ha quedado sepultado en el mar. Como los discursos parlamentarios del social-católico y ministro de Agricultura con Lerroux, Giménez Fernández, cuya lectura, más que un sentido, producen una experiencia. La experiencia de la soledad:

En el mes de junio de 1935 -dice Giménez Fernández un 29 de abril de 1936- auguraba vuestro triunfo por no cumplir aquellas leyes que se daban aquí y por no seguir practicando el sentido de justicia social que yo había preconizado en todas mis propagandas; pero, del mismo modo que entonces tenía autoridad para decir eso, ahora os digo, señores diputados de la izquierda, que es preciso que vosotros acertéis, porque vosotros tenéis la triste experiencia del 31 al 33, en lo que nosotros erramos; que no se puede colocar a media España fuera de la legalidad, que no hay derecho a perseguirla por el hecho de sostener ideas distintas de aquellas que sostienen los que detentan el poder y que, solamente de esa manera, cumpliendo cada cual con su deber y respetando los derechos de la persona que hay en el adversario, en el que no debe verse un enemigo, se podrá consolidar la República. Porque si la República no es convivencia dentro de la democracia, no es nada, y no valdría la pena haber querido ensayar la democracia en la República para de una parte y de otra desgarrarla y lanzarla como botín a partidos de tipo totalitario y de fuerza; que eso sería la ruina de España siendo antes la ruina de la República.

La tragedia republicana tiene mucho que ver con la escasa resonancia de este tipo de expresiones, con la frivolidad sectaria de gran parte de sus responsables políticos y con la fácil entrega de las masas a las corrientes caprichosas y a los remolinos efímeros de la plaza pública. En la era de los fascismos, de los odios enconados y miedos excluyentes, llamadas como las de Giménez Fernández son palabras extraviadas en un tumulto de gritos y retorcimientos, de excesos y utopías. Liberales, socialdemócratas y demócrata-cristianos, que a la experiencia épica de la amenaza y a los mitos de la pasión prefieren las aventuras del orden, enmudecieron ante el estruendo de los políticos extremos, siempre sectarios, apasionados y compulsivos.

1936 es la metáfora de este silencio. Leemos los múltiples relatos y memorias que narran el naufragio, escudriñamos las sesiones parlamentarias y los mítines en los archivos y hemerotecas, y descubrimos que la moda política consiste en desestimar a quienes hacen discursos transversales, a quienes utilizan el lenguaje para atraer las orillas. Consiste en construir discursos para volar los puentes. Las palabras por encima de los partidismos que separan, se dice, están vacías. Huecas. El único reinado respetable es el de los hechos pasionales. Todo lo que no sea único paraíso es plena descomposición o inevitable decadencia. Tiempo atrás, como Gaziel en 1933, pero en 1919, Ortega se había preguntado desde las páginas de El Sol:

«Hoy, sobre el horizonte de España, aparecen dos fantasmas: el de la revolución, agitado por unos, y el de la represión, sostenido por el bando opuesto. ¿No habrá nada más que eso en el inmediato porvenir de España? ¿No se sabrá elegir un camino ancho y limpio?»

La Segunda República se vio al principio como ese camino ancho y limpio, como esa hora nacional de amplia justicia, de gran comprensión y de equitativa coparticipación en el placer y en la dicha de la vida, como ese régimen político más moderno y más cordial, más nacional y más humano del que hablaba Ortega en su artículo. Pero no lo fue. Y la mayoría de los intelectuales que habían confiado en su poder reconstituyente se convencieron bien pronto de su error. Vivieron el 14 de abril esperanzados, y luego su envés, su zona secreta, con amargura. «La República -dirá el sarcástico Julio Camba- nos dejó sin República. Nos quitó la gran ilusión republicana, y esto es, en resumen, todo lo que ha hecho.»

