La salvación desolada

La caída de Toledo, las imposibles exigencias del rey Alfonso VI, los temores y negros presagios, decidieron finalmente a los emires de al-Andalus a unirse y llamar en su socorro al emir almorávide, Yusuf ibn Tasufin. La idea de volver los ojos al fondo de Marruecos, donde los fuertes almorávides acababan de reunir gran parte del norte de África en torno a su celo y rigorismo religioso, parece que partió de al-Mutamid. Como el emir de Badajoz, el rey Abd Allah unió su voz a la petición de auxilio:

Mis embajadores -escribe- habían ido también con los de al-Mutamid a ver al emir de los musulmanes conforme a un acuerdo que hicimos uno y otro, en vista de la situación. Lo estipulado con el emir de los musulmanes fue que uniríamos todos nuestros esfuerzos, junto con su ayuda, para hacer la campaña contra los cristianos, y que él no hostigaría a ninguno de nosotros en su territorio respectivo, ni prestaría oídos a ninguno de nuestros súbditos que quisieren producir disturbios en nuestros reinos.

Yusuf ibn Tasufin desembarcó en Algeciras el 30 de junio de 1086, y el 23 de octubre, al frente de sus guerreros y en compañía de los ejércitos de Sevilla, Badajoz y Granada, derrotó al rey Alfonso y a sus tropas. El destronado rey de Granada, todavía sujeto a la piedad del emir almorávide, viviendo en semirreclusión, recuerda aquí la dureza de espíritu del emir almorávide, la energía de sus designios, la violencia de su valor y su firmeza ante los desafíos, y llegado a este punto evoca sus palabras -«…Todo rebelde a la verdad, con la espada debe ser llevado a la verdad»- y describe cómo se instaló en Sevilla, cómo los reyes de taifas, él, Abd Allah, entre ellos, fueron a su encuentro, y cómo estalló el entusiasmo entre los musulmanes de al-Andalus. El emir almorávide llegaba al frente de sus jinetes velados para salvarles del infiel Alfonso. Los tiempos gloriosos del Califato, cuando era el islam el que hacía temblar a los reyes cristianos, volverían con el, con sus guerreros. Tuvo lugar entonces la batalla de Sagrajas, y Abd Allah recuerda cómo acaudillados por Yusuf los reyes de taifas vencieron a Alfonso VI y todos ellos dejaron de pagar parias al soberano de Castilla y León y se alinearon tras el gran emir, al que, no sin cautela ni recelos, prometían su amistad y su colaboración. También recuerda cómo la nueva situación, «los cristianos llenos de miedo y amargura» y los musulmanes con sus jefes aliados entre sí y unidos al imperio almorávide, cambió tras la campaña de Aledo, cuando Yusuf atravesó el Estrecho por segunda vez y, al frente de los reyes de Sevilla, Málaga, Granada, Almería y Murcia, inició el asedio de esa fortaleza cristiana. El todopoderoso almorávide fracasó y tuvo que retirarse en medio de las disputas y desavenencias de sus compañeros de batalla, presa de la más profunda irritación. La voz de Abd Allah se detiene un momento frente al castillo de Aledo: «Durante aquella expedición -escribe- sacó Dios afuera el odio que se tenían entre sí los sultanes de al-Andalus…»

En efecto, las cosas fueron de mal en peor. La resistencia de los guerreros sitiados; las disputas y reclamaciones entre al-Musatim, señor de Almería, y al-Mutamid, rey de Sevilla; el enfrentamiento de Abd Allah con el príncipe de Málaga; la revuelta de Murcia; la aproximación de las aguerridas tropas de Alfonso; el cansancio de los jinetes velados… todo contribuyó al levantamiento del asedio y a que entre los musulmanes de al-Andalus arraigara el desaliento. El clima volvía a ser asfixiante y los reyes de taifas veían peligrar su existencia.

