Sus pies y sus manos
Como la historia de la literatura, la historia de la Contrarreforma abunda en enigmas. Uno de ellos es el extraño olvido parcial que le ha tocado en suerte a Juan Alfonso de Polanco. En los censos de nombres universales de la Compañía de Jesús el suyo no figura. Esa omisión es lógica, si recordamos la trivialidad a la que diccionarios y enciclopedias han reducido su existencia. Veinte renglones de meras circunstancias biográficas: Polanco nació en 1517, Polanco murió en 1575, Polanco fue copiador de bulas y otros documentos oficiales, Polanco fue el sexto secretario de la Compañía de Jesús, cargo que ejerció sin interrupción veintiséis años bajo los tres primeros superiores generales, etc. Con José García de Castro, que ha perseguido la sombra de este jesuita, creo que es reprobable si consideramos la extraordinaria labor de Polanco en la Roma del siglo XVI. Coordinador, consejero, inspirador de proyectos, y no sólo mero ejecutor, Juan Alfonso de Polanco fue memoria y manos de Ignacio de Loyola, Diego Laínez y Francisco de Borja. Como secretario del fundador, intervino activamente en la elaboración de las Constituciones; escribió un influyente tratado sobre el oficio de secretario; y elaboró unas reglas para organizar (y organizó) el asombroso sistema de comunicación epistolar de la naciente Compañía. Como infatigable escritor de epístolas, observó que las cartas enviadas a Roma eran hojas de un mismo y asombroso libro y que leerlas en orden era leer una historia universal. Hojearlas, soñar. Como burócrata se convirtió en el primer archivero de la Compañía de Jesús. Como hombre letrado, en su primer historiador (Sumario, 1548; Cronicón latino, 1574). Como teólogo viajó a Trento e intervino en la última sesión del concilio. Como hombre silencioso, cuando Gregorio XIII manifestó su deseo de que el cargo de general de la Compañía de Jesús no recayera nuevamente en un español, liquidando así todas sus opciones, se retiró (1573) a sus viejos papeles de historiador, y solitario, y ensimismado, se quedó allí, dejando correr los tres años que le quedaban para cambiar la vida terrena por la eterna, de la que según testigos solía hablar con gusto, etc.
Mucho he tratado de inquirir las razones de su olvido. Leyendo las páginas de José García de Castro y algún ensayo sobre la fundación de la Compañía y sus primeros integrantes, creí encontrarlas en el hecho de que Polanco fuera muy probablemente de linaje converso o en el dato de que en sus frías expresiones y seco trato no fomentara, ni siquiera tolerara, el menor desahogo sentimental. Vano espejismo. Los huesos sepultados pueden explicar las intrigas y manejos que, a la muerte de Borja, le impidieron convertirse en el nuevo superior general y su recio carácter burgalés justificar las palabras del indócil Bobadilla («no se lee que haya llorado»), pero no son suficientes para argumentar su destierro a los márgenes de la historia. Leo a fray Luis de León, cuyos orígenes conversos están fuera de duda, viajo por la compleja y dilatada literatura de Quevedo, cuyas duras páginas no hacen concesión alguna al sentimentalismo, recuerdo la vida de Ignacio de Loyola, cuya travesía espiritual no es menos poética que las vastas geografías de Ariosto, y me digo que para la gloria no es indispensable que un escritor o un religioso sea cristiano viejo o sensiblero, pero sí que su obra, o alguna circunstancia biográfica, estimulen el patetismo. En un tiempo de místicos, letraheridos y aventureros, ni la vida ni la obra de Polanco se prestan a esas tiernas hipérboles cuya repetición es la gloria.