1931, ya en crepúsculo hacia 1932, puede leerse como una fábula del desencanto. 1936 como una parábola sobre los peligros de unas Cortes sin fuerzas moderadas de derecha e izquierda y con un liberalismo roto y quebrantado, desorganizado para orientarse en la historia. Lejanos de Rusia, pero acomplejados discípulos de Lenin, los socialistas nunca se reconocieron en el reformismo de sus colegas alemanes ni en el obrerismo inglés, dispuestos a convivir con las derechas y a recomendar calma, serenidad y prudencia. Les atemorizaba demasiado ser caricaturizados por los ásperos pinceles del marxismo ortodoxo como seres de moral revolucionaria mellada. Fernando de los Ríos, Julián Besteiro o Indalecio Prieto, que caminan en la tradición europea del reformismo obrero, fueron sepultados y arrastrados por el populachero lenguaje de Largo Caballero, cuyo pensamiento está hecho con fragmentos de derribo. Tan sepultados y arrastrados que al contradictorio y expansivo Indalecio Prieto le sirvió la película de un Gil Robles sumergido en los mares wagnerianos de Hitler para meterse en la faena revolucionaria de octubre de 1934.

Los liberales, por su lado, atrapados como estaban en la profunda crisis europea de las democracias liberales, vivieron la frustración del desierto, tierra de nadie donde divagan, agonizantes, restos de otros tiempos. Cuando en sus memorias Juan Ignacio Luca de Tena recuerda el final político del último Lerroux, escribe:

Él era republicano de toda la vida y yo monárquico, pero los dos éramos liberales, el partido más exiguo de España. No me refiero al liberalismo doctrinal, que muchos confunden con la democracia, ni a los sistemas de gobierno llamados liberales, sino a lo que yo estimo fundamental para considerar liberal a un hombre: su profundo respeto a las ideas ajenas. En este sentido, yo no he conocido a ningún político de izquierdas ni de derechas, monárquico o republicano, más liberal que don Alejandro Lerroux. En España, por desgracia, es muy corriente el menosprecio, el desdén y hasta el odio hacia los que no piensan lo mismo que el sujeto, y ésa es la causa primera de la falta de convivencia que echamos de menos entre los españoles…

Fracasaron los liberales al intentar construir una cultura transversal, pero las razones de su fracaso no sólo hay que buscarlas en la fuerza y lo inquebrantable de sus adversarios sino también en la inexistencia de un partido liberal ajeno a las manipulaciones del caciquismo y capaz de ejercer la política renovadora soñada por Ortega y otros intelectuales del 14. Romanones, Santiago Alba, Melquíades Álvarez, Miguel Maura, Alcalá Zamora… fueron expertos en fluidos estadísticos, manubrios, registros, expedientes, traslados, llaves dobles y ganzúas, pero por completo impotentes en la aventura de masas que abrió el siglo XX. Lerroux, un viejo casco que un día había sido nave pirata, pero que pasados largos años maniobrando tan sólo en las aguas muertas del puerto, estaba ya, como quedó demostrado cuando llegó al gobierno, incapacitado para grandes travesías.

En el caso de la democracia cristiana el problema también fue doble: por una parte la existencia de una corriente ultramontana que había aprendido a vivir y a organizarse a las afueras del Estado y que no se desapasionaba; por otra, unas élites políticas formadas en los tópicos regeneracionistas y en las enseñanzas de la Iglesia católica, contrarias a la tradición liberal y a la tolerancia y sensibles al encanto de los ensayos corporativos y dirigistas.

Tan desgastado por estas corrientes subterráneas como sus continuadores, el primer intento de modernización de la derecha católica, el Partido Social Popular, se vio aplazado por el golpe de Estado de 1923 y reemplazado por una especie de dictadura cristiana, quedando aún más dañado cuando la Santa Sede aceptó el Pacto de Letrán y el Zentrum alemán votó la ley de plenos poderes de Hitler. La seducción que en Europa ejerció el fascismo sobre el catolicismo social -reflejo de este hechizo son el régimen de Salazar, el movimiento rexista en Bélgica o las dudas de la revista francesa Esprit hasta finales de los años treinta- favoreció los ataques de la izquierda contra el movimiento católico, y también, que en su nacimiento español, éste fuera presa fácil de la sombra episcopal y castrense del integrismo monárquico.

Los perdedores de la historia de España
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