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La culpa del paro
Ojalá fuese Zapatero, solo Zapatero y nada más que Zapatero el «responsable del paro», como el propio presidente ha asumido. De ser tan fácil, el problema se acabaría en unas pocas semanas, con el advenimiento de Rajoy a La Moncloa. En una economía de mercado, en un Estado descentralizado, en un país integrado al euro y a la UE, ¿de verdad es el presidente del Gobierno central el único culpable del desempleo? ¿Cómo explicar entonces que el paro oscile entre el 30 por ciento de Andalucía y el 12 por ciento de Euskadi con el mismo Zapatero?
Tan demagógico es decir que es el presidente quien crea empleo como pensar que solo él lo destruye. Tan ridícula era aquella frase que dijo Aznar hace unos años —«el milagro español soy yo»— como pensar que ha sido Zapatero, ya de paso, quien ha hundido también a Italia y a Grecia en su infinita torpeza. Solo hay que ver el gráfico anterior sobre el PIB en Europa para descubrir hasta qué punto el éxito y el fracaso de las economías de los países en un planeta globalizado dependen más de la coyuntura económica mundial que del desempeño de sus Gobiernos nacionales.
Sin embargo, la gestión de Zapatero sí tiene una parte de responsabilidad en la catástrofe actual por dos razones. La primera: no querer o no atreverse a pinchar la burbuja inmobiliaria cuando estábamos a tiempo; no apostar por otro modelo productivo cuando había margen de maniobra. El ladrillazo nos habría golpeado igual, pero con consecuencias menos graves. La segunda: equivocarse en sus reformas de la regulación del mercado laboral español. Ambos factores —el modelo productivo español y nuestra regulación laboral— son culpables de que tengamos, desde hace décadas, una economía bulímica: un monstruo que devora trabajadores con baja formación cuando las cosas van bien para después vomitarlos a la misma velocidad cuando llegan las primeras curvas. En los años buenos, ningún otro país europeo creó tantos puestos de trabajo como lo hizo España. Lo mismo, a la inversa, ha sucedido con la crisis: ahora somos récord de paro entre los países desarrollados.
Es obvio que la reforma laboral que se hizo hace un año llegó tarde y fue un fracaso. Es probable también que, incluso acertando con el modelo, hubiera servido de poco porque, por muchas leyes laborales que se cambien, solo una economía que crezca a buen ritmo será capaz de crear empleo (y eso depende más de Merkel y el BCE que del Gobierno de España o de las leyes que hagamos). Es un error pensar que con cambiar las leyes se arregla el problema. También es cierto que no fue la regulación laboral lo que provocó la crisis: pero sí que agravó sus consecuencias. Por eso es imprescindible asumir de una vez, tanto en la derecha como en la izquierda, que hay problemas en el mercado laboral español que no solo tienen que ver con el modelo productivo o con los ciclos económicos. No sirve de mucho dar por bueno que España es así y el paro sube, como si fuese algo tan inevitable como la lluvia o los terremotos. Hay que afrontar el problema.
La enfermedad del mercado laboral tiene un nombre: exceso de temporalidad. No solo es porque la economía española —tan dependiente del turismo o, hasta hace poco, de la construcción— tenga sus cimientos en sectores con mayor porcentaje de temporalidad. Sector por sector, la temporalidad española es siempre de las más altas de Europa. En el sector de la tecnología (por poner un ejemplo de empleo de calidad), España presenta un porcentaje de trabajadores en precario mucho más alto que el de países de la UE. Según los datos de la Encuesta de Población Activa de 2010, la temporalidad entre los trabajadores de «programación, consultoría e informática» era del 16,8 por ciento; incluso en este sector, teóricamente puntero, es mayor que la media de la UE para toda la economía (10,5 por ciento).
Esta sobredosis de temporalidad es un problema grave por varias razones. Para empezar, provoca que los empresarios inviertan poco en la formación de los empleados. No sale rentable si el trabajo es temporal, y los trabajadores van rotando a medida que llega el plazo de dos años en el que la ley obliga (u obligaba, se suspendió ese límite «temporalmente» hace un mes) a darles un contrato fijo. Al promover el empleo precario, se incentiva una economía precaria, de poco valor añadido, baja competitividad y malos sueldos.
