En un lugar del Magreb…
¿Cuándo se decidió a escribir la desaparición de su mundo? ¿Cuando su abuelo, el rey Badis ibn Habus de Granada, dio orden de sacarle de la escuela para ver cómo se desenvolvía a su lado? ¿Cuando del rey aquel que saltaba a la defensa de sus posesiones al primer aviso, cuando de su abuelo Badis escuchó:
«Ya tienes conocimientos bastantes de escritura y recitación del Corán. Ahora vas a emprender unos estudios más convenientes. Deberás aplicar tu inteligencia a comprender el alcance de mis decisiones y de los acontecimientos de mi reinado, en esta época de guerras civiles, porque el tiempo es pésimo y la vida demasiado corta para que desde ahora no te esfuerces en aprender todas aquellas cosas que los soberanos tienen interés de que las conozcan sus hijos»…?
No. Entonces todavía no. Llegar al trono, llegaría, sería soberano, rey de Granada, recogería el fruto de sus antepasados y en su alcázar abundarían las joyas y las finas vestiduras y las mujeres y los esclavos y el vino, y también los tesoros con los que saciar al gran rey cristiano, Alfonso VI. Ibn Jaldun señala el año 1075 como fecha de su entronización, y algunos cronistas dicen de él que conocía la retórica y las ciencias profanas, que a él, buen versificador, poeta inspirado y buen calígrafo, se debía un admirable ejemplar del Corán, por él escrito. Otros le retratan cobarde, mal jinete, nada aficionado a las mujeres, muy impresionable y asustadizo, dado a los placeres y atrapado en las trampas de infames visires. También está la semblanza de un poeta contemporáneo suyo, los versos con los que al-Sumaysir el granadino, famoso por sus sátiras, quiso fulminarle:
El señor de Granada es un necio
que se cree ser el hombre más sabio.
Trata con Alfonso y los cristianos
(¡mira qué juicio tan discreto!),
y fortifica edificios, faltando
a la obediencia de Dios y el Emir.
Construye en torno a si, estúpidamente,
como si fuese un gusano de seda.
Pero déjalo construir. Ya entrará en razón,
cuando llegue el decreto del Omnipotente.
¿Cuándo decidió Abd Allah dar testimonio de ese tigre, el Omnipotente? Ver que sus tierras se ensombrecían, como muertas, parece que veía, aunque imaginarlo así, inerme y consciente de su debilidad además de fantoche, pudiera corregir al poeta al-Sumaysir: aquel reyezuelo criado en el serrallo y al que encaramaron todavía muy mozo al trono, temía por la vida y por el reino. Temía que las puertas de sus castillos se abrieran al rey al-Mutamid de Sevilla, a la voz de Alfonso VI o al ímpetu guerrero del almorávide Yusuf ibn Tasufin, y que esos vecinos poderosos se adueñaran de cuanto creía suyo. Temía el destierro, una prisión maldita, el filo de una espada, su cabeza rodando y expuesta a la mirada de sus detractores, que eran muchos y con la lógica peculiar del odio juraban que jamás había combatido en un campo de batalla (lo cual puede ser cierto) y que en los jardines de su palacio blasfemaba de Alá (lo cual parece improbable). También creía que había una diferencia entre un rey fuerte y uno sitiado y atrapado bajo el peso de poderosos ejércitos, y pensaba que el fuerte, como Alfonso VI, como Yusuf ibn Tasufin, es algo más real, y que para sobrevivir, al débil sólo le queda la ocultación y el engaño, y así, para sobrevivir, se consagró a la vana quimera de eclipsarse milímetro a milímetro, ceder ante el poderoso lo que hiciera falta, ser invisible él y sus dominios.
Pero en ese tiempo de telones e incógnitas, cuando el destino se forjaba a su espalda y aún creía que podía evitar encontrarse cara a cara con él, todavía no. ¿Cuándo fue entonces? Cuando se le rompieron las espuelas de la intriga, cuando la desgracia lo alcanzó al fin, cuando apareció ante sus ojos con la más horrible de las apariencias, entonces sí. Cuando al fin sus vacilaciones lo habían atrapado, cuando lo arrastraron a otro mundo, un mundo alejado de ciudades inventadas, forjadas no de gentes sino de meras palabras, y amasado con el dolor de su propia historia, entonces si. Cuando Yusuf ibn Tasufin sembró la desolación en sus tierras para crecer en ella, cuando ya estaba rodeado, cuando el poderoso emir almorávide avanzó en persona hacia la capital del reino. Entonces, sí. Cuando en los sueños todo su cuerpo se impregnó de hormigas y él, incrédulo y serio, salió a rendirse al almorávide sin saber lo que le aguardaba. Cuando el miedo le atenazó la garganta, principalmente el estómago, pero también los pulmones y el corazón, como si lo sacudieran en su interior, como si le dieran vueltas, lo removieran mientras le era imposible respirar, entonces sí. Cuando su implacable cancerbero empezó a sonreír y, contra lo que podía esperarse, lo dejó con vida. Cuando le arrebataron tierras, castillos, oro, joyas y esclavos, cuando sus ojos se despidieron de Granada para siempre, cuando la costa comenzó a ondular, a disolverse en el agua, a cambiar de forma, cuando Algeciras se hundió y desapareció en el mar, cuando se vio separado de las tierras de al-Andalus, cuando era un rey desterrado y un hombre agotado e infeliz, cuando llegó a la ciudad de Agmat y, allí, en aquel lugar del Magreb, lejos de su reino perdido y bajo la protección de quien lo había derribado del trono, se conformó con su nueva y mediocre condición de prisionero, tranquila y sin sobresaltos, cuando el destierro y la nostalgia de al-Andalus le roían por dentro como un ratón paciente, entonces sí.
