Resplandor de hogueras
En Londres, Chateaubriand escribía contra la tentación de lo imposible y los hombres que anhelaban rehacer los antiguos tiempos. En España, mientras tanto, algunos de los voluntarios realistas y maduros guerrilleros a los que su intervención diplomática había ayudado a derribar el régimen liberal, le contradecían sublevándose contra Fernando VII al grito de ¡viva el rey absoluto!, ¡viva la Inquisición, la religión y los héroes realistas!… al grito de los siglos pasados. Ni la restauración de 1823, ni las ejecuciones de Riego y El Empecinado, ni la prisión y el destierro de los liberales, ni la voz prudentísima del reaccionario monarca, habían bastado para refrenar el ímpetu feudal de aquellos absolutistas exaltados. La coartada de la gran conspiración contra el altar y el trono, tan útil en 1814 y 1823 para perseguir a liberales y afrancesados, estaba a la orden del día, y el rey tenía que presenciar, consternado, cómo ahora -corría el año 1827- aquella coartada se revolvía en su contra, utilizada por realistas puros, hidalgos, curas, monjas y toda clase de aventureros. En uno de sus Episodios nacionales, Benito Pérez Galdós ha reflejado mejor que nadie a aquellos descontentos que atravesaban el reino de Fernando VII, el suelo fértil sobre el que haría caer sus quimeras don Carlos María Isidro, el primero de los pretendientes carlistas:
¡Cuánta ignominia! -exclama sor Teodora de Aransis al comienzo de Un voluntario realista-. Es verdad que se han concedido mercedes al clero, pero los primeros puestos los han atrapado los jansenistas, y están en la oscuridad hombres que pelearon con la lengua y con la espada, en el púlpito y en los campos de batalla. Andan sueltos muchos, muchísimos, que fueron milicianos nacionales y asesinos de frailes y monjas y la masonería se extiende hasta el mismísimo trono, hasta el mismo trono…
La guerra se anunciaba ya en las partidas incoherentes, fracasadas y despavoridas de 1827, acaudilladas por realistas que habían combatido en el Trienio Liberal y que, rumbo a lo que creían legítimo y quizá sólo era eterno descontento, despertaban la voz de los siglos muertos, de los viejos rencores. La voz que Galdós atrapa con genio cervantino al hacer hablar así a sor Teodora:
Te equivocas grandemente al suponer que tendremos la paz -decía la religiosa al joven Tilín-. No, hijo mío; guerra, y guerra muy empeñada y tremenda nos aguarda. Todo está por hacer: con la derrota de los liberales no se ha conseguido casi nada; todo está, pues, del mismo modo; la Religión por los suelos, la Inquisición por restablecer, los conventos sin rentas, los prelados sin autoridad. Ya no tenemos aquellos gloriosísimos días en que los confesores de los reyes gobernaban a las naciones; se publican libros que no son Religión, o le son contrarios; en pocas materias se consulta al clero, y muchas, muchísimas cosas se hacen sin consultar con él para nada. ¡Qué vergüenza! Es verdad que no hay Cortes; pero hay Consejos y ministros que son todos seglares y carecen de la divina luz del Espíritu Santo. No gobiernan los liberales, es verdad, pero ello es que sin saber cómo, gobierna algo de su espíritu, y las sectas, las infames sectas masónicas no han sido destruidas. El ejército, que se compone absolutamente de masones, no ha sido disuelto y desbaratado, y en cambio están sin organizar los voluntarios realistas. Mil novedades execrables han subsistido después de aquella horrorosa tormenta, y en cambio no funcionan ya las comisiones de purificación que habían empezado a limpiar el reino.
Y guerra fue lo que hubo. En 1833, las facciones favorables al absolutismo se levantaban en armas contra la regencia de María Cristina de Borbón, proclamando rey al infante don Carlos, a quien confiaban la defensa de la sociedad tradicional. La guerra que acababa de estallar, como demuestran las adhesiones de cada uno de los bandos enfrentados, era mucho más que una pugna dinástica. Se enfrentaban dos formas de vida, dos sueños… dos visiones del mundo, cada una con sus tensiones y desgarramientos, con su coeficiente de utopía e imposibilidad: la del rústico y el urbano, la del apostólico y el secular, la del súbdito y el ciudadano, la del mayorazgo y el empleado de comercio.
