Literatura y olvido
Escenarios -zocos, castillos, serranías…- y personajes -capitanes, príncipes, astrólogos, bandoleros, mercaderes de esclavos, doncellas, cautivos…- despertaron, trescientos años después de desaparecidos, la imaginación de numerosos y liberales escritores. Un centenar de novelas, de poemas y obras de teatro conmemoraron los hechos: la rebelión morisca de las Alpujarras y la guerra que la siguió desde 1569 a 1571. En 1830 la ciudad de París sirvió a su mixtificación con el estreno del drama Aben Humeya, obra del desterrado Martínez de la Rosa. La ardiente gesta que estas recreaciones afirman -tumultuosos ponientes, hombres que se baten, heroísmos y pasiones que llamean como antorchas bajo corazas de duro acero- fue también una de las más repetidas inspiraciones del lienzo andaluz, muy solicitado por los viajeros de Richard Ford, y de los artistas de la escuela histórica.
Como la gloria, a veces el arte también es una de las formas del olvido; y así todo aquel colorido hechizo con el que se revistieron los hechos se esfuma y se desvanece en cuanto renegamos del mundo soñado por los escritores románticos -para quienes Granada y las Alpujarras y la oriental figura de Aben Humeya y la sombra juvenil de Juan de Austria no resultan menos poéticas que las etapas de Simbad- y descendemos al mundo cotidiano y común del siglo XVI, y al estilo recortado y seco de los cronistas que vieron y relataron los acontecimientos. Leemos entonces el gran caos y los abundantes crímenes que asolaron Granada. Leemos bestiales hechos de ejércitos vencedores y terribles actos de redentores desesperados. Esto escribe Diego Hurtado de Mendoza:
… Fue aquella guerra «de comienzos varios, rebelión de salteadores, punta de esclavos, tumulto de villanos, competencias, odios, ambiciones y pretensiones…».
En el principio de la literatura esta siempre el mito. La verdad es materia más efímera y oscura. La verdad de la rebelión de las Alpujarras puede resumirse así: pocas veces antes la crueldad inútil del fanatismo y el furor sangriento de las guerras habían alcanzado tanta magnitud como se alcanzó entonces. En medio de sus inciviles banderías naufragaría el protagonista de este breve relato, el morisco Francisco Núñez Muley, noble de la desaparecida Granada nazarí que, ya viejo y convertido en afamado letrado de la Granada de los Austrias, alzó su voz valientemente contra el intransigente cardenal Espinosa y no quiso unirse a los moriscos cuando la sublevación de las Alpujarras le conminó al incendio y al degüello de cristianos.
Ya se ha escrito en otro capítulo. Lugares y hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien cierra los ojos al mundo pueden maravillarnos, pero una imagen o un número infinito de imágenes, desaparece en cada agonía. En el siglo XVI se apagaron los últimos ojos que vieron al destronado Boabdil, muerto un día de 1526 en un campo de batalla del norte de África. La interminable quimera de los linajes musulmanes de Granada y sus divisiones y batallas por el poder murieron con la muerte de un anciano o una anciana olvidada, tal vez en Marruecos y probablemente mucho tiempo después de 1492. ¿Qué imágenes desaparecieron con el morisco Francisco Núñez Muley? ¿Qué formas patéticas o nobles perdió el mundo?
Cuando en 1567, respaldado por Felipe II, el cardenal Espinosa trata de fulminar la cultura árabe que sobrevive al derrumbamiento nazarí, Francisco Núñez Muley ronda los ochenta años. Tiempo atrás, cuando en noviembre de 1491 Hernando de Zafra, fiel secretario de los Reyes Católicos, promulga las condiciones de rendición de Granada, el noble e insigne morisco apenas si es un niño que mira y sueña, ignorado. Un niño que ha visto la cara de Boabdil y ha oído las voces dramáticas de los almuédanos, voces que unas veces agudas, graves otras, lánguidas en ocasiones, todavía parten de las torres de las mezquitas. Cuanto de todo ello -reyes musulmanes, poetas y perdularios, cantos que parecen lloro…- tendrá la memoria del hombre, será un recuerdo borroso.
