Los marinos sabios
Malaspina no estuvo en aquella terrible batalla que puso epitafio a la gloria del almirante Nelson quien, al obtener la victoria sobre su propia tumba -allí murió, en el mismo combate que ganó-, proporcionó a Inglaterra el dominio definitivo de los mares. En 1805 hacía ya dos años que Malaspina vivía desterrado en un pueblo cercano al Mulazzo natal. En 1805, el sol, como aquel combate, se alzaba cuando ya el día y el mar eran viejos para él. En 1805 el marino de Mulazzo ya no representaba nada para la monarquía a la que había servido durante más de veinte años. Era, solamente, el eco de un nombre antiguo. Como otros ilustrados enrolados en la Armada Real, sin embargo, Malaspina había luchado en el mar y crecido en la acción. Como otros marinos españoles de aquel siglo XVIII, había puesto a prueba su valor en los choques contra los ingleses, la mayoría resueltos en derrota, todos condenados hoy a la burocrática prosa de informes polvorientos. Choques como la batalla del cabo Santa María, contra la flota del almirante Rodney, en la que después de caer en manos enemigas logró liberarse y tomar el mando del navío apresado, conduciéndolo con habilidad al puerto de Cádiz. Chapuceros fracasos como el asalto a Gibraltar de 1782 y la lucha contra el almirante Howe. En esta batalla fueron hundidas una a una las baterías flotantes con las que los mandos españoles pretendían tomar la plaza. Vencida de nuevo por las armas la flota real, Malaspina se distinguió salvando a muchos soldados que corrían el riesgo de ahogarse, de ser arrastrados por las olas que barrían las barcazas destruidas por los cañones ingleses. Mutilados y agonizantes, los náufragos se sujetaban a lo que podían, una cuerda, los tablones, el brazo de alguien, para sobrevivir con inhumana paciencia e inhumana razón al paisaje de olas y cadáveres en que se había convertido el mar.
Malaspina no estuvo en Trafalgar, para entonces había empezado a dejarse morir, defraudado, enfermo y solo, pero también había luchado y destacado en otras batallas, aunque Carlos IV y, sobre todo, su valido, Godoy, se empeñaran luego en catalogarle de traidor y revolucionario y tratasen de borrar su brillante paso por la Armada Real. En el mar, combatiendo y desempeñando con éxito numerosas misiones, se había labrado una reputación, una pequeña leyenda. Como a otros marinos a los que la literatura ha dejado hundirse en el archivo, su sangre fría a la hora de la refriega y su inteligencia para capturar corsarios y contrabandistas, para burlar la persecución de barcos muy superiores en porte y armamento y atravesar las redes tendidas por los británicos en el Atlántico, el Índico y el Pacífico, transportando víveres, pólvora, medicinas, información, órdenes, funcionarios o tropas, le dieron los codiciados ascensos: de alférez y teniente de fragata a capitán. Igualmente, ganada la fama necesaria, garantizada la estirpe nobiliaria y las influencias que allanaban el camino de un oficial de marina, le dieron la oportunidad de embarcarse en una de las grandes aventuras de la época iniciada en 1789: la expedición científica por las costas de América, las Filipinas y las islas del Pacífico al frente de dos corbetas de la Real Armada.
Cometió, sin embargo, un gran error. Un error que le costó honores y cargo, y le envió a la prisión, primero, y al destierro, después. Criticó a los poderosos en una época que no se prestaba, en modo alguno, a cuestionar el poder. Criticó a Godoy, el favorito de Carlos IV. Conspiró contra él para derribarlo y, de esa forma, destruyó cuanto había conseguido edificar sobre las aguas. Si ello se debió a su carácter impetuoso, incluso arrogante, o a un exceso de ingenuidad es algo, en todo caso, que no importa, al menos no para quienes le condenaron por traición. Quizá tampoco para esta historia. Quede aquí escrita, con todo, una frase de quien durante muchos años fue su amigo y protector, el ministro de Marina Antonio Valdés, y que puede dar algo de luz a su dramático final: «… buen marino, pero muy mal político».
Durante los días en que el mar está particularmente diáfano y su profundidad se hace visible, aparecen aquí y allá contornos de objetos, despojos y construcciones insólitas. Es posible la ilusión de haber descubierto una galera con un cargamento precioso, un navío de guerra de otros tiempos, los restos de una ciudad antigua. Las formas ondulantes recuerdan la memoria humana; los cascos destrozados hacen pensar en la historia; las ruinas (al menos ahora, que lo escribo) en el destino de los marinos que contribuyeron, en aquel difícil siglo XVIII, a mantener las comunicaciones con América y limpiar el Caribe de bucaneros y contrabandistas. Que murieron en el fragor de la batalla, en medio de tormentas feroces, de alguna enfermedad o de resultas de un accidente. Que encontraron un final silencioso, sin epitafios solemnes. Que en ocasiones viajaron acompañados de naturalistas y científicos, hombres de tierra adentro que tuvieron que vencer la claustrofobia de la falta de espacio a bordo y soportar las penurias de la navegación. Con sus conocimientos marítimos unos, con sus anteojos, lupas, redes y jaulas otros, todos con su vida, trataron de hacer avanzar el conocimiento de la humanidad y, al mismo tiempo, dar relumbre a la monarquía hispana. Este mar, precisamente, el mar de las exploraciones y las largas distancias, y no aquel de las batallas, telón de fondo de terribles carnicerías, fue el que hechizó a Malaspina y al que debemos algunas de las páginas más admirables del siglo de las Luces.