No sé si esta explicación es correcta. Yo, ahora, la complementaría con otra idea… Como Nadal, que fue el jesuita que más contribuyó a establecer y divulgar el espíritu ignaciano por toda Europa, cuyas tierras fatigó sin descanso, Juan Alfonso de Polanco no es inferior a ninguno de los jesuitas más novelados del siglo XVI, pero no ha dado con un símbolo que se apodere de la imaginación del biógrafo. Visionario y peregrino, Íñigo López de Loyola tiene Jerusalén, que luego cambiará por Roma y su estelar Compañía. Descubridor de mundos, de seres y civilizaciones, Francisco Javier tiene su travesía oceánica y las conquistas espirituales del misionero. Francisco de Borja, la España imperial, cuyo orbe místico y caballeresco representa Diego Laínez, las sesiones del concilio de Trento y su virulenta disputa con el dominico Melchor Cano, gran orador y despiadado verdugo de los jesuitas, a los que veía como reencarnación de «la secta maldita de los iluminados»:
Laínez: ¿Con qué derecho os colocáis por encima del juicio de los obispos y del vicario de Cristo y condenáis a esta Compañía que ha sido aprobada por ellos?
Cano: ¿Vuestra señoría quisiera que los perros no ladrasen cuando los pastores duermen?
Laínez: Que ladren pues, pero contra los lobos y no contra los demás perros…
Menos visceral que Laínez, el afable Fabro tiene a los herejes de la Europa germánica, a los que soñó devolver a Roma con palabras y sin hogueras. Baltasar Gracián, el vaivén afortunado de Critilo y Andrenio, que contienen y anticipan al Robinson y al Viernes de Daniel Defoe. Francisco Suárez, las aulas de la Universidad de Salamanca y su personal, y valiosa, contribución al moderno derecho internacional y de gentes. Juan de Mariana, su obra De Rege et Regis Institutione quemándose bajo las torres de Notre Dame después de que Enrique IV cayera fulminado por el puñal del fanático Ravaillac. Había escrito: «Aunque el asesinato es siempre un crimen, deja de serlo y glorifica al que lo comete cuando, a falta de otros medios, se ejecuta sobre el cuerpo de un gobernante para quien hayan sido los pueblos un juguete y la justicia una mentira.»
No hay escritor ni religioso de fama universal que no haya amonedado un símbolo. Conviene aclarar que este símbolo no tiene por qué ser objetivo y externo. Góngora perdura como el tipo de escritor que laboriosamente elabora una obra secreta. Pedro Ribadeneyra, como el gran narrador de la Compañía de Jesús primitiva y semidivino biógrafo de su fundador. De Juan Alfonso de Polanco, en cambio, sólo perdura una imagen secundaria, que para la mayoría desaparece en cuanto se difumina la principal: «fue su secretario», observa Ribadeneyra al hablar de Ignacio, «sus pies y manos».
Lo demás es silencio, niebla. Lo demás es olvido; a no ser (quizá) que encontremos un símbolo (a Polanco podría comparársele con una araña sentada en medio de una vasta tela); a no ser que sigamos la investigación de García de Castro, de cuyas páginas es deudora esta breve narración, y demos con el drama de un hombre de letras que juega a ser otro ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro; a no ser que demos con el prodigioso secretario que se mantiene humildemente en los límites de su oficio, compenetrándose e identificándose con los generales de la Compañía, sobre todo con el fundador, sobre todo con Ignacio de Loyola, absorbiendo su espíritu y aferrando sus ideas, filtrando su alma en fórmulas nítidas y claras; a no ser que contemos su historia, la historia de un humanista que fue otros hombres, pero que, a diferencia de Shakespeare, que dejó en recodos de su obra pequeñas confesiones, seguro de que no las descifrarían (Ricardo III afirma que en su sola persona, hace el papel de muchos, y Yago dice con curiosas palabras «no soy lo que soy»), no dejó nada autobiográfico, resignándose a desaparecer, a diluirse en otros nombres, a cumplir la sentencia del emperador Marco Aurelio: «Todo lo del cuerpo es un río, lo del alma es sueño y un delirio. La vida es una guerra y un exilio, la fama póstuma es olvido.»