De mi raíz desarraigado
Trece bajeles se mecen tranquilos en las aguas del puerto de Salou el 29 de abril de 1767. El día siguiente, a las nueve de la noche, recibida su doliente carga humana, la flota se hace a la mar. 532 jesuitas, reunidos de todas las casas esparcidas por la Corona de Aragón, viajan hacia un destierro itálico de incierta duración. Uno de ellos es Juan Andrés y Morell, un jesuita de veintisiete años, culto y brillante, al que de nada han servido los ruegos de Mayans ante sus influyentes amigos para que se haga una excepción con él y pueda permanecer en España. Como a sus compañeros, al joven profesor de retórica y poética del Colegio-Universidad de Gandia, no le ha quedado más remedio que subir a uno de esos navíos mercantes que en diversos puertos de España y América esperan su cargamento de jesuitas. Como sus compañeros, aún no sabe por qué se le expulsa ni de quién es la mano que los empuja lejos del reino de Carlos III. No se les ha dado ninguna razón. Tampoco se les ha dado tiempo para encontrarla. Una mañana se han despertado y se han encontrado las casas de la Compañía rodeadas de soldados. En poco tiempo lo han perdido todo. Los comisarios del rey han pasado por allí. Y los notarios. Los hijos de Loyola han esperado en los amplios refectorios a que termine la lectura de la pragmática real, en la que el monarca decía:
… estimulado de gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real ánimo; usando de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis vasallos y respeto de mi corona: he venido en mandar extrañar de todos mis dominios de España e islas Filipinas y demás adyacentes a los Regulares de la Compañía, así sacerdotes como coadjutores o legos que hayan hecho la primera profesión y a los novicios que quisieran seguirles, y que se ocupen todas las temporalidades de la Compañía en mis dominios.
¿De cuánto tiempo disponen aún? Los jesuitas han esperado hasta el final. La expoliación. Luego, al de unos días, se han visto obligados a seguir el camino del mar. Han viajado de noche. De noche se les ha hecho llegar a los puertos de embarque y también de noche se le ha conducido a los barcos. Con los más ancianos, como el viejo y achacoso padre Isla, el primer novelista español de su época, que sale desterrado más a morir que a trabajar, son desgajados del añoso tronco secular de España numerosas gentes de letras, hombres pletóricos de vitalidad, admirables por su ciencia y su cultura, que se llevan consigo no sólo su dolor abismal, sino también las semillas de algunas de las obras críticas e históricas más arrebatadoras y finas del siglo XVIII.
El destino común es el olvido, dice Marco Aurelio. Igual de común es el destino que lleva a los jesuitas al exilio en 1767. Se van sin conocer la razón verdadera que ha motivado la pragmática de Carlos III. Se van en silencio, después de escuchar de pie la noticia, la decisión de que deben marcharse por el bien de los reinos de su Católica Majestad. Salen de los colegios presas del bien, prisioneros del bien: el bien del pueblo. Su expulsión, es el resultado del regalismo de los ministros de Carlos III. No hay ningún motivo religioso en su marcha. Se les expulsa -ellos no lo sabrán nunca- porque Campomanes y Roda han tenido la habilidad de agigantar el fantasma de la conjura jesuítica en los motines de 1766 y porque han logrado presentar a Carlos III una Compañía monstruosa, proclive a mover sediciones y aconsejar regicidios, un cuerpo ambicioso y poderosísimo que sirve a una potencia extranjera, los Estados Pontificios, y amenaza el reino y al mismo rey, cuya corona y cuya persona sólo podrán estar seguros si se sigue el ejemplo de Francia y Portugal y se decreta su destierro.
«¿Qué prudente Estado -redacta Campomanes en el informe secreto que envía al rey- viviría tranquilo nutriendo en sus entrañas un veneno oprimido, un resto depositado de aquella infección letal que le puso a los extremos de la enfermedad?»
Carlos III ha interiorizado esa imagen de la Compañía de Jesús que la descubre como responsable de motines y rebeliones. El recuerdo de otros reyes que han ordenado su expulsión da la razón al deseo de sus ministros de no tener demasiado cerca a los jesuitas. Cuando decide y pone en marcha su expatriación tiene una idea muy clara del modo en que se ha de ejecutar la orden: los jesuitas deben ser embarcados para su transporte, lo más rápido posible, a los estados del soberano pontífice, Clemente XIII. En la carta que el monarca dirige al Papa justifica su proceder diciendo que se ha visto en la necesidad imperiosa de desterrar a todos los jesuitas establecidos en los reinos de su dominio y enviarlos al «Estado Eclesiástico» bajo la dirección sabia y santa de «Su Beatitud dignísimo padre y conductor de todos los fieles». Correspondido con el entusiasmo sincero de los obispos españoles y el aplauso de las cortes de Francia y Portugal, no sospecha que Clemente XIII llegue a reprocharle su conducta:
«¿El rey católico Carlos III a quien tanto amamos -escribe el papa con latido emocionado- viene ahora a colmar el cáliz de nuestra amargura, a sumergir a nuestra vejez en un mar de lágrimas y a derribarla al sepulcro?»
Carlos III no imagina que los cañones pontificios vayan a encarar los barcos prisiones que envía a Civitavecchia ni que los jesuitas españoles vayan a quedarse atrapados entre el mar y el cielo, navegando a la deriva por las aguas del Mediterráneo, escrutando el horizonte para distinguir a lo lejos una línea de costa, detenidos una y otra vez cuando por fin ya creen estar muy cerca de la salvación, porque nadie, en ningún lugar, les autoriza a aproximarse y desembarcar en sus puertos.
