Aquellas noches del pavor sin luces
La nave capitana de la flota que aguarda a los jesuitas en Salou, El Atrevido, la rige entonces el capitán mallorquín Antonio Barceló: los dos jabeques de escolta, que cierran la marcha, son El Catalán y El Cuervo. Hay nombres de barcos más bonitos. Como Indómito, donde colgaron a Billy Budd. ¿Os acordáis de la visita del capellán al marinero encadenado para insinuarle la idea de la muerte? Las últimas palabras de Billy Budd fueron: «¡Dios bendiga al capitán Vere!» Bendice a quien ha dado la orden de que lo ejecuten. Bendecía al verdugo. Una reacción parecida vemos en aquellos desterrados españoles, empeñados en bendecir y exonerar de culpas a Carlos III, un rey que ordenó su destierro y que jamás se arrepintió de esa decisión.
El Atrevido zarpa a las nueve de la noche. Dulcemente se desliza sobre el agua. Un sonido bronco precede a la partida. Un sonido de adiós. Seres, voces, memorias acompañan el chapotear del agua contra el casco de las embarcaciones. Es el primer viaje marítimo para muchos y parece el último. En cada navío van de sesenta a setenta deportados, de los cuales unos tienen el lugar destinado para colocar su colchón sobre cubierta, a babor y estribor, otros abajo en la bodega y algunos en la misma popa. De las condiciones en las que van los prisioneros da cuenta el propio Barceló, que en el diario de a bordo hace observaciones sobre el hacinamiento de los pasajeros, la plaga de piojos que los devora y el mal estado del vino y los víveres con los que tienen que apaciguar el hambre y la sed.
La flota navega hacia Mallorca, pero apenas mancha el oro azul de la bahía de Palma. En el puerto de la Porrassa, a tres millas de la ciudad, se le añaden como pueden los jesuitas pertenecientes a los tres colegios mallorquines y a la residencia de Ibiza, y el 4 de mayo zarpan de nuevo rumbo a Civitavecchia, donde presencian con espanto que el gobernador de la ciudad, siguiendo las órdenes del papa y del cardenal Torriggiani, aguarda su llegada como si esperase el ataque de una flota pirata.
Clemente XIII se niega a recibir a los jesuitas españoles en sus tierras. «¿Por qué -se justifica el papa- éste Príncipe quiere imponer a otro Soberano súbditos que juzga peligrosos?»
En vano el ministro Grimaldi muestra su sorpresa al embajador español en Roma y le da una batería de razones para derretir los ojos invernales, como de hielo, con los que Clemente XIII mira a los deportados:
«Se comprendería el lenguaje del Soberano Pontífice si se tratara de una tropa de extraños o de sospechosos; pero son religiosos, los más entregados a la corte de Roma, en los que ella tiene su mayor confianza, a los que llama inocentes y perseguidos. La soberanía, en el papa, es una cualidad accesoria, ¿acaso no es su principal carácter el de ser padre común de todos los fieles y no es deber de un padre abrir sus brazos y dar asilo a sus hijos inocentes y perseguidos?»
De nada valen las protestas del capitán Barceló, que contrariado por el hostil recibimiento hace ver al caballero Manciforti, gobernador del puerto de Civitavecchia, los escasos víveres de los que dispone su flota y la estrechez con que navegan a bordo sus prisioneros. Una epidemia puede apoderarse en cualquier momento de las bodegas y aniquilar el pasaje… Sus reproches son también en vano.
El ocio en el que viven en Roma los jesuitas portugueses ha causado desórdenes que Clemente XIII quiere evitar a toda costa, rechazando de sus dominios a los religiosos españoles y esperando que Carlos III, al saberles sin asilo y sin rumbo en medio del mar, rectifique y les abra de nuevo sus reinos. Las órdenes que el cardenal Torriggiani ha transmitido al caballero Manciforti para impedir que desembarquen los jesuitas en Civitavecchia son, por esta razón, tajantes. Tras subir a bordo de El Atrevido, Manciforti, que ha reforzado los cañones de la fortaleza y doblado la guardia, amenaza al capitán Barceló con abrir fuego contra su flota si no abandona el puerto.
