Historia de un linaje

Todo relato tiene un principio. Éste comienza con la muerte de un rey enfermizo, cuya flaca naturaleza física terminó quebrando sus imperativos deseos. Cuando esa señora que lo muda todo vino a asomarse al fin a su mirada, este rey, de nombre Enrique III, dejó la corona en manos de su único descendiente varón, Juan II (un niño de apenas un año), y la escena política a cargo de su enérgico hermano, Fernando de Trastámara.

Los cronistas al servicio de don Fernando y al de sus hijos, los infantes de Aragón, se muestran muy diligentes al mostrar a aquél como un esbelto e ideal caballero andante, recio y de mando excepcional en la batalla, y de admirable altura en los laberintos y azares de la corte.

«Cuanto más cercanos son los infantes a los reyes y a la corona real -dicen que decía-, y mayor deudo han con ellos, tanto más son tenidos y obligados y tienen mayor cargo de honrarlos y servirlos, por el gran deudo que con ellos y su merced tienen.»

Esa gran visión institucional y ese idealismo caballeresco, de cuya prueba dan exhaustiva nota los cronistas al reflejar su fidelidad al niño rey y su heroísmo valeroso en la guerra contra el infiel (de su célebre empresa contra el reino de Granada en la primavera de 1410 vendrá su sobrenombre, «el de Antequera»), no estaban reñidos, como manda la estirpe y el siglo en que vive, con una gran ambición. Único segundón legítimo de la Casa de Trastámara, Fernando de Antequera buscó ante todo el engrandecimiento de su linaje. Quiso levantar, a la sombra del trono de Castilla, un árbol robusto que constituyera, por sí solo, la arboladura de la alta nobleza, y tenía energía y fuerzas para ello.

En 1407, año de la muerte de Enrique III, contaba Fernando de Antequera veinticinco años y aún no daba señales del declive que causaría su temprana muerte. Era entonces -duque de Peñafiel, conde de Mayorga, señor de Lara…- el hombre más poderoso de Castilla. Tan sólo unos años después, tras el compromiso de Caspe, en 1412 exactamente, abandonaba la tierra de sus antepasados para ocupar el trono de Aragón, incrementando las dimensiones de su vasto poder, pero ni siquiera entonces renunció a su viejo proyecto. Conservó la regencia de Castilla en sus manos y procuró construir para sus hijos una gran fortaleza sobre la que asegurarles el ascendiente que él, soberano de Aragón, aún ejercía en el joven Juan II: villas, grandes señoríos, rentas, vasallos, huestes, castillos… Cuentan los cronistas que de sus días ninguno brilló como éstos. Cuentan que fue ahora cuando Fernando de Antequera tuvo ante sí la imagen más nítida de cuanto había planeado: que su linaje dominara sobre los grandes reinos de la Península, que su familia fuera indestructible, que sus vástagos reinaran en Aragón y a la vez no consintieran que en Castilla se reinase sin su beneplácito; que en sus ejércitos militara el oro y la tempestad, que sus manos tejieran terribles la tela de la espada contra todo aquel -noble o rey- que se atreviera a desafiarlos.

El proyecto de don Fernando debía coronarse dejando varias felicidades aseguradas o, cuanto menos, probables: la del primogénito y heredero a la corona de Aragón, el magnánimo Alfonso V; la del segundón y negociador Juan, al que se encomendaban los asuntos italianos; la del impetuoso y conspirador Enrique, maestre de la Orden de Santiago, y encargado de conducir los negocios de Castilla en compañía de los dos menores, Sancho, maestre de la Orden de Calatrava, y Pedro. La Fortuna (gran obsesión para los poetas de aquella época) no lo resolvió así. Fernando falleció en 1416, cuando más ardía en él la cima soberbia de sus pretensiones, y los infantes que le sobrevivieron -ese mismo año, la muerte, tan callando, cerró también los ojos del joven Sancho- se enzarzaron en una torpe disputa. Desprovistos de lágrimas y de soledad, pero no de codicia, jamás prestaron oídos al consejo de su padre: permanecer unidos y leer la Crónica del rey don Pedro, el Cruel. Jamás leyeron la crónica de aquel tiempo en que los hermanos fueron por siempre enemigos y la guerra civil se adueñó de Castilla mediante episodios tortuosos e inútilmente feroces, aquel tiempo en que don Pedro, finalmente, había quedado preso del implacable abrazo de su hermano bastardo, don Enrique, primer rey de la dinastía Trastámara.

Como había ocurrido a mediados del siglo XIV con aquellos hijos del fuerte Alfonso XI, las más ruines ocurrencias también vinieron ahora a envenenar el fruto de los mejores deseos. Las envidias y resentimientos comenzaron a crecer entre los vástagos de Fernando de Antequera en 1416. En aquel año, los impulsos dominadores -es decir, el polo opuesto al orden jurídico- empujaron a unos infantes contra otros, y mientras sus corazones se deshermanaban, los nobles instalados en los escalones de abajo, los Enríquez, los Velasco, los Mendoza, los Stúñiga… afilaron sus apetitos: ¡Qué buen botín si, un día, ese vasto edificio construido por don Fernando se derrumbara! ¡Qué gran botín!…

Los perdedores de la historia de España
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