Tampoco piensan los jesuitas la noche en que los soldados del rey les arrastran hasta los barcos que han de llevarles a Italia que su destierro vaya a convertirse en un desesperado y continuo mendigar asilo por el mar y que con el paso de los días y las semanas y los meses puedan olvidarse del tiempo que llevan a bordo, incluso del lugar del mundo en que se encuentran.
En una primera oleada, el 30 de abril de 1767, el puerto de Salou ve salir a los jesuitas de los territorios de la antigua Corona de Aragón rumbo a Civitavecchia. A ellos les siguen, el 2 de mayo, los de las casas del centro de la Península embarcados en Cartagena; dos días más tarde, los de Andalucía, expatriados desde Cádiz, y con cierto retraso, los norteños, que zarpan de Ferrol, el 24 de mayo. Aunque el conde de Aranda, a quien el rey ha encomendado la ejecución de sus órdenes, ha estudiado la operación hasta el más mínimo detalle, incluido el menú que debe darse a los expatriados durante la travesía, todas sus previsiones naufragan pronto. Muchos de los deportados permanecerán prisioneros en los navíos mercantes, sin poder saltar a tierra, hasta cinco meses, tres meses más de lo previsto por el conde.
De lo que ocurrió en aquellas pequeñas flotas que iban de puerto en puerto sin que los acogiesen nunca y de las cosas que vieron los peregrinos que van a bordo y a los que nadie quiere en sus dominios, queda constancia en los diarios que redacta el padre Manuel Luengo, en el memorial que el flaco padre Isla envía a Carlos III desde Córcega y en los manuscritos apergaminados y roídos por la humedad que en los archivos y bibliotecas de Italia guardan las voces de un drama al que la censura impuesta por el monarca añade un relámpago de negrura.
¿Quién, si ellos no lo hacen constar en secreto, se acordaría de esos jesuitas amontonados en las bodegas de navíos mercantes que navegan como buques fantasmas por las aguas del Mediterráneo? En España y América, Carlos III ha impuesto silencio a todos sus vasallos, amenazando con castigar como reos de lesa majestad a quienes se atrevan a alimentar su imaginación con las cosas que están viviendo en el mar los jesuitas. En Italia, sus agentes secuestran las cartas que los expatriados envían a sus familiares y así, cubiertas de polvo, conservadas como objetos muertos e inútiles, descansan durantes siglos en el archivo de la embajada española en Roma. ¿Quién podría penetrar hoy en la soledad de aquellos españoles desterrados de su destierro si algunos de ellos no hubieran dado cuenta en sus escritos de la desesperación y el silencio que van contagiándose entre sus compañeros, del sufrimiento en la mirada de los ancianos, del vals acuático sorprendiendo sus estómagos de hombres de tierra, del hedor de los cuerpos amontonados y el aire impuro que tienen que respirar en plenos calores de junio y julio?
Su historia es de las que permanece en la oscuridad. Sin voz. De las historias que no son redimidas por ninguna ilusoria dialéctica, por ninguna optimista y ensalzada coincidencia de necesidad y libertad. A ellos, que parecen no tener destino y navegan en el vacío y en las tinieblas, no les queda como última morada más que la escritura íntima a la que unos pocos se entregan en secreto. A nosotros, para rescatar a la superficie los despojos del drama, nos basta leer esos relatos.
Luengo, con el humor cáustico que imprime a todas sus observaciones, describe cómo, desde el mismo momento de zarpar, la mayoría de los deportados se mueven frenéticamente por los rincones de las bodegas, vencidos por el ritmo maligno del mar, ese vaivén continuo, lento y persistente que acorrala a los hombres de tierra y los balancea una vez y otra vez y otra y les hace sufrir ansias y agonías de muerte, impidiendo que en los dormitorios se oiga otra cosa que suspiros y lamentos, arcadas y golpes de vómitos. «Eran tales las convulsiones -escribe- que parecía que fueran a dejar allí hasta el cuarto apellido.» En algunos navíos, como en el San Juan de Nepomuceno, en el que desde el puerto de Ferrol hace viaje Luengo y también el padre Isla, son más de doscientos los jesuitas allí amontonados y para maniobrar es necesario que éstos bajen a las bodegas, donde la falta de espacio es tanto mayor cuanto que tienen que compartirlo con las provisiones y los víveres, en gran parte animales vivos: bueyes, carneros, cerdos, gallinas…
Viajan así. Obligados a enterrarse en asfixiantes prisiones, agobiados por el despiadado calor del verano. Su alimentación empeora día a día. Sus sotanas están impregnadas de vómitos. El aire de las bodegas donde duermen, siempre hediondo, borra los contornos, despide un olor húmedo y cálido, convierte a los deportados en masas de un aspecto irreal. Luengo escribe:
«Una choza de pastor en tierra con un rebojo de pan hubiéramos escogido especialmente los del navío Nepomuceno, y la escogeríamos en el día como un gran regalo antes que vivir en esta embarcación del modo que vamos y de la manera con que se nos trata.»
Un día le oye decir a uno de los soldados encargados de su vigilancia:
«Con más gusto estaría dos horas en un cepo de cabeza que de centinela en estos dormitorios.»
La historia de Juan Andrés y Morell y de todos aquellos jesuitas que harán florecer en tierras italianas una de las páginas más bellas de la cultura española del siglo XVIII comienza en uno de esos navíos mercantes. La historia comienza en el momento en que subamos a bordo de uno de los trece bajeles que esperan en el puerto de Salou y nos hagamos a la mar.