España como misión
La voz madura de Unamuno y Ortega es coetánea de la juventud de Giménez Caballero, Ledesma Ramos y Primo de Rivera, autores de prosas, estrategias políticas y símbolos que traen a España el fascismo europeo. Las voces de Unamuno y Ortega son las que escuchaban en sus comienzos el joven Ledesma Ramos y también el joven Primo de Rivera, que vivirá de urgentes préstamos intelectuales y de jaculatorias líricas reacuñadas para mítines. Hay múltiples testimonios de que el hijo del dictador leyó y entró a saco en el caudaloso y metafórico arsenal del filósofo madrileño:
«Una Patria -dirá el marqués de Estella y fundador de Falange en el mitin del teatro Calderón de Valladolid, 1933- no es aquello inmediato, físico, que podamos percibir hasta en el estado más primitivo de espontaneidad. Que una patria no es el sabor del agua de esta fuente, no es el color de la tierra de estos sotos; que una patria es una misión en la historia, una misión en lo universal.»
La España heroica y subversiva del falangista de la crisis republicana es el encuentro con esa patria aplazada. Es el encuentro con un abanico de fracturas europeas, pero sobre todo con una patria cuya falta de vertebración se ha denunciado desde finales del siglo XIX, al mismo tiempo que se dilataba la crítica al atraso económico, al burgo del cacique, al desfase entre el sistema político y una sociedad en permanente mutación, a la falta de remedios eficaces para moderar las desigualdades y contener las furias obreras y campesinas. Es el encuentro con una patria que vive en fuga de sí misma, como dirá Ramiro Ledesma. La España heroica del falangista de primera hora, que tan a menudo será cólera literaria, desesperada cólera que llega a su aniquilamiento, surge de este laberinto excavado en las sombras del desastre. Desde el primer instante los jóvenes animadores del fascismo pretenden afirmarse en su centro, gritando desde allí su angustia a los políticos liberales y a los fracasados intelectuales que no logran salir del gueto de la minoría ilustrada.
Giménez Caballero, profeta y (en feliz expresión de Umbral) Groucho Marx del fascismo español, escribió en sus Memorias de un dictador: «Si hubo una palabra que simbolizara las primeras etapas de mi vida española fue ésa: crisis. Yo creo que, de oírla tanto, me crié en esos años melancólico y paliducho. ¡Crisis! ¡Crisis! ¿Qué le pasaba a España? Hasta 1923 en que Primo de Rivera dio aquella enérgica pastilla de bismuto -que se llamó dictadura- a la monarquía alfonsina, conteniendo por siete años su terrible descomposición, aquello que yo vi desde 1900 no fue un régimen: fue una disentería.»
Ramiro Ledesma, que se bautizará fascista ante el deslumbramiento de Mussolini y se transformará en el teórico más riguroso y germanizado del fascismo español, dijo: «El ser español es la primera realidad con que nos encontramos…» O: «¿La moral católica? No se trata de eso, pues nos estamos refiriendo a una moral de conservación y engrandecimiento de lo español y no simplemente de lo humano. Nos importa salvar más a los españoles que a los hombres.»
José Antonio Primo de Rivera, que con su proyecto falangista completará el circuito imperial, soñándose en 1933 a la sombra del Cid y fray Luis de León, indicó: «Porque si nosotros nos hemos lanzado por los campos y las ciudades de España con mucho trabajo y con algún peligro, que esto no importa, a predicar la buena nueva, es porque, como han dicho todos los camaradas que hablaron antes que yo, estamos sin España…» O «…amamos España porque no nos gusta».
Herederos de una atmósfera de inquietud que confluye con el hastío de la acomodaticia sociedad burguesa, estos hombres sólo anhelan ser españoles. Vital, irracional y barrocamente españoles. «Vivir es una herida por donde Dios se escapa», dijo en su último libro un poeta que buscaba la fe, José Luis Hidalgo. Vivir, para estos nacionalistas que se inventan una Ilíada que no digieren bien, para estos hombres que a la culpa normal del que no se atreve añaden a veces el remordimiento de no ser lo bastante revolucionarios, de no ser capaces de acallar los prejuicios humanistas, o católicos o pequeño-burgueses, o aristócratas o íntimamente reaccionarios, será una herida por donde España se derrama. Juveniles imitadores de Hitler y Mussolini, buscarán para España un futuro que debía arrastrar el pasado consigo, y con éste, todos sus tiempos guerreros y universales. Lejos de alcanzarlo, su búsqueda acabará en el cementerio, en el anacronismo de una tradición petrificada o en el oropel de una revolución grotesca que sólo provocaría la definitiva humillación de los más pobres.