Todo estaba ya concluido antes de su conquista por los ejércitos de Isabel y Fernando. En otra época, la civilización musulmana de al-Andalus había sido rica, refinada y culta, y los cristianos del norte habían bebido de sus fuentes, pero al doblar la mitad del siglo XV ya no ocurría así. Como los ziríes ante almorávides y castellanos, los nazaríes estaban condenados. En 1492 el islam entero tuvo que presenciar, consternado, cómo se cumplía su vertiginoso destino… Carcomida de luchas civiles, asediada por soldados cristianos, Granada, la ciudad del poeta Ibn Zamrak («Quédate un momento en la terraza de la Alhambra y mira tu alrededor. Esta ciudad es una esposa, cuyo esposo es la sierra…») y del rey Boabdil (Quédate un momento en la terraza de la Alhambra y di adiós a Granada, que así pierdes para siempre) cayó finalmente ese año. Cuantos testimonios quedan de aquel mundo de Gomeles y Zegríes, de Gazules y Abencerrajes, dibujan una ciudad de población abigarrada y heterogénea, de majestuosos palacios y espléndidos jardines, de calles estrechas y sucias, de casas apiñadas y barrios superpoblados a causa de los refugiados que de continuo llegan de Málaga, Baza, Almería…, de gentes divididas en facciones, angustiadas por las sucesivas derrotas militares, fatigadas por la carestía de víveres y los elevados impuestos.
Todo ocurrió así. Desde 1482 a 1491 no hubo un año en que no cayera alguna población importante del reino en manos cristianas. Los ejércitos invasores se fueron acercando con el paso de los años. Cercos, talas, asedios, saqueos, aldeas calcinadas, mieses arrasadas, calamidades… se repiten en las crónicas, tan fácilmente dejadas en el papel, que es el olvido. También el suspiro del rey Boabdil, que en 1492, después de firmar la rendición y concertar lo relativo a la suerte de sus súbditos y a la suya propia, entregaba la ciudad a los ejércitos sitiadores.
Las condiciones fijadas por los vencedores fueron bastante favorables para los vencidos. Como en las viejas capitulaciones medievales, los monarcas se obligaron a tolerar los ritos mahometanos de la población conquistada. Nadie alteraría sus usos y costumbres. Las propiedades serían respetadas y se dejaba vía abierta para comprar, vender, cambiar y comerciar con África. Todo musulmán quedaba en libertad para cruzar a Berbería. Diez navíos les esperarían durante setenta días en los puertos del reino; el pasaje sería gratuito.
En un principio, escribe un cronista árabe contemporáneo, fueron muy pocos los moros que abandonaron al-Andalus. Luego, creyéndose en riesgo de perder el alma y la tranquilidad, creció el número de los que navegaron a tierras del islam. En 1493, enfermo de ofensas y de intrigas, Boabdil vendió todos sus bienes y señoríos de la Alpujarra, donde se le había establecido, y salió para Fez. Tras él llegaría a la ciudad africana una curiosa corte de ricos, sabios y guerreros granadinos. Luis del Mármol Carvajal, soldado y escritor, cronista de la guerra de las Alpujarras, cuenta que, entregado el reino a los ejércitos cristianos y desvanecida con sus antiguos señores la antigua Granada musulmana, los campos de Marruecos se convirtieron en mezquitas para muchas familias españolas, cuyos varones solían ir al puerto de Salé y de allí, armados en corso, correr las costas de al-Andalus. En 1492, escribe también Luis del Mármol, un rico moro granadino había pedido autorización al rey de Fez para instalarse en Tetuán y desde allí atacar a los cristianos. Comenzado el siglo XVI, Tetuán será urbe próspera en corsarios, en expediciones de saqueo y en llanto de cautivos.
No obstante, la mayoría de los antiguos súbditos de Boabdil no se aventuraron al exilio. Cansados de luchar, sin ánimo para navegaciones ni riesgos inútiles, prefirieron quedarse, y al comienzo no tuvieron demasiados motivos para protestar, pues los acuerdos de 1492 fueron respetados. Los Muley se encontraban entre los que aguantaron. De linaje real, descendientes de los antiguos sultanes meriníes de Fez, destronados por una rebelión en 1465, fecha en la que habían llegado a Granada, decidieron permanecer en al-Andalus dado el riesgo de trasladarse a Marruecos, pues todavía reinaban allí los causantes de su caída. Como otras familias de la oligarquía nazarí, es muy probable que al comienzo cedieran a la nostalgia por la magnificencia perdida, pero parece que pronto se vencieron a sí mismos y a su pasado. Convertidos al cristianismo, recibieron mercedes de los Reyes Católicos y acabaron ocupando importantes cargos en la ciudad. En 1499 vemos al jovencísimo Francisco Núñez Muley servir de paje a Fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada, y en 1502 acompañarle en una visita pastoral a las cumbres alpujarreñas.