Una historia y dos cuadros

Luis Paret y Alcázar se retrató en dos lienzos: uno pintado en el destierro de Puerto Rico; otro, en la ciudad de Bilbao. Gracias a ellos sabemos cómo era este pintor madrileño del siglo XVIII a quien en vida no le dieron lo que le correspondía ni los reyes ni las bellas artes y a quien la historia reduciría a unas notas casi marginales para eruditos. Sabemos cómo eran los rasgos que tenía el hombre aquel en aquellos años, a los treinta y a los cuarenta de su edad, de la misma forma que sabemos cómo eran los de Goya en diferentes momentos de su vida, o los de los miembros de la familia de Carlos IV en 1800.

También, gracias a esos dos cuadros, conocemos varios asuntillos de su vida. Sabemos, por ejemplo, que Carlos III lo desterró a la isla de Puerto Rico a finales de 1775, y si se trató de un castigo por brindarle a su mecenas y protector, el infante don Luis, los cuerpos indiscriminados y absolutos de mujeres plebeyas o de una condena por otra clase de asuntos, es cosa que no consta en las pinturas. También sabemos que tres años después se encontraba en Bilbao; que allí, alejado de las influencias, honores y contratos que se repartían en la corte, se casó y tuvo dos hijas; que no le sobraba ni el tiempo ni el dinero ni la salud; que pintaba de encargo, para nobles y comerciantes, retratos y puertos y naturalezas muertas y escenas terrenales y también celestiales y mitológicas; que lo hacía al óleo, al temple o al fresco, y que su mano se esforzaba en mostrarse elegante, evanescente y lírica; y que lo conseguía. Sabemos que no muchos pintores de su época desarrollaron una obra tan rica y diversa; que no desdeñó ninguna clase de encargos y diseñó fuentes, y decoró plazas e iglesias y también libros, que trabajó con gusto el grabado y la acuarela, y llegó a hacer motivos para abanicos e incluso dibujos para sillas. Sabemos que sus conocimientos eran amplios, que le interesaba la arquitectura, que conocía el mundo de las alegorías y los mitos de la Antigüedad, que sus años de mayor riqueza creativa los vivió lejos de la corte, que sólo regresaría a Madrid en 1789, quizá enfermo ya de los pulmones, aunque todavía con ilusiones de prosperar, y que, a su muerte, diez años después, su nombre, su obra y, sobre todo, el afán que le movió a pintar, no tardarían en caer en el olvido, eclipsados por la genial mano de Goya.

También sabemos que el hombre que nos mira sentado desde una butaca, ensimismado y melancólico en un taller de Bilbao, es también ese otro que diez años antes aparece de pie, burlón y vestido como un jíbaro. Ha pasado el tiempo -ahora parece mayor y tiene el pelo menos oscuro-, pero en los dos se advierte el mismo aire melancólico, la misma nariz angulosa, los mismos ojos. El de Bilbao ya no viste una camisa blanca, abierta de cuello y anudada a la altura de la cintura, ni está descalzo ni se cubre la cabeza con el sombrero de ala ancha que los isleños utilizan para combatir el sol. En su lugar, un traje blanco jaspeado de oro, una preciosa chaqueta roja, largas medias blancas y unos zapatos azules con broches dorados tratan de hacer del pintor el aristócrata que tal vez siempre quiso ser. Libros, mapas, carpetas y cuadernos repletos de planos dan al pintor ese aire ilustrado del que nos habla Ceán Bermúdez en su Diccionario de profesores de Bellas Artes de España, ese aire de sabio capaz de sacar a relucir viejas historias de artistas flamencos y de hablar de la belleza como la concibe Watteau, y del rostro humano cuando es tangente al de los dioses.

