Los muertos matan a los vivos
Jamás se recuperaría el carlismo de aquella derrota. Tampoco, no obstante, se desvaneció su ideario. Las palabras que Unamuno pone en boca de doña Margarita, cuando ésta asegura que el carlismo se mama con la leche, y lo que con la leche se mama, en la mortaja se derrama, y que así era en su tiempo y así seguiría siendo, estas palabras ayudan a entender su supervivencia en tiempos de la Restauración y también su violento renacimiento en la Segunda República. Los sueños de gloria, borrados poco a poco los últimos y amargos sinsabores, sobrenadaron en la memoria, vivos en los casinos tradicionalistas y en las narraciones de los veteranos, vivos en la hazañas pretéritas que venían a escuchar los más jóvenes en sus casas, vivos también en la acerada lucha de la propaganda, el periódico y la tribuna, lucha pacífica a la que, en medio de escisiones y divisiones sin fin, trataron de encaminar la causa el marqués de Cerralbo y Vázquez de Mella. El primero recordando a sus correligionarios que el momento de los suspiros y de los recuerdos había pasado, fabricando una imagen tranquilizadora del partido carlista y sacando sus gastadas aspiraciones -unidad católica, monarquía, regionalismo- del retraimiento electoral en el que los habían encerrado sus dirigentes. Vázquez de Mella convirtiendo el siempre nebuloso e inconcreto ideario carlista en un sistema coherente y moderno de tradicionalismo. Levantaban sus sueños, uno y otro, en vano, pues en la atmósfera conservadora de la monarquía liberal las voces de los pretendientes y sus delegados se veían anacrónicas, superadas por otras voces más modernas y más especializadas en cualquiera de sus tres vertientes ideológicas: regionalismo político, catolicismo social y autoritarismo conservador.
Sólo la proclamación de la Segunda República y el rumbo laico y reformista que tomó el nuevo régimen, daría presente a su maltrecha nostalgia de futuro. El imaginario del complot, aquel complot revolucionario que acechaba las calles y que «masones, comunistas y judíos» tramaban al unísono, aquel mítico complot del que ningún conservador español dudaba en 1931, que se inscribía en una larga y útil tradición de miedos, fantasmas y leyendas, aquel imaginario hilvanado de sectas y conjuras, les devolvió, reforzado, su viejo saber. ¡Había que atajar como fuera el peligro revolucionario! ¡Había que ir al monte! ¡Había que organizarse sin perder un instante, preparar sus huestes, militarizarse, y puesto que había de venir el caos, que viniera pronto y viniera encontrándoles armados! La revolución de octubre de 1934 no hizo sino confirmar a los carlistas en sus augurios, ratificarles en las extremas ideas de Fal Conde, cuya estrategia fue siempre derribar el régimen republicano por la vía violenta e instaurar en España una monarquía tradicional carlista. Entrenados activamente para el levantamiento, enrolados en el Requeté, los tradicionalistas estaban ya en la calle cuando, en nombre del heredero carlista Alfonso Carlos, les llegó la orden definitiva de sublevarse contra la República.
La guerra civil de 1936 no será otra guerra carlista. Los cruzados de la causa contribuirían de manera muy notable al triunfo del ejército franquista, pero ya no formaban, como en el siglo XIX, como en los tiempos de los fusiles de chispa, uno de los bandos en liza, la voz señera de la contrarrevolución, sino una parte de esa España severa y católica que se alzaba en armas contra la República y lo que ésta, a sus ojos, encarnaba: la revolución.
En 1939, los carlistas se contaban entre los vencedores, por primera vez no habían sufrido una derrota, pero el madrugador decreto de unificación con el que Franco había atajado en 1937 sus asomos de disidencia, y la actitud de las autoridades franquistas y del propio dictador tras la guerra despertaron pronto el carácter reñidor de sus dirigentes más activos: mientras unos, la mayoría, se retiraban a sus casas y se plegaban al franquismo cómodamente, otros, alejados del poder y con la peor parte del botín de la victoria, a menudo silenciados y siempre temerosos de que el nuevo régimen confiscara aquello que consideraban su memoria, pasaron a considerarse vencidos entre los vencedores.