Un poeta escribió que con la Ilustración, después de que el primer meridiano pasara por Greenwich, lejos de Jerusalén y La Meca, lejos del Mediterráneo, el mar y los mapas de navegación se volvieron laicos. Lo cierto es que el siglo XVIII, la época que vivió el marino de Mulazzo, fue una época propicia para las expediciones científicas, un tiempo en el que la razón impuso su censura a la imaginación y numerosos naturalistas abandonaron sus cómodas residencias de Londres, París, Madrid, Viena o Berlín, y se embarcaron en sensacionales travesías por océanos y tierras remotas. Era aquél un siglo en el que la aventura y el misterio del viaje aún no se habían extinguido, un siglo en el que aún no habían aparecido los viajeros de Baudelaire, que encuentran en lo ignoto, pese a cualquier desastre imprevisto, el mismo tedio que han dejado en casa. Empeñados en coleccionar ejemplares de todos los especímenes que el periplo pusiera a su alcance y convertir la naturaleza en una inmensa biblioteca, aquellos científicos tocados con sus amplios sombreros de paja partieron a la búsqueda de lo lejano y, afrontando tempestades e innumerables peligros, accedieron a un mundo que sobrepasó sus más increíbles sueños.
«En medio de tantas cosas desconocidas, el espíritu queda atónito», escribiría Tadeo Haenke, el botánico vienés que se unió a la expedición de Malaspina en Santiago de Chile, que en 1794 no regresó a Cádiz ni a Viena, y decidió quedarse en América, en las tierras del Alto Perú, y seguir investigando por extensiones desconocidas, herborizando, escribiendo y formando colecciones de plantas, peces y aves disecadas que enviaba a Cádiz, hasta que a una carta y a una de aquellas cajas repletas de colecciones asombrosas les siguió un definitivo silencio, que sus antiguos compañeros de viaje ni quisieron ni pudieron interpretar más que por la muerte. Ésa era, en aquellos casos, la hipótesis menos novelesca. En más de una ocasión, aquél fue el final que hallaron estos aventureros, agazapado en una tempestad, entre las palmeras y los árboles exóticos, en la mirada erizada de nativos o en la impasible dureza del clima, del sol, de las lluvias. Ése fue el final del gran Antonio Pineda, otro de los científicos que acompañaron a Malaspina y que nunca regresó del viaje de 1789. El naturalista español enfermó en Luzón, en las Filipinas, mientras recorría el centro de la isla en compañía de un criado y algunos portadores, sumido en el estudio de las plantas, en la abstracción de sus diccionarios y sus colecciones, en perseguir lo inalcanzable. Una sangría que se hubiese hecho él mismo le habría salvado pero, sin aliento, acorralado por la fiebre, únicamente contó con la ayuda de un misionero. Estaba solo, náufrago a la deriva. El religioso cerró sus ojos. Rezó una oración.
Decía Walter Benjamin que toda página de la historia del progreso posee un reverso en el que se inscribe una página de la barbarie. La misma idea la había expresado también Conrad al resumir, con una frase, la historia del tráfico de esclavos: «El imperialismo no es muy bello cuando lo miras de cerca.» Las peripecias de estos aventureros del siglo XVIII, puntas de lanza de la ciencia de su época, componen, precisamente, el anverso de esa página, la otra imagen de aquella que transmite toda colonización, la de esos hombres de habla fuerte y vigor furioso a los que el salvajismo acaricia la cabeza. En compañía de expertos capitanes que se debían a su misión, a su barco y a su tripulación, estos otros, estos hombres de interior enfrascados en sus investigaciones, escépticos y racionalistas, trazaron las líneas con las que poder hacer del mundo un lugar comprensible. Ésa fue su utopía: preguntar, evaluar, clasificar, concluir.
Las navegaciones en las que se embarcaron estos hijos de la razón serían de índole distinta a las del siglo pasado, en las que la mayoría de los grandes y costosos viajes estaban subvencionados por compañías comerciales. Curiosamente, en el siglo XVIII fueron las monarquías las que financiaron las expediciones y embarcaron en ellas a algunos de sus más acreditados oficiales: James Cook, Louis Antoine de Bouganville, conde de La Pérouse, Alessandro Malaspina… La gran frontera a batir ahora era el remoto océano Pacífico, una inmensa extensión desconocida de agua entre Asia y América, con su miríada de archipiélagos y la promesa de un continente todavía por descubrir, la mítica Terra Australis, que debía encontrarse muy cerca del polo sur.