¿Cómo sacar a los combatientes de sus obstinaciones? ¿Cómo hacerlos mirar más allá de ellas? ¿De qué hubieran podido valer contra el imperativo de las pasiones los cálculos de la prudencia, las diligencias secretas, las mañas del político? ¿De qué valió el manifiesto inspirado por Cea Bermúdez, en el que se aseguraba que la religión y la monarquía serían respetadas, protegidas y mantenidas por la regente en todo su vigor y pureza? ¿De qué el empeño de Martínez de la Rosa por moderar la revolución y evitar que los excesos populacheros arrojasen más partidarios al bando reaccionario? Los sermones de cruzada del bajo clero ponían en guardia a los cristianos. Los incendiarios discursos de las Cortes, que daban paso al asalto de conventos y a las matanzas de frailes, y la desamortización, que amenazaba de muerte la vida del hidalgo y los usos y costumbres del campesino, hacían ganar cuerpo a la insurrección. Liberales y carlistas habían quedado presos unos de los otros en un abrazo de muerte.
Cuando se deja uno arrastrar por el fanatismo se convierte en un monstruo. En 1834, con el ejército fantasma de Zumalacárregui ya hecho carne, rotos ya todos los puentes entre el infante y María Cristina, los generales adquieren rasgos de señores feudales, y se persiguen sin tregua. Como el incendio que después de haber arrastrado algún tiempo su pereza a ras del suelo se alza hasta los cielos con repentino ímpetu, así creció entonces la violencia. La espiral de fusilamientos y represalias en la que se enzarzaron carlistas y liberales entre marchas y contramarchas, atravesaría de sangre, de culpas y opresiones recíprocas, de rencores y de lutos, las tierras del País Vasco, Navarra, Aragón, Cataluña y Valencia. Tres de los generales -Quesada, Mina y Valdés- enviados por los liberales para dar caza y vencer a Zumalacárregui, darían un lustre de realidad a su vieja y negra leyenda: saqueos, incendios, ejecuciones de prisioneros y civiles… Zumalacárregui y Cabrera harían justicia del mismo modo atávico y cruel. Como en la guerra civil de 1936, la barbarie fue unánime.
Valle Inclán, que para escribir su trilogía de la segunda guerra carlista se caminó Navarra entera y viajó por archivos y documentos, recuerda con la voz de uno de sus personajes, un sargento liberal, veterano de las luchas de 1833-1840, uno de esos lances sangrientos a los que el antiguo guerrillero, el general Espoz y Mina, se entregó con firme empeño en su campaña del norte:
Pues Pedro Mendía, padre del que ahora anda en la facción, sorprendió con su partida a una tropa de veinte hombres y a todos los mandó fusilar. Antes de irse ordenó marcar veinte árboles con una cruz. Era como a modo de escarmiento. A los pocos días pasamos nosotros con el gran general Mina. Vio las cruces y mandó cortarlas: veinte, mi general. Quedó muy tranquilo. Llegamos por la tarde a Lecaroz. Pues yo creo que ninguno se acordaba, y el general, sin bajarse de su mula, nos dijo: Coged cuarenta hombres. No los había si no eran viejos y muchachos, que los mozos todos estaban en la facción. Siempre ha sido gente muy carlista la de Lecaroz. Pues viejos y muchachos, se trajeron aquí en el número de cuarenta, y fueron fusilados. En los pinos dejamos nosotros cuarenta cruces.
Mina, caudillo liberal en el norte, hacía una guerra terrible contra los carlistas, avanzaba, devastaba, fusilaba… Los generales carlistas ejercían también de bárbaros. En las memorias de su campaña en el País Vasco junto a Zumalacárregui, publicadas en Londres en 1836, Karl Ferdinand Henningsen describió de la siguiente manera el trato dado por los carlistas a unos prisioneros liberales:
Ciento setenta prisioneros fueron traídos uno o dos días después a Mondragón, donde nosotros estábamos; todos fueron fusilados; entre ellos había siete oficiales. A varios de éstos fusiló Eraso en el extremo del puente Nuevo, puente que se halla a tiro de cañón de Bilbao. Los campesinos estaban tan irritados, que los colgaron con sus uniformes, y cuando Espartero iba retirándose a Bilbao, lo primero con que tropezó su vanguardia fueron estos cadáveres colgando de los árboles: los descolgaron inmediatamente y los recogieron en una choza para que su horrible visión no descorazonase al ejército.