Una impaciencia nerviosa se apodera de los deportados después de esta visita. Aturdidos, agotados, los jesuitas de la flota del capitán Barceló se dan cuenta enseguida. El Santo Padre les empuja hacia el mar. En cautiverio.
¿Qué ven sus ojos vanos? Contemplo los bajeles de la flota de Barceló como si estuviera allí, en las tranquilas aguas de Civitavecchia. Dan la impresión de no tener destino, de ser barcos a la deriva, sin tripulación, sin ruta que seguir. Solamente la oscuridad, una tristeza casi tangible. Luengo, que llegaría a Civitavecchia un mes después a bordo de la flota que ha salido de Ferrol, describe con lóbrego realismo el momento en que la ilusión de bajar a tierra se hace astillas, casi polvo:
Después de dos meses y medio de continua inquietud y sobresalto, y después de una navegación, aunque no larga, llena de incomodidades y miserias, nos mirábamos en el término de nuestras desdichas, estábamos en el puerto mismo, prontos a poner el pie en tierra, y no deseábamos otra cosa que salir del mar y del poder de España, establecernos en Italia como pudiésemos, y pasar una vida tranquila y sosegada al abrigo y protección de la Santa Sede mientras el cielo no mejorase las horas. Con estos pensamientos estábamos rebosando gozo y alegría, no pensábamos en otra cosa que en prepararnos para salir a tierra, y algunos tenían ya liada su cama y dispuestos sus ajuarcillos. Y en este momento y en esta disposición de ánimo se nos intima resuelta y absolutamente que el papa no nos quiere en sus estados.
Deja la pluma. El mar inmenso corre indiferente al drama, más allá de su mirada. Describir. Contar. Detener el drama en el papel, dar una imagen segura y completa de la que sólo los vencidos son capaces. El padre Luengo vuelve a su relato. Ya no se oye el mar. Unas líneas después escribe:
A la cosa en sí misma terrible añadían algunos nueva odiosidad y terror con sus tristes y funestas reflexiones. Que los príncipes y cortes, decían muchos, nos persigan, nos destierren y nos cubran de oprobio, se puede llevar todo en paciencia y alegría, viéndonos protegidos y amparados del Sumo Pontífice. Pero que el papa mismo, que el Vicario de Jesucristo también muestre poco aprecio y desestima de nosotros, nos desampare y abandone, es una cosa terribilísima y más; sensible de la que se pueda explicar con palabras. Otros ponderaban con mucha vehemencia los trabajos y miserias de esta vida de mar, que cada día serían forzosamente mayores. Algunos se confundían viendo la incertidumbre de nuestra suerte. ¿Qué vendrá a ser de nosotros?, clamaban éstos. ¿En dónde vendremos a parar y qué harán al cabo de nosotros? Y por desgracia no dejó de haber algún otro, que se explicó en tales términos, como que se podía temer que nos arrojasen una noche en una playa desierta, nos degollasen a todos, o tuviéramos un fin lamentable.
Los reyes hieren. También los santos padres. Tras cuatro días eternos y ante la amenaza de los cañones pontificios, el capitán Barceló, como más tarde los capitanes de las otras tres flotillas prisiones de los jesuitas españoles, da la orden de levantar anclas y zarpar del puerto.
La ciudad de Civitavecchia, en cuanto se aleja, parece un espejismo. Desde tierra, la flota de Barceló es semejante a un deshecho bélico que navega sin timón. Como abandonado al lábil fantasear de ministros y diplomáticos. El Atrevido ha cambiado de rumbo. Se dirige ahora, siguiendo las órdenes del embajador español, hacia Córcega.