Morir de ingenuo

La Vulgata de la rebelión de Aragón raras veces se abre por una de sus páginas más tristes y confusas, la del joven Juan de Lanuza, y sin embargo pocas historias muestran con tanta violencia el naufragio de un aristócrata que encuentra atribuidas a su persona unas condiciones de vida que él no ha creado, y que lo triturarán. No sabemos si primeramente vivió con pasión los sucesos de mayo y padeció después, o si renegó del padecimiento que le aguardaba uniéndose a la marea fuerista y en ese reniego persistió cuando su padre, viejo, gotoso y comilón, falleció durante los alborotos de septiembre. Sabemos que esta muerte le instaló de pronto en el cargo del Justicia Mayor, caparazón gigantesco de otra persona, de otro ser viviente, sus antepasados. Tenía veintidós años de edad, y carecía de la experiencia y de la autoridad suficientes para controlar a los jueces de su corte y para contener a los alborotadores.

Vivir como heredero, dice Ortega, es usar el caparazón de otra vida. ¿Qué vida vivió este mocetón de frente soñadora, de alucinados ojos claros, de reciedumbre aragonesa? ¿La suya o la del prócer inicial? Creo que ni la una ni la otra, creo que se convirtió en pura representación o ficción de otra vida y que jamás se dio cuenta de que los medios y prerrogativas que se veía forzado a manejar no le dejaban vivir su propio y personal destino.

Como convenía a su nombre y a su familia, quiso ser justicia Mayor, y profesó con fervor, por la fuerza de varias generaciones y de la soberbia juvenil, la responsabilidad de sus eminentes antepasados. El 24 de septiembre de 1591, rodeado de sus lugartenientes, recién subido al mítico cargo aragonés, Lanuza dio aquiescencia para que se entregara a Pérez a la Inquisición. En octubre de 1591, cuando Felipe II anunció la marcha de su ejército, y ante el hervor popular de Zaragoza, no vaciló en defender la causa de los fueros. En vano su pariente, Bautista Lanuza, respetable jurisperito, le exhortó a no comprometerse con los revoltosos. Confortado con el parecer de once letrados, que declararon contrafuero la entrada de las tropas reales, y respaldado por sus diputados, el joven justicia se dispuso a organizar la resistencia. Llamó a las ciudades y a los señores de vasallos para que enviasen hombres y armas a Zaragoza y mientras los soldados llegaban, que no llegarían nunca, pretendió enlazar su rebelión a los dos reinos hermanos, Cataluña y Valencia, y sublevar también a los moriscos. Felipe II le tendió un último cable de avenencia, escribiéndole que las tropas de su capitán Vargas avanzarían para sostener a las autoridades locales y a la Inquisición, pero respetando los fueros, en contra de lo que clamaban unos cuantos revoltosos que intentaban disimular sus culpas envolviéndose en la capa de las libertades aragonesas; él, Justicia Mayor, añadía el rey, debía ser quien libertase Zaragoza de la tiranía de los sediciosos. La respuesta de Lanuza y sus diputados demuestra su obcecación y su idealismo:

«No podemos dejar de usar del remedio del fuero y convocar a todo el reino para impedir la entrada del ejército.» ¿Cómo no se daba cuenta de que iba a un fracaso inevitable?

¿Cómo no vio que su situación era desesperada y carecía de expectativas? Creía que lograría un ejército copioso y fuerte; y no pudo agrupar más que unos cientos de hombres, sin preparación militar, sin más armas que las tomadas en Zaragoza y algunos cañones que se trajeron de las fortalezas del marqués de Villahermosa y el conde Aranda. Creía que el ejército de Vargas era deleznable, y con esa petulancia que tiene el rebelde, de irresistible entusiasmo y pasión descabellada, se dejó arrastrar por la marea demagógica que atravesaba la ciudad y por los fantasmas de sus antepasados. Creía que los oficiales del rey se amedrentaban ante sus embajadores, pues éstos volvían a Zaragoza proclamando infantilmente que tantos soldados no se habían atrevido con ellos. Creía que podría dominar la furia populachera de los amotinados. Creía que Felipe II, también esta vez, oiría con paciencia los argumentos de los rebeldes y, sobre todo, ignoraba lo que el monarca sabía muy bien: que el entusiasmo fuerista era casi exclusivamente zaragozano, pero no aragonés ni, mucho menos, propagable a los reinos vecinos, y que la resistencia armada estaba condenada a desvanecerse como un motín más.

