Los gritos del silencio

Como la Europa ocupada por los ejércitos alemanes de Hitler, la Rusia inocente y las tierras invadidas por las tropas soviéticas también se retorcían de dolor bajo las ruedas negras de los furgones totalitarios, pero a diferencia de lo ocurrido con las víctimas de los nazis, a las víctimas de Stalin les rodeó el silencio, ahogadas por la propaganda bolchevique y el compromiso de los artistas e intelectuales de izquierda. Cuántos nombres y firmas al pie de todas las peticiones a favor de las víctimas, todas las víctimas menos las de Stalin y sus verdugos. Alzar la palabra como señal de fuego en la noche de la sumisión, hablar de los prisioneros de los campos soviéticos, criticar la ferocidad totalitaria de Moscú, era sospechoso de hacerle el juego al fascismo, primero, y al capitalismo, después, pero ¿y si eran inocentes?

En 1937, cuando millones de campesinos trabajaban en el Gulag o vivían en dramáticos destierros, cuando Rusia entera se estremecía bajo las ruedas de furgones negros, Rafael Alberti escribía:

«He visto las nuevas construcciones de vuestra capital, la aparición de nuevos cafés, tiendas, almacenes. También he recorrido el Metro. Moscú se ensancha, crece, se perfecciona. Estáis alegres. Vivís cada vez mejor. Llega la primavera…»

Gogol habría apreciado esta ciega obediencia a la ficción oficial: era como la educación de las almas muertas. ¿Habitaban en la oscuridad? ¿Habitaban en la niebla? Cuando Maiakovski cantaba a Lenin y pedía a gritos que se ejecutara a los enemigos de 1917, era imposible saber adónde estaba conduciendo la revolución, pero a mediados de los años treinta, cuando ya abundaban los libros y las informaciones sobre la realidad de Rusia y las prisiones soviéticas, después de que muchos desengañados se preguntaran a voz en cuello cómo luchar contra el fascismo si ellos mismos tenían sus propios e inmensos campos de concentración, si ellos mismos convertían a obreros y campesinos en trabajadores esclavos y los obligaban a trabajar hasta la extenuación y la muerte, el poema a Stalin es, como mínimo, negarse a ver lo que se ve.

Cuántos prefirieron no ver. Cuántas campañas de acoso y derribo contra aquellos pocos que, desde la izquierda intelectual, se atrevieron a contrastar el decorado con la realidad, a denunciar que la revolución de 1917 no había traído mejora material sino todo lo contrario, y que la población de la Unión Soviética compartía muchas cosas además del sufrimiento: la misma negligencia, la misma burocracia criminal y absurda, la misma corrupción y el mismo desprecio por la vida humana. Cuando en 1936 quizá el intelectual más influyente de la época, el novelista André Gidé, publicó su Regreso de la URSS, donde describía los cuchitriles y la población subalimentada detrás de los modelos exhibidos, donde decía que la mugre, la brutalidad y la desidia abundaban en la vida soviética, y que en ninguna otra parte, ni siquiera en la Alemania nazi, el espíritu era menos libre, fue condenado al aislamiento por muchos de sus antiguos compañeros de viaje y al calificativo de nuevo aliado de los Camisas Negras, malvado vejete, llorón de Moscú… Tras la segunda guerra mundial, Camus pagó también muy cara su heterodoxia. Como Orwell, que tras la guerra civil española ejerció el pesimismo de la inteligencia y fustigó la estrategia cínica de los adormecedores de conciencia. Todavía en los años setenta, después de que en la más completa clandestinidad Solzhenitsyn devolviera la palabra a los presos y ejecutados del régimen soviético y en Occidente se publicara su Archipiélago Gulag, muchos arrojarían sobre sus escritos dudas parecidas a las que se arrojaron sobre Gide en los treinta, describiéndole no como a un degenerado y un burgués aliado de Hitler pero sí como un loco, un antisemita, un borracho, descripciones que tuvieron cierto eco, pero que ya no podían ocultar en la niebla a Stalin ni a sus sucesores.

¿Queremos olvidar el siglo? ¿Olvidar sus utopías sumidas en el horror?¿Qué ocurriría si un orador recordase con nostalgia a sus fraternales camisas negras? ¿Qué ocurriría si un político español rememorase festivamente su juventud falangista? Habría firmado su acta de defunción política. En cambio, se contempla con admiración que haya militado en las filas comunistas. Qué de complicidades aún no han enturbiado la atmósfera benévola de humano compromiso que envuelve en España a muchos compañeros de viaje que embellecieron las atrocidades con palabras y cortesías alambicadas, que se creyeron su papel hasta el punto de seguir manteniéndolo y representándolo después de que la obra hubiera terminado, cuando el telón estaba sobre el suelo y, salvo los tramoyistas, ya casi nadie de los de antes quería quedarse en el teatro. Tal vez, en muchos de sus cantos podrían sobreponerse párrafos parecidos a los que Chejov redactó tras visitar las colonias penales de Sajalín, en la costa del Pacífico:

«Hemos permitido que millones de personas se pudran en las prisiones, que se pudran sin ningún fin, sin ninguna consideración, y de una forma bárbara… pero nada de esto tiene que ver con nosotros, simplemente no es interesante…»

Tal vez, simplemente, las víctimas de Stalin no les parecieron interesantes. Tal vez, después de la guerra civil y la victoria franquista, sus propios lutos les cerraron los ojos a los ajenos y por esta razón Rafael Alberti y Pablo Neruda, quien hallaría la raíz poderosa de su militancia comunista en España, siguieron siendo los exaltados servidores del régimen estalinista.

Conviene escribirlo ya, porque a veces la derrota y el destierro hacen limpias causas que no lo fueron. Conviene escribirlo ya, o repetirlo, pues los historiadores ya han navegado lo suficiente por el pasado de nuestros antiguos revolucionarios comunistas, y al lado de sus tragedias personales también han desenterrado sus fanatismos, sus traiciones y depuraciones sangrientas, su discurso contra los enemigos del pueblo y su lenguaje y profesión estalinista, sus vagabundeos al servicio de Moscú y sus posteriores ocultamientos. Conviene escribirlo ya, porque, después de los metros y metros de libros que se han redactado sobre nuestro siglo XX, todavía hay quien trata de inventarse a sus antepasados políticos de la Segunda República y de la guerra civil, transformándolos en lo que no fueron. Conviene repetirlo, porque a veces puede caerse en la falsedad de considerar digna de mejor causa la defendida por quienes perdieron las guerras de su tiempo, porque a veces la derrota envuelve a sus protagonistas en un crepúsculo mitológico que seduce y fascina cuando se mira a distancia, porque a veces los vencedores y su terrible administración de la victoria hace a los perdedores mejores de lo que, en realidad, fueron.

Los perdedores de la historia de España
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