La frontera del mundo
Hechos que tocan el espacio y que tocan a su fin cuando algo se derrumba pueden maravillarnos, pero una cosa o un infinito número de cosas muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como conjeturan los teósofos. En el tiempo hubo un senador pagano que intentó convencer a Graciano de que respetase el altar de la diosa Victoria, reliquia de la vieja religión; la fe arriana murió para Hispania con la muerte de Goswintha, la reina que se negó a vivir en un reino católico y se levantó en armas contra Recaredo. Como en un sueño, es decir, desdibujado, el destino de los mozárabes conmueve porque dobla por otros irresistibles destinos que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, y es fiel presagio de otros más que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. Leamos si no lo que dice el personaje de Crónica de Travnik, una ciudad perdida entre las montañas de Bosnia:
Sí, ésas son las penas que atenazan a los cristianos de Levante y que ustedes, cristianos de Occidente, jamás podrán entender, y no digamos los turcos. Ésa es la suerte de los levantinos, porque son una polvareda humana que se desplaza rauda entre Oriente y Occidente, sin pertenecer a ninguno de los dos mundos, pero hostigada por ambos. Son hombres que hablan muchos idiomas, pero ninguno es el suyo, que conocen dos religiones, pero de ninguna son devotos. Son víctimas fatales de la división de los hombres en cristianos y no cristianos; buenos conocedores de Oriente y Occidente y de sus costumbres y creencias, pero igualmente despreciados y sospechosos en ambos lados. Se les puede aplicar las palabras que hace más de seis siglos escribió el gran Dzelaledin, Dzelaledin Rumi: «pues no logro conocerme a mí mismo. No soy cristiano ni judío ni persa ni musulmán. No soy de Oriente ni de Occidente, ni de la tierra ni del mar». Así son ellos.
… Veo así -y quizá esta imagen desaparezca en el momento en que deje de creer en ella- a los mozárabes de Toledo: fronterizos y atrapados entre dos mundos. Divididos y desubicados. Víctimas fatales de Roma y del gran empeño organizativo de Gregorio VII, que ya el año 1074, deseoso de controlar hasta las telarañas de las iglesias locales, se dirigía a Sancho Ramírez, rey de Navarra y Aragón, y a Alfonso VI, rey de Castilla y León, planteándoles la necesidad de aceptar la liturgia romana:
… como hijos de la Iglesia de Roma, vuestra madre, no de la toledana ni de cualquier otra; de ella debéis recibir el oficio y el rito. Ella, fundada sobre la base pétrea y paulina, está garantizada contra toda adulteración. Aparte de que haciéndolo así, seréis una nota discordante en el unísono de Occidente y Septentrión… Es necesario que, de donde recibisteis el principio de la fe, se os comunique también la norma eclesiástica del Oficio Divino.
La imagen de Gregorio VII, que da en separar la Iglesia de manos laicas, en centralizar la cristiandad occidental, en corregir, en imponer, en uniformizar, y la de los clérigos de Cluny, que importan esa gran reforma al reino de Castilla con el favor de Alfonso VI, traen ahora otra memoria a este relato, acaso menos épica, acaso la memoria que buscaba para comenzar y que al fin he encontrado.
Tiempo, mucho tiempo atrás de la conquista de Toledo, en diciembre del año 656, obedeciendo al mandato de Recesvinto, rey de los visigodos, veintidós obispos y vicarios de toda la Península se habían congregado en la capital del reino para celebrar un gran concilio, el X Concilio, bajo la dirección de Eugenio, obispo metropolitano de la ciudad. La primera de sus resoluciones fue reorganizar el calendario litúrgico. La fiesta de la Anunciación -el ángel revela a María la concepción de su Hijo- se celebraba el 25 de marzo, nueve meses antes de la Navidad, como era de esperar. Los obispos, aunque reconocieron que la fecha estaba corroborada por milagrosa, opinaron que la celebración de esa fiesta gozosa en marzo, tan cerca del luto de la cuaresma, era improcedente. Guiados por un extraño sentido del decoro decidieron trasladarla a otra fecha y así ordenaron que, en adelante, la Concepción de María se celebrase siete días antes de la Navidad, el 18 de diciembre… En beneficio de la emotiva liturgia visigótica alrededor de la Virgen María, de su celebración y rico desarrollo, los obispos del X Concilio borraban la anterior fecha de la Anunciación, liquidaban su verosimilitud biológica y averiaban el reloj del Espíritu Santo.
Todo, en efecto, tiene el valor de lo irrecuperable y lo azaroso, de lo preciosamente precario. En el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios y los reinos conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía y las exigencias del presente traducen a su gusto las imágenes y estructuras antiguas. No hay una cosa en la tierra que el olvido no borre o que la memoria no altere. En vano el ser humano pretende ahogar el tiempo, maravillándose ante las tradiciones. Creencias y ritos son individuos y los individuos caducan; aun los más tenaces.
La fiesta de la Concepción continuó celebrándose el 18 de diciembre en las iglesias hispanas durante los algo más de cincuenta años que duró el reino visigodo y, como atestiguan los calendarios mozárabes, más allá de la gran frontera del 711, durante los tres siglos y medio de ocupación islámica. Tan largo éxito debe relacionarse con la devoción de los godos al misterio de la concepción inmaculada de la Virgen, defendido en la basílica de Santa María por el sucesor de Eugenio, el obispo Ildefonso de Toledo, autor de un libro que gozó de una veneración especial en la Edad Media y que el año 1067 terminaba de copiar un arcipreste mozárabe: «… en la ciudad de Toledo, en la iglesia de Santa María, bajo la sede metropolitana del arzobispo Pascual».
Ese mismo lugar sagrado tuvo que ser visitado por Alfonso VI cuando, rey sólo de arena, en el destierro, después de librarse de las cadenas de su hermano Sancho de Castilla, fue huésped del gran emir al-Mamun. Era el año 1072. El futuro monarca y conquistador pudo conocer entonces a la clerecía mozárabe de Toledo y errar, cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, por las callejuelas y laberintos de la inextricable ciudad, y refugiarse en el silencio hostil y casi perfecto de la vieja basílica. Pudo ver con sus ojos aquella obra arquitectónica consagrada a la Virgen durante el reinado de Recaredo y el lugar donde cuenta la leyenda mozárabe que María se había aparecido al obispo Ildefonso y le había entregado una vestimenta que procedía del cielo. Y pudo oír misa tal y como la decía el santo prelado, cuatro siglos atrás.
No sé lo que vio exactamente Alfonso VI, porque ningún cronista ha descrito las formas de su cara. Sé que la liturgia visigótica no era novedosa para él. Que el rito mozárabe de Toledo era el mismo que había conocido desde su infancia en el reino castellano-leonés de su padre. Que quizá en algún momento, en la misma nostalgia, confundió la ciudad musulmana de al-Mamun y su reino perdido de León, entre las ramas de los cantos. Sé que tan sólo dos años después, muerto Sancho de Castilla y siendo ya rey y gran hacedor de conquistas, recibió aquella carta de Gregorio VII. Que al principio se mostró molesto y reacio a plegarse a la voluntad del papa. Que más tarde, cuando el tiempo le había consolidado en el trono, cedió al empuje del sumo pontífice y abrió sus dominios al rito romano.