Iluminación de los sentidos

Luis Paret sobrevivió bastantes años al infante don Luis. El mal que se le metió en los pulmones y que desde su regreso a Madrid hizo presa continua en él, esa tos sombría y breve como una pincelada, ese reniego del aire que le sometía y le asfixiaba, no terminaría de apagarle hasta 1799. Llegó a morir, por tanto, en la ciudad donde había nacido y que estuvo en su memoria durante el destierro; la ciudad en la que en 1746, el mismo año en que Goya nacía en Fuendetodos, una mujer llamada María del Pilar Alcázar daba a luz a un niño que muy pronto abriría los ojos al dibujo; la ciudad donde transcurrió su infancia, donde hubo una época en que todo le causaba asombro y donde un día le llegó el tiempo de tener un oficio y ganarse la vida.

Todavía no había llegado el romanticismo para sacralizar la figura del «artista genial» y seguía siendo aquélla una época en que los pintores se encontraban pacíficamente mezclados con eso que hoy llamamos artes y oficios: la Enciclopedia, en 1750, en el artículo Arte incluía tanto a un buen relojero como al pintor Chardin. Todavía no había llegado la moda romántica de identificar al artista con un tipo especial de hombres unos seres primitivos y espontáneos capaces de oír la voz de la naturaleza, ni Baudelaire había escrito su estatuto:

«El artista sólo se revela a sí mismo. No promete más que sus propias obras. Sólo da cuenta de si mismo. Muere sin hijos. Ha sido su propio rey, su propio sacerdote, su propio Dios.»

Todavía los artistas son seres de carne y hueso, hijos de la monarquía, protegidos de príncipes y condes que los miran como miran a un joyero, a un albañil o a un zapatero. El oficio de pintor, eso sí, podía llevar a un hombre a la corte. Había hecho medrar a Mengs y Giaquinto, y el joven Paret lo sabia. Veía también que daba dinero, que un día podría llegar a embolsarse lo que se embolsaban aquéllos, y que unos cuantos retratos, unos cielos añiles y profundos o unos techos horadados de ángeles y trompetas servían a veces para tener casa propia y carroza y llenarse los ojos de palacios y la garganta de vinos generosos y cordiales.

Luis Paret y Alcázar quiso hacerse pintor: a los diez años había ingresado en la Academia de San Fernando y allí debieron verle los pintores de fama dibujando mañanas y tardes enteras. Debieron verle llamar a las puertas, a todas las puertas; hacer reverencia tras reverencia; participar en los concursos de la Academia; no figurar en la lista de galardonados; regresar dócilmente a las clases, pintar otro cuadro y presentarse una vez más ante los maestros, y fracasar otra vez; volver a hundirse en otros dibujos y regresar con otro San Isidro mal calibrado. Todo ello a los catorce, quince y diecisiete años. Como Goya -a los diecisiete, a los veinte y a los veintisiete años-, cuando se acercó a Madrid con una Venus o con un Moisés bajo el brazo y tuvo que levantar anclas y refugiarse en su tierra natal, Luis Paret se encontró con un ambiente refinado y medido. Como Goya, se dio cuenta de que el arte es broma y tiempo, que en sus dominios no hay ángeles alados ni majas complacientes ni duendes que se adueñen del artista, le guíen la mano y arranquen la obra de golpe, aunque así haya que decírselo a todos y así lo crean los príncipes y el pueblo y lo escriba la leyenda. Como Goya, descubrió también que un cuadro está hecho de muchos cuadros, de cansancio y desesperación; que para llegar a saber pintar hay que trabajar igual que rema un galeote, con rabia e impotencia; que por muchos que sean los grandes ingenios y los maestros antiguos que se haya tomado por compañeros, no sustituyen a nadie: al final le dejan a uno solo, al final siempre está uno solo. Como Goya, contó con la primera admiración de Mengs y la amistad del infante don Luis.