La posguerra no fue una época fácil para el carlismo militante, agrupado en torno al varias veces confinado Fal Conde y al príncipe extranjero don Javier de Borbón Parma, a quien el anciano Alfonso Carlos, a falta de descendencia directa y para evitar que los derechos sucesorios recayeran en el pretendiente enemigo, había designado regente de la causa. No, los tiempos de Franco no fueron los tiempos soñados en el campo de batalla: en realidad, después de 1876, nunca lo fueron. Crisis sucesorias, divisiones, fatigas, destierros y querellas internas arrastrarían al tradicionalismo a las fronteras de la marginalidad.
Todavía, sin embargo, con la irrupción del hijo de don Javier en Montejurra, con la aparición en 1957 de Carlos Hugo de Borbón Parma, vivirían algunos una corta temporada parecida a la ilusión. La historia de este pretendiente, el último de los pretendientes carlistas, es la crónica de un universitario francés ajeno al laberinto español y de unos jóvenes animosos que, reacios a vivir entre los recuerdos mortuorios de la guerra civil y enfrentados a la mayoría tradicionalista y ultracatólica del carlismo, quisieron convertir aquel movimiento, romántico y guerrero, apegado al pasado con fiera lealtad, en un partido moderno y democrático.
Cuando en 1964 se anunció el noviazgo de Carlos Hugo con la que sería su esposa, la princesa Irene de Holanda, los europeos descubrieron atónitos que en España seguía habiendo dos candidatos al trono, dos grupos monárquicos distintos. El hecho sorprendió, y aún sorprendió más el rumor asombroso que comenzó a circular en la prensa al poco tiempo: no se llama Carlos, sino Hugues, como sus padres y hermanos es francés, ocho años antes ni siquiera hablaba castellano, han falsificado su partida de bautismo para hacerle pasar por español y así no verle privado de uno de los requisitos fundamentales que la Ley de Sucesión franquista exige al futuro rey…
La aventura de Carlos Hugo estuvo marcada por toda una serie de disputas internas y escisiones. Breve fue en realidad la esperanza de quienes fabricaron la imagen de aquel príncipe, y breve también el renacimiento político del carlismo, pues ni la fantasiosa relectura popular, progresista y autonomista de la herencia y el ideario tradicionalista, ni la transformación del partido en un movimiento socialista, autogestionario y federal, ni finalmente su opción abiertamente antifranquista, deriva que llevó a los integristas a desvincularse del pretendiente oficial y a volcar su atención en el ultraderechista Sixto Enrique de Borbón Parma, pudieron frenar su decadencia. En 1967, cansados de la triple lucha sostenida -con los de fuera, con los de dentro y con el propio pretendiente- los jóvenes intelectuales que más habían contribuido a la causa de Carlos Hugo comenzaron a abandonar gradualmente sus cargos y sus responsabilidades, desapareciendo de la plantilla carlista. En 1968, Carlos Hugo, don Javier y sus hijas, María Teresa y María de las Nieves, eran expulsados de España por orden de Franco, al que incomodaba el giro izquierdista que evidenciaba el carlismo. En 1969 -descartados Carlos Hugo y don Juan- era Juan Carlos de Borbón y Borbón el elegido para suceder a Franco en la jefatura de Estado. Enterrado el dictador en el Valle de los Caídos y después de concurrir a las elecciones, sin representación parlamentaria y sin esperanza de futuro, el partido carlista consumaba en 1980 su fracaso político. El último.
El barco de los pretendientes levaba anclas de España y su estela dejaba atrás para siempre las quimeras de un movimiento popular, nacido hace dos siglos, cruce entre tradición y profecía. Quien entonces no alcanzó a comprenderlo así, siguió siendo aquel integrista pobre y desheredado del que escribe Galdós, a quien no le queda más que la exasperación vacía de sus propios sentimientos: no le queda más que el gesto y la neurastenia.
[Decepciones y exilios interiores y exteriores no desamortizaron las pasiones del alma carlista. Legitimistas y jinetes de un pasado irrecuperable, vencidos siempre y siempre aferrados a las armas, sus reyes llevarían durante un siglo la vida del conspirador, esperando siempre a que los gobiernos liberales ofrecieran nuevo impulso a su quimera: "¡Dios, Patria, Rey!" Esperando un triunfo militar que cuando se hizo real, cuando se hizo parte victorioso, documento, carne, ya no era el suyo. «El conspirador carlista de La Esperanza», óleo de Valeriano Bécquer, 1866, Museo Romántico, Madrid.]