Una historia callan estas pinturas. El hombre que aparece en ellas no es ya el mismo que allá atrás en el tiempo se había cruzado con el infante don Luis y había disfrutado del honor y el sueldo de ser su pintor de cámara… el pintor de cámara del hermano de Carlos III, del hijo de Isabel de Farnesio a quien su madre diseñó un destino de mitras, que fue cardenal a los ocho años de edad, a los catorce sumó el arzobispado de Sevilla al de Toledo, y a los veintisiete, sin ordenarse aún sacerdote, decidió presentar su renuncia a todos esos cargos eclesiásticos. Don Luis, que deseaba en secreto que todas las damas que pasaban por doquier entre los palacios y los jardines de los Reales Sitios se le ofrecieran sin más comentario que la seda remangándose en el instante enardecido, y a quien en sus años mozos le parecía intolerable que no fueran suyas todas esas mujeres, no ser la única mano en todos sus vestidos. El refinado y culto infante don Luis, siempre escoltado por compositores, arquitectos y artistas, siempre rodeado de cuadros y música de cámara, y a quien la obsesión de Carlos III por evitar problemas sucesorios cerró los encantos de las damas hechas de encaje y azul celeste. Don Luis, que miraba torvamente desde la sombra de las encinas a los que tenían las mujeres mejor ceñidas, más risueñas, con mejores nombres, y a quien se empujaba a buscar desahogo a tanto anhelo fuera de la corte, a frecuentar esas hijas del pueblo que se lleva a la cama, lavanderas, sirvientas y putas, que por más hermosas que sean carecen de piernas blancas y entorchados cabellos y cuyos vestidos son de esos tejidos en los que los comerciantes empaquetan todo cuanto se consume y está llamado a desaparecer.

De ellas no sabemos nada, pues no hablan, y la mayoría de los artistas de la época, preocupados en medrar y en llegar a los palacios de los condes y los duques en lujosos carruajes, ni siquiera les dan la limosna de hacerles un retrato pequeño. Ellas se mantienen anónimas y se tienden de espaldas, se curan la vergüenza del nacimiento y se mueven debajo del infante con los labios prietos, inocentes o desvergonzadas. Quizá Paret, aunque es muy improbable, sí las dibujó y lo hizo en un álbum ignorado, tal y como creía verlas y tal como fueron, inconclusas, con todos los rasgos titubeando entre el desplome de una juventud tan poco gozada y una vejez eterna. O quizá como no eran, tal y como vio a su mujer muchos años después y la retrató una única vez, suspendida en la linde de una ventana, aterciopelada a la moda de los salones de París, a la manera de los melocotones. Ese retrato que la fijaría maravillosamente seductora, maravillosamente marquesa y frágil, y que él pintó con los mismos colores y la misma mano con que hubiera pintado a la reina y a las damas de la corte, y que ella conservaría con devoción. Quizá, aunque tal vez prefiriese dejar el goce para más adelante, para cuando se convirtiese por fin en Fragonard o Boucher, para los tiempos en que se abraza a las condesas y pinta grandes cuadros, también gozó de ellas y clausuró sus fuerzas subiendo rama a rama por sus cuerpos, abriendo surcos labio a labio.

Tras las aventuras del infante hay un pintor que no conocemos. Tal vez un calavera de provecho para quien quiera escribir literatura, un personaje sin agotar y quizá festivo, igual que una forma o un ritmo. Tras esas aventuras clandestinas y esa alegría de vivir que por aquellas fechas reflejan sus cuadros, apenas podemos confirmar qué hay. Lo único que se sabe con certeza, lo que se puede saber por el confesor de Carlos III y está documentado, pues el desgraciado infante no dijo nada o lo calló de forma tal que lo decía todo, es que esas aventuras fueron descubiertas y enojaron al monarca, que el pintor tuvo parte en ellas, que a éste le costaron el destierro y al infante don Luis el alejamiento de la corte… Don Luis, siempre el infante don Luis detrás de esta horrible fecha, 1775, siempre don Luis en una esquina de esta historia, como Velázquez en Las Meninas, cosas que apenas se ven pero constituyen el cuadro y el espacio, como el negro humo con que los pintores del XVI pintaban los fondos. Don Luis, que a partir de ese día dio pasos vencidos y se refugió en la sombra de su palacio de Arenas de San Pedro, que le mantuvo a Paret cargo y sueldo hasta su muerte, la muerte del infante, ocurrida en 1785, cuando Goya le retrataba hundido y benevolente en compañía de su familia y de su esposa, María Teresa Vallabriga… cuando nuestro pintor madrileño, vacío de emolumentos y exhausto de destierro, comenzó a solicitar indulgencia en la corte, cuando Luis Paret escribía a ministros y hermanos de ministros para que intercedieran ante el rey y, por fin, se le levantara el destierro.

Los perdedores de la historia de España
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