Con el tiempo, sus ambiciones, sus obras y sus logros iban a resultar muy diferentes. También su destino. De uno, del artista aragonés, se ocuparán historiadores y novelistas y cineastas. Del otro, del pintor madrileño, se preocupará tan sólo algún que otro erudito.

Goya se saldrá del siglo XVIII. Después de alcanzar dinero y fama, después de verse halagado por los ministros ilustrados y ser nombrado pintor de cámara de Carlos IV, después de orientar su paleta hacia la sana alegría y los cielos diáfanos, hacia los aristócratas y ministros de la época, demonio y razón le vuelven de espaldas al mundo luminoso de las praderas de Madrid y le hacen beber su propio estupor. Goya, a sus cuarenta años de edad, es Dante pintando, es Velázquez en el infierno, es Saturno devorando a Voltaire. Lo cierto es lo visto, quien no quiera verlo que se arranque los ojos y hallará la misma verdad en la ceguera de sus entrañas. Monstruos y razón inician el coloquio en su mano. «Yo -dice- no distingo más que cuerpos luminosos y cuerpos oscuros; planos que avanzan y planos que se alejan; reveses y concavidades.» Goya es tiniebla, verdad profunda. Su mirada perfora el tiempo.

Luis Paret, menos afecto a la verdad que duele, será siempre un artista del siglo XVIII. Su mirada se muestra siempre limpia, elegante, de una tierna picaresca. Su pincelada tiene piedad de los hombres y mujeres que salva de lo efímero; es un soplo exquisito que estremece las figuras y paisajes que retrata. El amable pintor actúa como un poeta de las cosas que están sujetas a no durar: ama en la belleza de una escena cotidiana, y de unos seres que ríen y pasean y se exhiben y galantean, el disimulo del desmoronamiento y la caducidad de esa gracia. Goya se traga su época. Paret no. Todo lo que ve -a la manera de Watteau o Fragonard- es como un baile indiferente en la arena, y su paleta sólo trata de retrasar el crepúsculo de ese baile. Ser sobre el corazón caricia. Menos académico, solemne y rutinario que la mayoría de sus contemporáneos, él será el más jugoso de los brotes rococó en España. Los cuadros que pinta, un lugar donde los azules, los grises, los plateados y los nacarados son felices y se demoran, donde la belleza no se marchita, y el cielo queda menos lejos, y las gentes se acogen a sus máscaras.

Quizá en algún lugar, en algún archivo, en algún olvidado sótano de algún palacio o caserón, alguien encuentre un día abundante documentación sobre la vida de este pintor. Después de todo -aunque resguardados de la historia, tal vez ya cenizas del olvido-, se tiene noticia de la existencia de tres diarios de Paret. Quizá en esas páginas el pintor esté al alcance de la mano. No se haya escapado todavía. No se haya perdido. Quizá esos diarios arrojen más respuestas sobre su vida, su relación con el infante don Luis, sus viajes, sus obras fracasadas. Quizá, como en el caso de Goya, haya un cuaderno italiano en algún lugar, esperando a ser descubierto. Como el aragonés, Paret también estuvo en Roma y viajó por Italia. Como en Goya, esta aventura -el mismo pintor se lo confesará a Ceán Bermúdez al final de su vida- también fue un comienzo.

Leemos en un documento de la Real Academia de San Fernando:

«El infante don Luis se había servido costearles -a Paret y un compañero de estudios- el viaje a Roma y mantenerlos con una correspondiente pensión en aquella corte para perfeccionamiento de la pintura.»