Los versos de Luis Santamarina, el más puramente fascista de los históricos de Falange, montañés obstinado, mezcla de tradicionalista y anarquista que mantiene su antiguo compromiso, sin diluirlo, hasta el final de sus días, son un claro reflejo de lo que, concluida la guerra civil y transcurrido el tiempo, quedará de la vieja camisa nueva que bordaban en rojo ayer:
Los que hicieron a diario cosas de arcángeles,
los niños hechos hombres de un estirón de pólvora,
los que con recias botas la vieja piel de toro
trillaron, en los ojos quimeras y romances,
¿adónde están ahora? -decidme-, ¿qué se hicieron?
Pocos años bastaron para enfriar sus almas,
aquel sueño glorioso creen que no vivieron,
no yerguen las cabezas ni brillan los ojos
al mirar como pasan sus marchitas banderas.
¿Adónde están ahora? -decidme-, ¿qué se hicieron?
Al florecer la plata de las primeras canas,
piensan ya que pidieron demasiado a la vida,
que va siempre más baja la bala que el deseo.
Escepticismo en suma, final de juventudes…
¿Adónde están ahora? -decidme-, ¿qué se hicieron?
Pero no naufragaron ante grandes tragedias,
cayeron entre tedios, roídos por la hormiga
de lo vulgar; penurias, mujer ajada y agria,
el mes que no se acaba, la ilusión de otra hembra…
¿Adónde están ahora? -decidme-, ¿qué se hicieron?
Ya no sé si la paz es mejor que la guerra
– quizá sea lo mismo en el pausado péndulo
de la vida y la historia- pero aquella alegría,
aquellos ojos llenos de quimeras y romances,
¿adónde están ahora? -decidme-, ¿qué se hicieron?
Luis Santamarina no se equivoca al componer su elegía. Cuando en 1947 escribía estos versos hacía ya tiempo que el violento y joven entusiasmo se había convertido en desencanto. El amanecer revolucionario, en ocaso burgués. La camisa nueva, en disfraz para confiteros y arribistas, sumados al vals del ausente José Antonio para bailar mejor y más alto en el salón franquista. El glorioso y lírico futuro imaginado en Burgos y Salamanca, en un confortable sillón desde el que plegarse al presente del caudillo con ministerios, secretarías, embajadas, jefaturas provinciales, gobiernos civiles… o desde el que desmemoriarse con prosas excelsas, nostálgicas, liberales.
Lo cierto es que en España el fascismo adoleció siempre de irrealidad. Durante la Segunda República apenas se abrió cauce entre la radicalizada fortaleza católica y la combatividad de las organizaciones obreras. Tras la guerra civil, aquel invento ya inventado en Europa no cuajó porque fue diluyéndose bárbaramente en la segunda guerra mundial y porque su épica nunca convenció al que debía convertirse en su Duce. Instalándose en el viejo sitial de la Iglesia y ascendiendo a las alturas del azul católico de España, el general Franco dejó a los intelectuales falangistas para hacer los recados y dirigió con pulso de hierro la letra escrita por el último y reaccionario Maeztu: unir la cruz, el ejército y (a falta de monarquía) el Estado. España no sería al fin, como equivocadamente cantaba un poeta falangista, la vertical promesa de José Antonio Primo de Rivera. Sería el inmenso cuartel de un general al que otro poeta, José María Pemán, daría estatura de César.
Vidas y trayectorias naufragadas como las de Ramiro Ledesma Ramos y Giménez Caballero pueden resumir la historia de este fracaso. Los pasos de estos dos intelectuales, como los de otros muchos hombres de letras metidos en la novela interminable de la política, serán pasos en la nieve, marcas en una superficie blanca, huellas que encierran el sonido de los sueños más terribles y violentos del siglo XX.