De golpe sintió la necesidad de justificarse, de reaccionar contra la opinión de sus contemporáneos, quienes lo tenían por un mentecato y un traidor al islam que sólo a la magnanimidad del vencedor del momento debía la vida. Entonces sí. Le invadió un sentimiento de culpa, se estremeció, tuvo náuseas al sentir que había hecho algo irremediable simplemente por el hecho de estar vivo, y para ahuyentar ese pensamiento recuperó sus recuerdos. Quiso registrarlo todo sobre Granada y sus reyes, sobre el drama que desgarró al último de sus soberanos zirí, él, Abd Allah, y destruyó su trono. Quiso registrar su soledad y su historia antes de que el viento del desierto las arrastrase lejos y las perdiera para siempre; y entonces sí, recuperó los días jamás olvidados, las disputas con los reyezuelos de las taifas vecinas y las apretadas mallas de las mil redes que contra él se tejían en su propio palacio; recordó los dilemas entre fe y política, y las discusiones sobre las verdades ocultas, los tratos con el cristiano Alfonso y el musulmán Yusuf ibn Tasufin, y el amargo final; y entonces sí, entonces comenzó a narrar, con prolijidad detallista y ordenada, la historia del reino zirí de Granada, la historia de su fundación, de sus destrozos, de las ascensiones y caídas de sus emires, de lo que fue y ya no podía ser, de lo que estuvo bien en ello, o mal.
Llámenlo luego memorias o como quieran, llámenlo última voluntad, último suspiro por un mundo perdido. Lejos del aplomo del poeta, Abd Allah escribe sin contar con Virgilio ni necesitarlo; escribe en lo que debería ser la mitad de su reinado pero, por razones complejas, se ha convertido en el final; escribe como quien construye una fortaleza frente al olvido, y claro está, intenta justificarse frente a sus émulos y guardarse de levantar la ira del poderoso, el emir almorávide, todavía señor y árbitro de su destino. En la España musulmana, durante el siglo XI, en la España musulmana de la que procedía, el mundo era atroz. Los audaces podían reinar, pero también los miserables, los que se allanaban a todo. Cuando Abd Allah escribe en el destierro, su memoria es un espejo de íntimas cobardías. ¿Qué podía referir? Inevitablemente, una historia de traiciones, de corrupción, de debilidades humanas, de amargas derrotas… una historia de eternidad.
El tiempo, que despoja los alcázares, enriquece las historias, se dice Abd Allah. Le acompaña al contar su historia el recuerdo del alcázar de Granada; abajo están los jardines, la huerta; abajo el atareado Darro y después su querida ciudad, activa y próspera desde los días de su antepasado, el magrebí Zawi ibn Ziri; y alrededor -sí, esto lo siente también al escribir con lenta seguridad- la tierra imposible de al-Andalus. Le acompaña ese recuerdo aunque se encuentre lejos del paisaje donde se clavan las frases, aquí sentado, clavado en este lugar de África al que llegará como un fantasma el rey al-Mutamid para escribir largos y patéticos poemas y morir atormentado por memorias de Sevilla, sí, también aquí al-Mutamid, aquí clavado en una casa cualquiera de la ciudad de Agmat, necesitado de una realidad en la que no ser un intruso, aquí sentado, mientras de algún patio invisible se eleva el rumor de una fuente y Abd Allah hace correr la memoria sobre la hoja, y las escenas y los argumentos se enlazan de derecha a izquierda, sin descanso. ¡Cómo viajan las historias! En qué lugares acaban. ¿Oís la voz del príncipe? Es en un país lejano donde escribe, no en Granada, expulsado de Granada, es en un lugar donde el calor podría ahogaros como un trapo húmedo que os envolviera apretadamente la cabeza, es aquí, en una mezquita, un patio, una puerta, una mesa del Magreb donde clava una crónica que le señala.
Tales fueron -escribe- los caminos por los que Dios había de permitir que yo sucediera a mi abuelo, aun cuando había en la familia real quienes hubieran podido aspirar antes que yo a la sucesión. Tenía yo, en efecto, un hermano mayor, un tío paterno y otros parientes cercanos de los que hubiera sido de temer que me tomasen como blanco y vendiesen; enemigos que, aunque hubiese yo gastado todas las riquezas del mundo para aplacar su hostilidad, no lo habría conseguido. Pero Dios Altísimo alejó de mí los peligros de que recelaba, y me hizo salir con bien de todas las dificultades que turbaban mi sosiego. Debemos enumerar los favores de Dios y obrar con justicia en reconocerlos, obedeciendo el mandato de Dios, cuando dijo a su Profeta (¡Dios lo salve!): Los beneficios de tu Señor, cuéntalos.
Cuando se había quedado sin reino, cuando se había extinguido su mundo, cuando todo lo que le quedaba era una escandalosa madeja de viejos fantasmas y sombras distantes, cuando le habían desterrado de su propia historia. Entonces sí.