De ese modo paseaban Zumalacárregui y Eraso su paternal absolutismo por tierras del País Vasco: ricos en fanatismo, poseídos por la legitimidad de sus ensueños, haciéndose poco a poco sombras, leyenda… La guerra, aquella guerra a la que acudían idealistas de toda Europa, periodistas convencidos de su interés internacional, buscadores de gloria militar y aventura, sólo acabaría cuando todos se cansasen. Y se cansaron. La muerte en 1835 del gran Zumalacárregui; la incapacidad de los ejércitos carlistas para conquistar Bilbao, dos veces sitiada y bombardeada, y dos veces liberada por las tropas cristinas; la esterilidad de la expedición real de 1837, que aterroriza Cataluña y Valencia, y se presenta a las puertas de Madrid sin resultado positivo alguno; la fatiga de los civiles y la crisis interna con enfrentamientos entre carlistas castellanos y navarros; la desmoralización de los cruzados de la causa, que en los campos encharcados y la nieve de los caminos no encontraban la gesta gloriosa y luminosa que habían imaginado… todo apresuró, por fin, el término de la guerra, dando un aire crepuscular al séquito de don Carlos y a sus generales más absolutistas, partidarios de seguir combatiendo.
El final se hizo inminente cuando el general Maroto, del que don Carlos sentía desconfianza y gran temor, se convirtió en jefe supremo del ejército carlista, y en el País Vasco y Navarra triunfó la tendencia moderada, favorable al acuerdo de paz.
Los sucesos nos arrastran ahora hacia Estella, donde tenía su corte aquel mediocre pretendiente, el infante don Carlos, y donde los civiles y generales más hostiles a la negociación, los puros, como se decían ellos, pensaban prender a Maroto, fusilarlo y recuperar el mando. Baroja nos ha dejado una narración breve y seca de lo que ocurrió o se decía que ocurrió aquel año de 1839 en Estella:
Un día -cuenta don Pío en las páginas de Aviraneta o la vida de un conspirador- corrió el rumor de que Maroto se acercaba al pueblo con sus tropas. Se decía que había llamado al brigadier don Teodoro Carmona y le había dicho:
– Voy a Estella. Vaya usted primero y advierta usted a sus amigos García, Guergué y Sanz que se preparen y se defiendan, porque con sus mismas fuerzas los voy a fusilar.
Estos rumores eran ciertos. Maroto estaba ya a las puertas de la ciudad. A media tarde empezaron a entrar en Estella los soldados del generalísimo. El general García hizo la baladronada de asomarse al balcón de su casa con sus ayudantes a ver la entrada de Maroto y no le saludó ni se presentó a él. Se decía que los batallones navarros estaban tomando posiciones en las casas y en la carretera de Pamplona y de Logroño para oponerse al avance de Maroto, pero no era verdad. De madrugada pasaron por las armas a los generales navarros Guergué, García, Sanz y Carmona. Los fusilaron en una era detrás de la Casa del Prior, de espaldas y arrodillados, como a los traidores. Al día siguiente le tocó el turno al secretario del Ministerio de la Guerra, Ibáñez, que fue también fusilado.
Las ejecuciones de Estella allanaron el camino hacia el abrazo de Vergara. Los apostólicos no volvieron a la pelea contra Maroto, aceptaron la derrota y la humillación convencidos de que su causa estaba perdida. Don Carlos tampoco tuvo fuerzas para imponerse al jefe de su Estado Mayor. Por fin, el 31 de agosto de 1839, Espartero y Maroto suscribían el Convenio de Vergara, que pacificaba las tierras Navarra y el País Vasco y preparaba el final de aquel incivil y largo conflicto. Unos días después, don Carlos y su séquito cruzaban la frontera. En 1840, después de resistirse al abrazo de Vergara y continuar la lucha contra las tropas cristinas en Cataluña y Aragón, seria el general Cabrera, conde de Morella, y muchos de sus soldados, quienes tomasen aquel camino… Se había vencido al carlismo, pero, por desgracia, no se le había convencido. Lo que los liberales llamaron paz fue en la mirada de aquellos perdedores un prepararse para la lucha y un ponerse vendas y limpiar armas para empezar de nuevo.