Puerta de Europa
Invulnerable a la nostalgia, la antigüedad de la liturgia visigótica no fue suficiente para detener a un rey necesitado de las fueras de Occidente. Todos, entre los cronistas de este crepúsculo, coinciden en que los movimientos que atravesaban Europa, con sus infinitas circunstancias y cambios, conspiran contra el aislado mozárabe y apresuran los hechos.
En efecto, si al declinar el siglo XI la llamada a la oración de los almuecines era una mezcla de desolación y llanto mal disimulado, si los soberanos cristianos de la península Ibérica estaban en trance de alcanzar la superioridad sobre los reyes musulmanes, en parte se lo debían al apoyo que les ofrecía una Europa en plena renovación.
La oscuridad y el aislamiento retrocedían. Crecía la aldea y el dominio de los señores. La población aumentaba, la producción también. El comercio renacía a gran escala y las ciudades tomaban prestadas sus formas antiguas, volviendo a unir gentes y dineros. La vida intelectual se reemprendía con lentitud poderosa. En Italia, en el norte de Francia, en los monasterios y luego en las escuelas urbanas, grupos de clérigos estudian los textos que les han legado sus predecesores y también las obras de la Antigüedad, obras que sabios y calígrafos importan de Bizancio, El Cairo, Bagdad o Córdoba, pues las bibliotecas de Europa no contienen más que briznas de ese saber. Los comparan, fatigan las páginas, arreglan sus divergencias e intentan resolverlas. Luego dejan correr la pluma sobre la hoja. Tienen la impresión de volver a trenzar el hilo de una tradición interrumpida: Aristóteles, Tolomeo, Euclides, Hipócrates… «Somos enanos subidos sobre espaldas de gigantes; vemos más que ellos y más lejos; no se trata, en realidad, de que nuestra mirada sea penetrante, ni nuestra talla elevada; pero su estatura gigantesca nos eleva, nos ensalza», dice a comienzos del siglo XII Bernardo de Chartres, uno de ellos.
¿Qué cosas más bellas registrará la historia que esa consagración de unos hombres estudiosos a los pensamientos de otros hombres de quienes los separan catorce siglos? Es éste el primero de los renacimientos, aquel que al recordar el esplendor cultural de Córdoba, Sevilla o Toledo llevará al jesuita Juan Andrés a describir la España islámica como orfebre y puente.
Las cosas, en verdad, estaban cambiando: ciudades, caminos, flotas, ideas… La Iglesia, cabeza de aquel cambio, también. Los papas despertaban y se presentaban como elemento federativo de la cristiandad, como conciencia y rectores de Occidente, por encima incluso de los emperadores, como Gregorio VII, capaz de arrogarse facultades sobrenaturales que le impedían errar o ser juzgado (Dictatus Papae) y de humillar en «la guerra de investiduras» a Enrique IV; o Urbano II, que unos años después de la conquista de Toledo llamará a combatir en las cruzadas.
Lejos aún de Europa, prácticamente en el fin del mundo desde que Carlomagno creara el Imperio de Occidente, los soberanos cristianos de la península Ibérica buscaban abrir sus tierras a ese nuevo dinamismo. Como Fernando I, su padre, que todos los años enviaba al monasterio de Cluny una fuerte suma de oro arrancada a los musulmanes, el rey Alfonso VI (que fue más lejos al doblar la suma, donar monasterios e incluso casarse en 1079 con la sobrina del abad Hugo de Semur, Constanza) jugó la baza de los monjes negros para ponerse en primera fila de la cristiandad.
Cluny, eficaz auxiliar de Gregorio VII y uno de los más grandes centros de cultura romana, será la arteria por la que el reino de Castilla y León se conecte a ese mundo que renace. Cluny es el lugar donde el orgulloso Bernardo de Sauvetat, futuro arzobispo de Toledo y gran reorganizador de la iglesia hispana, se impregna del espíritu de reforma y de la voluntad autoritaria para hacerla triunfar. Cluny aporta el personal que impone el pensamiento europeo y forma la cadena jerárquica sujeta a la Santa Sede. Los monjes de la poderosa abadía borgoñona, enemigos implacables y poderosos del rito mozárabe, crean monasterios, proporcionan obispos, favorecen el cambio de liturgia. Traen además un precioso caudal de aventureros venidos del otro lado de los Pirineos, pues tras sus pasos arrastran una larga cola de emigrantes francos que irrigan el Camino de Santiago y repueblan las tierras conquistadas. Vienen a labrarse una vida en la frontera movediza y repleta de oportunidades que separa la cristiandad del islam, una vida de peligros y de jornadas que tienen el tacto de la espada y el arado, una vida nueva, y a veces atroz, pero que gracias a los monjes negros ya está en su mirada.
Esa frontera llegaba a Toledo el 25 de mayo de 1085, el mismo día que fallecía Gregorio VII. Entonces la suerte del rito mozárabe ya estaba decidida. Había sido en Burgos, y cinco años antes, durante un concilio celebrado a iniciativa del rey Alfonso VI.