El exceso de temporalidad crea además un mercado laboral dual, con unos trabajadores de primera —los fijos— y otros de segunda —los temporales—. Las indemnizaciones por despido improcedente —es decir, por despido libre— de los trabajadores «de primera» españoles son más altas que la media de Europa (cuarenta y cinco días por año). Al mismo tiempo, despedir a los trabajadores de «segunda» es sencillo y muy barato: basta con no prorrogar su contrato y el coste es de ocho días por año. Son dos mercados laborales casi opuestos, que conviven produciendo consecuencias terribles: mientras los de primera disfrutan de una de las regulaciones laborales con el despido más caro de Europa (pero con sueldos por debajo de la media), a los de segunda se les puede despedir muy barato. Por esta razón, cuando la economía va mal en España, el ajuste se hace siempre por el despido: mandar al paro a los temporales (que suelen ser también los más jóvenes), en vez de reducir la jornada o los sueldos. Es algo que no sucede en ninguna otra parte de Europa, y que machaca aún más a esa generación «mejor formada de la historia de España» que hoy se plantea, con razón, largarse para siempre a Alemania. No hay otro país europeo como España con más porcentaje de paro por cada décima que cae el PIB.
De una manera o de otra, la solución para el mercado laboral pasa por acabar con la disparatada temporalidad e ir hacia un modelo donde todos los trabajadores tengan una protección similar. Hay matices importantes en las recetas. No es lo mismo igualar por arriba que por abajo. La patronal —¡qué sorpresa!— prefiere precarizar a todos los trabajadores, sustituyendo el actual contrato indefinido con cuarenta y cinco días de indemnización por año trabajado por otro con solo 20 días por año (y que doce de esos días los pague el FOGASA) con un tope de un año de sueldo por despido. Es el modelo que les interesa a las empresas que ya están consolidadas, no a las que están por nacer ni, por supuesto, a los trabajadores. La patronal llama a esto «contrato único» y no lo es, porque también quieren mantener los contratos temporales.
La propuesta de contrato único que hizo el grupo de los 100 —economistas, la mayoría académicos independientes y de prestigio— es bastante diferente. Plantea sustituir todos los tipos de contratos, temporales e indefinidos, por un único contrato en el que la indemnización aumente con los años. En la propuesta que presentaban —cuyos números finales eran orientativos, abiertos al debate— proponían una indemnización máxima de treinta y seis días por año trabajado, que se obtenían a partir del quinto año (doce días el primer año, quince el segundo, veinte el tercero, veinticinco el cuarto y treinta y seis a partir del quinto). Según sus cálculos, con esa escala, el coste global del despido en España sería prácticamente el mismo que hay ahora. Pero el reparto se haría de forma más igualitaria al acabar con la dualidad laboral porque ya no habría contratos de primera (cuarenta y cinco días de despido) y de segunda (ocho días).
Lamentablemente, de entre estas dos propuestas, la que más le gusta al PP es la de la patronal. «No hay ningún país que tenga un único contrato, no vamos a inventar», aseguró Cristobal Montoro hace unos días en el programa La Noche en 24 horas. Es falso: Austria lo tuvo; Portugal también está en ello.
Cuando Zapatero abordó la última (y fallida) reforma laboral, valoró la posibilidad de apostar por el contrato único y de ahí pasar al modelo austriaco, donde la indemnización por despido es un dinero que la empresa paga cada mes en una cuenta que se puede mover de un trabajo a otro y se acumula, si el trabajador mantiene el empleo, hasta que se cobra en la jubilación. La propuesta estuvo encima de la mesa con posibilidades de salir adelante casi hasta el último minuto. Se frustró —entre otras cosas— porque el entonces ministro de Trabajo, Celestino Corbacho, amenazó con dimitir si salía adelante. Zapatero finalmente descartó la idea. Es probable que hoy, cuando dice ser «el responsable del paro», se esté arrepintiendo de la reforma que hizo.