«Los sultanes de al-Andalus -escribe Abd Allah en su defensa, que es también la suya- se desasosegaron y se llenaron de negros pensamientos al ver el insensato odio que les tenían sus vasallos y la resistencia que éstos mostraban a pagar las contribuciones feudales que les obligaban, precisamente en el momento en que los soberanos necesitaban mayor dinero para tanto gasto. En efecto, de un lado había un ejército anual que mantener; mucho dinero que era forzoso dar a los almorávides y continuos regalos que había que hacerles, y que, caso de fallar, podían comprometer la situación, y, de otra parte, súbditos que se negaban a pagar los subsidios necesarios para hacer frente a dicha situación. No había más que dos caminos: o el de armarse de paciencia, que conducía a los reproches y éstos traían aparejado el castigo, o el de protestar, que conducía a la aniquilación, que es lo que sucedió.»

Llegaría, sí, la aniquilación. Los mismos reyes de taifas se habían encaminado hacia el ciclón que devastaría su mundo de arriba abajo: su guardián, Yusuf ibn Tasufin, pues desde que le abrieran las puertas de al-Andalus él se había convertido en quien prohibía y permitía, quien ayudaba y desamparaba, quien socorría o podía destruir.

Temido siempre por los príncipes de al-Andalus, que apenas salían de su presencia se daban cuenta de que eran ya sus prisioneros, de que su poder no se podía menospreciar y de que les iba a vigilar en todo momento, y querido por los andalusíes, que lo consideraban su salvador y el único que podía liberarlos de las pesadas parias, el emir almorávide encajaría el gran golpe de Aledo con indignación. Tan pronto como pudo abandonó al-Andalus y arribó al norte de África convencido de que aquellos reyezuelos, entregados a los placeres e incapaces de defender a sus súbditos del infiel, sólo se preocupaban de su provecho personal. Encarnizados en sus intrigas y divisiones, le habían demostrado que al-Andalus estaba en manos de unos estúpidos y que sólo destruyéndolos a todos, leales y rebeldes, podría seguir dilatando su férrea versión del islam por aquellas tierras en las que no se sufría de sed. La justificación para cruzar otra vez el Estrecho y apoderarse de sus ciudades, y vender o asesinar a sus mujeres y a sus hijos, la encontró al poco tiempo de perder de vista Algeciras, cuando ya en su palacio de Marrakech, lejos de aquellos reinos a los que se había aventurado en lucha santa, tuvo noticias de que los que se llamaban buenos musulmanes volvían a doblegarse ante el rey Alfonso y a entrar en componendas con el infiel. Eran aquellos nuevos tratos con el soberano cristiano su sentencia. «Todo rebelde a la verdad, con la espada debe ser llamado a la verdad», decían en su favor los ulemas, y él, Yusuf ibn Tasufin, legitimado por estos dictámenes religiosos y la aclamación de los andalusíes, buen musulmán y guardián del islam, apresaría y destronaría a aquellos emires corruptos.

El rey de Granada fue el primero de todos los príncipes musulmanes de al-Andalus en caer en desgracia. ¿Cómo olvidar aquellos días? La angustia. La soledad… primero frente a Alfonso:

En el momento de partir de Aledo habíamos hablado con el emir de los musulmanes sobre la conveniencia de que nos dejara en al-Andalus un ejército, en previsión de que el cristiano nos atacase, queriendo vengarse de ésa y de la anterior expedición, y de que no tuviéramos gente con qué defendernos. El emir nos contestó: Si os unís con sinceridad, podréis hacer frente a vuestro enemigo; pero no nos dio ningún ejército.

Tampoco se unieron los reyes de taifas, y Alfonso VI movilizó sus huestes y se acercó a las tierras de Granada reclamando el pago de parias:

La noticia de su llegada -escribe Abd Allah- me produjo una consternación paralizadora, pues no sabía qué era mejor: si abandonar y salir de mis estados, dejándole que los corriera, o si intentar apaciguarlo en lo posible. La nueva también produjo temor y agitación entre mis súbditos. El desconcierto llegó al punto de que nadie creía que Alfonso se iba a dar por satisfecho con sacar dinero, sino que se quedaría para ocupar el territorio, como venganza por la irritación sufrida con lo de Aledo y por el pacto mío con los almorávides.

Los perdedores de la historia de España
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