Los capitanes y los científicos convirtieron aquel océano en un inmenso laboratorio y una vasta escuela para Europa, pero los objetivos de esta superproducción del espíritu humano no eran, ni mucho menos, inocentes. De mayor trascendencia que los fines científicos fueron para James Cook las órdenes que los lores y el almirantazgo le transmitieron en sus instrucciones secretas: su misión principal era asegurar que los británicos alcanzasen la Terra Australis antes que sus rivales europeos y, por medio de aquel u otros hallazgos, elaborar mapas para abrirse un rico comercio en el Pacífico. Mientras Joseph Banks, el excéntrico y genial naturalista que subió a bordo del Endeavour con un equipo de ocho personas, sofisticados instrumentos de captura, una biblioteca de historia natural y dos galgos, se dedicaba a sus plantas e insectos, Cook y sus caballeros desterraban la fantasía del continente austral, cartografiaban islas, costas y bahías, descubrían en Tahití una excelente base para la exploración y explotación del Pacífico y en Nueva Zelanda un lugar abierto a la colonización. El grave incidente entre Banks, designado también investigador para la segunda expedición, y Cook, que consideró imposible navegar con el material que el naturalista quería subir a bordo del Resolution, refleja claramente la preeminencia de los objetivos políticos y comerciales sobre los científicos. La Corona dio la razón al marino, un hijo de campesino que había ingresado tardíamente en la Armada, desoyendo los argumentos de un destacado y noble miembro de la alta sociedad británica. Banks se retiró de la expedición y en su lugar viajó un naturalista alemán, Joahann Reinhold Foster, a quien al regreso, tal vez temiendo indiscreciones, se le prohibiría -¡supremo castigo!- publicar nada. Una vez más se imponía la política.
Las potencias europeas no sólo luchaban en el Pacífico por la gloria nacional y el desarrollo científico. A La Pérouse, en sus instrucciones para la gran expedición científica de 1783, se le decía que observara e informara sobre las fuerzas envueltas en aquel océano y el comercio de las colonias que visitara, sobre el potencial comercial de los productos autóctonos y las intenciones de cualquiera de los asentamientos que los británicos pudieran haber consolidado allí. La Pérouse y sus compañeros de expedición siguieron estas instrucciones en su periplo, dieron detalles sobre Trinidad, Santa Catarina, Concepción, Monterrey, Manila y Formosa, y cuando les llegaron noticias en Kamchatka del asentamiento británico en Botany Bay -Australia- navegaron hacia allí para investigar.
La expedición de Malaspina, sin duda la expedición con más riqueza de medios de todas las financiadas por la corona española en el siglo XVIII, tampoco fue ajena a esta situación. El viaje, además de contribuir a la gloria de la monarquía con investigaciones científicas y geográficas, tuvo un claro trasfondo político. El propio Malaspina lo reconocía expresamente en el ambicioso plan que en 1788, a su triunfal regreso de Filipinas, tras veintiún meses de travesía, presentó al ministro de Marina y secretario de Indias, Antonio Valdés.
Excmo. Sr.: Desde veinte años a esta parte, las dos naciones inglesa y francesa, con una noble emulación, han emprendido estos viajes, en los cuales la navegación, la geografía y la humanidad misma han hecho muy rápidos progresos: la historia de la sociedad humana se ha cimentado sobre investigaciones más generales; se ha enriquecido la historia natural con un número casi infinito de descubrimientos; finalmente, la conservación del hombre en diferentes climas, en travesías dilatadas y entre unas tareas y riesgos casi increíbles, ha sido la adquisición más interesante que ha hecho la navegación.
Al cumplimiento de estos objetos se dirige particularmente el viaje que se propone; y esta parte, que puede llamarse la parte científica, se hará con mucho acierto, siguiendo con tesón las trazas de los señores Cook y La Pérouse.
Pero un viaje por navegantes españoles debe precisamente implicar otros dos objetos: el uno es la construcción de cartas hidrográficas para las regiones más remotas de la América, y de derroteros que puedan guiar con acierto la poco experta navegación mercantil; y el otro la investigación del estado político de la América, así relativamente a España como a las naciones extranjeras.
El estado del comercio de cada provincia o reino por sus productos naturales o artefactos; su facilidad o dificultad para resistir una invasión enemiga o suministrar fuerzas para intentarla contra los mismos enemigos; la situación de los puntos más conducentes a facilitar el comercio recíproco; finalmente los interesantes ramos de construcción o de productos navales, serán otros tantos puntos cuya investigación, causa y secreto no será inútil al Estado… Estas tareas deberán por consiguiente quedar divididas en dos partes: la pública, que comprenderá además del posible acopio de curiosidades para el Real Gabinete y Jardín Botánico, toda la parte hidrográfica e histórica; la otra reservada, que se dirigirá a las especulaciones políticas ya indicadas, y en las cuales, si el Gobierno lo hallase conveniente, podrá comprenderse el establecimiento ruso de California y los ingleses de Bahía Botánica y Liqueyos; puntos todos interesantes, así para las combinaciones de comercio como de hostilidad.