Todas las escenas que narran los cronistas corresponden a la fantasía de un joven que, sin más virtud que la infatuación del coraje, vivió conforme a una antigua musa, la musa de los fueros, que le timó. Exaltado entre los que gritan y erigen júbilo sobre júbilo, Lanuza se embarca en la rebelión. La travesía parece tormentosa y feliz, pero muy pronto los rebeldes de oficio, que exigen más y más compromisos, desconfían de sus jefes oficiales, él en cabeza, y les imaginan abriendo su alma a los fríos intereses y buscando otras alegrías y penas distintas de las del pueblo. Tal vez vacila ante la realidad: los soldados no llegan, el ejército real se ha puesto en marcha, ninguna noticia habla de disturbios en las regiones vecinas… Tal vez, al igual que Villahermosa y Aranda, presiente la derrota y ve cómo su conducta se vuelve cada día menos defendible ante los ojos del rey. Tal vez empieza a lamentar su generoso y primer idealismo. Lo que está claro es que los revoltosos sospechan de Lanuza y que el agitador Diego de Heredia y sus exaltados secuaces están alerta y le someten a una vigilancia agresiva. Lanuza se convierte lentamente en su prisionero. Comienza a vagar por su casa con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. Llueven las denuncias: es demasiado lento, demasiado cobarde, se mueve con demasiados escrúpulos legales, ¡duda!, conspira, planea traicionar al pueblo… Lanuza intenta abandonar la prisión demagógica en que se ha convertido Zaragoza pero, a diferencia de Villahermosa y Aranda, que lo consiguen, no lo logra y, el día 8 de noviembre de 1591, los fueristas le obligan a reunir el casi inexistente ejército aragonés y salir al campo a hacer frente al rey Felipe. Lanuza monta a caballo y sale con su pendón de San Jorge por la puerta del Portillo.

Desde su encierro, el secretario Antonio Pérez vio cabalgar al Justicia y a su ejército rumbo al desastre. Consciente del final, no quiso aguardar en Zaragoza a sus verdugos. Escapó a Francia, donde intentó obtener ayuda para su causa entre los enemigos protestantes de Felipe. Después de fracasar en esta tentativa, tomó la pluma y dio al mundo el retrato más temprano del rey prudente, las Relaciones, impreso por primera vez en 1591 y reimpreso en 1598. Con esto, sin embargo, tampoco consiguió un auténtico desagravio y murió pordiosero en París entrado el año 1611.

Al joven Justicia le fue peor. El desorden domina el ejército que nominalmente dirige. Lanuza da órdenes que nadie obedece, nota fatiga y flojedad. Tal vez le sublevan las sospechas. Tal vez le traicionan los nervios. Una noche, don Juan de Luna, diputado de nobles, se acerca a él. Ya no pueden engañarse. La situación no deja lugar a dudas: el ejército de Vargas avanza sin la menor resistencia, sin disparar un tiro, y con esta gente fuerista, escasa, indisciplinada, sin jefes buenos y sin moral, la lucha abierta es temeraria. Lanuza toma entonces una resolución: desertar. En compañía de Juan de Luna monta a caballo y jinetea hasta Épila, donde se une a Villahermosa y Aranda, pero allí, contrariamente a lo que creen los realistas y a lo que puede esperarse -es decir, que una vez liberado del arrebato de sus propios secuaces, se pase al bando de Felipe II-, escribe un manifiesto en el que proclama su intención de continuar la lucha por la libertad. Justicia Mayor por su familia, obligado a mantenerse en tan gravoso cargo, llamado cobarde y traidor por sus soldados, que se desbandan, esta exhortación a resistir es un símbolo del ineludible destino que le aguarda.