Como prueba este informe, el viaje del joven pintor madrileño a la Ciudad Eterna, y su mantenimiento allí para perfeccionar sus conocimientos en pintura, fueron posibles gracias al infante don Luis, quien ya a finales de 1762 aparece como protector suyo. Roma es como la cara de Medusa, que petrifica a quien la mira directamente a los ojos. Intentando hacerla escritura, los viajeros ilustrados se extraviaban en medio de sus piedras antiguas, detrás de cada fuente de mármol y de cada estatua decapitada, entre sus palacios, acueductos y columnas gigantescas. A Italia llegaban muchos artistas para admirar las obras que habían dejado los grandes maestros del pasado. A Roma llegó Luis Paret en 1763. Llegó con varias cartas de presentación y también, al correr su estancia a cuenta del hermano de Carlos III, con menos obligaciones que los pensionados oficiales de la Academia, quienes debían elaborar un cierto número de obras y constatar periódicamente su dedicación y adelantos.

Sobre el viaje que Goya hizo a Italia, sobre los viajes que realizó por tierra y por mar entre 1770 y 1771, y las ciudades a las que llegó, ya fuera de día o de noche, a pleno sol o bajo la lluvia -Génova, Roma, Venecia, Ferrara, Bolonia, Módena, Parma, Piacenza, Padua…- y más allá aún, sobre la casa en que se alojó en Roma, sus descubrimientos artísticos y su visión de las obras de la Antigüedad y el Renacimiento, sobre él mismo como persona y personaje, testimonia el cuaderno escrito por el propio pintor aragonés. Sobre la estancia de Paret en Italia, por el contrario, sobre las ciudades que vio y los artistas que trató durante los más de dos años y medio que tardó en regresar a Madrid, apenas si se tiene información. Ceán Bermúdez, que le conoció personalmente y tuvo la oportunidad de preguntarle acerca de todo ello, se muestra muy exiguo cuando trata esta época del artista:

«Estuvo don Luis en Italia y en otras partes, donde acabó de rectificar las buenas ideas que tenía de su profesión estudiando y copiando a los grandes maestros del buen tiempo…»

En su informe a la Real Academia, Manuel Roda, embajador de España en la corte pontificia, dice solamente que el pintor se aplicó a los buenos estudios con aprovechamiento y se dedicó a aprender la lengua griega. Nada más. El resto es un ritmo exhausto y repleto de preguntas. ¿Cómo fue su vida en Roma? ¿Qué reserva de recuerdos atesoró esos años? ¿Qué obras ejecutó en ese tiempo? ¿Qué pasiones lo consumieron?

Imaginar relatos, formarse un cuadro de las ciudades que vieron sus ojos y tal vez amó, y también de las obras que contempló y trató de imitar con admiración y envidia, no es algo a lo que se hayan resistido, sin embargo, quienes se han acercado al pintor. La imagen de un joven de diecisiete años que contempla y trabaja, que cargado de dibujos y carpetas experimenta cierta fraternidad de espíritu con todos los que han vivido del arte en el pasado -ellos, los maestros consagrados habían trabajado por la belleza, profesado su culto, y ¿qué otra cosa estaba haciendo él allí, también él allí, sino lo mismo que el joven Fragonard, cuya sombra aún debía pasearse por las estancias del palacio Mancini; qué otra cosa sino admirar las pinturas, las majestuosas basílicas, las cúpulas aplastadas, los complicados encajes arquitectónicos y las monumentales esculturas y mosaicos; qué otra cosa sino dibujar y dibujar y ser todas las épocas, todos los nombres?-… La imagen del joven opositor a artista saltando de una pintura a otra, abriendo sus ojos a las formas nobles y armoniosas de las viejas escuelas, ejecutando obras que enviará a su protector sin la dignidad y el rigor que le confiere al cuadro su inseparable marco dorado y que se perderán para siempre al ser pinturas de juventud y no ser conocidas por quienes harán el inventario a la muerte del infante… todas esas imágenes, todas esas escenas, no resultan difíciles de invocar en la escritura. Tampoco resulta difícil acercarse a las ciudades que pudo visitar en esos dos años y medio: las hipótesis más sólidas sostienen que estuvo en Nápoles, Florencia, Bolonia, Venecia…

Los perdedores de la historia de España
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