La batalla soñada en Épila no pasa, sin embargo, de ser oral. Vargas entra con su ejército en Zaragoza el 12 de noviembre, un día después de que el Justicia y don Juan de Luna escribieran y enviaran a todas partes su manifiesto. ¿Qué quedaba ya por hacer? Nada. Las gentes de Zaragoza se han dado cuenta de la magnitud de la derrota y viven en espera de su cruel epílogo. La indisciplinada tropa fuerista se ha esparcido por los campos o se ha ocultado en sus casas. Los caudillos perecistas se han fugado como han podido; muchos han pasado a Francia. Viendo este derrumbamiento de todo, Lanuza y los nobles de Épila no tardan en desistir de sus planes. Leen en esto los mensajes de Vargas, que les escribe para que abandonen su fortaleza y regresen a Zaragoza. Les promete olvido… y vuelven. Lanuza, después de escuchar el consejo de su madre. Juan de Luna, Villahermosa y Aranda, después de leer las garantías que se les ofrecen.

Todo, el 24 de noviembre, parece indicar que la paz está hecha. Unos días antes, Vargas ha escrito al monarca: «El reino está bueno.» Vargas escribe más: propone al rey que se perdone a todos, exceptuando a unos pocos culpados notorios; que se asegure a los aragoneses los fueros, «que es en lo que pierden el juicio»; que se nombre virrey a un aragonés; que para «conservar la autoridad de la Inquisición no se metan los de ella en más de las cosas que precisamente les tocasen». Vargas llega a proponer para virrey al conde de Aranda, y esto a pesar de todo lo pasado, pues para hacer el bien, dice, «muchas veces hay que pasar por algo». Todo, en efecto, parece conducir a la reconciliación, y así parece que empiezan a creerlo las gentes de Zaragoza. También el joven Lanuza, que, como si nada hubiera ocurrido, preside nuevamente el tribunal del Justicia y figura como cabeza en las ceremonias oficiales… Todo es un espejismo.

En Madrid los consejeros que rodean a Felipe II dan en corregir está situación, en invertir la buena política de Vargas, y así recetan un castigo severísimo: degollar a los culpables, confiscar sus bienes, derribar sus casas, y con inmediatez, sin tener para nada en cuenta los fueros. El rey no contesta claramente a estas enérgicas propuestas, pero los que le conocen presienten la tormenta… el rayo. Lanuza no lo intuye en Zaragoza, pero en Madrid la razón de Estado conspira contra él. A mediados de diciembre, sin consultar con sus ministros, Felipe II escribe directamente a Vargas. Ordena degollar, y sin proceso alguno, a don Juan de Lanuza, justicia de Aragón, y prender y traer luego a Castilla, al conde de Aranda y al duque de Villahermosa.

Llegará este correo a Zaragoza el 18 por la tarde. El día 20, antes del mediodía, la cabeza de Lanuza es rebanada por el verdugo…

Todo lo podía aquel monarca. Cuando el 19 de diciembre de 1591 le fueron a arrestar, el joven Lanuza, que estaba en compañía de sus lugartenientes, se volvió a ellos y, después de mascullar que a él no se le podía decir el ser preso en nombre del «Rey Nuestro Señor», añadió: «Veamos qué dicen estos señores.» Todos callaron, menos uno, que dijo: «Su Majestad todo lo puede.»

Varias versiones sabemos de sus últimos dos días. Sigo la escrita por el conde de Luna, fiel servidor de Felipe II y hermano del rebelde Villahermosa, por ser ésta la versión menos dramática y porque su autor estuvo presente en el lugar de los hechos y conocía a cuantos participaron en la ejecución. Después de cenar se leyó a Lanuza la sentencia del rey. Su turbación fue notoria, pero se le dijo que debía sobreponerse pues sólo le quedaban dos horas de vida. Durante la lectura, cuando el gobernador llegó al punto en que se le acusaba de traidor, murmuró: «Eso no, mal aconsejado, sí.» El joven Justicia fue decapitado a la diez de la mañana en la plaza del mercado, bajo las ventanas de su propia casa. Las tropas ocuparon las calles y cerraron los postigos de las ventanas. Llovía torrencialmente. «No puede haber palabras -se lamenta el conde- con que encarecer la calamidad y tristeza de este día.»

Los perdedores de la historia de España
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